miércoles, 18 de diciembre de 2019

Everest



Lo bueno de tener un blog es que es un excelente método para refrescar recuerdos y momentos que mi ya maltrecha memoria no retienen. Hace más de cuatro años escribí esta entrada relatando el impacto que había tenido en mí la película sobre la tragedia del ’96 en la cima del mundo. Como a obsesiva no me gana nadie, durante semanas, los 8.848 metros de altura del Everest se adueñaron de mi mente. Y desde entonces ocupa un lugar privilegiado en mi rincón privado de ofuscaciones. Por otro lado, es sensacional leer los comentarios de esa entrada y lo que profetizaban. 

Cuando volvimos a Katmandú aprovechamos la tarde para hacer compras por Thamel. Hay cientos de tiendas, con vendedores dicharacheros que detectan que eres español a la legua y te intentan camelar para entrar en el juego del regateo. Y me da pereza infinita regatear, así que una vez me hice con los artículos que quería obtener, desistí de entrar en más comercios. Pero mis colegas de expedición estaban ávidos de adquirir material de montaña, y se paraban cada dos locales. En uno intuí que la cosa iba para largo, y aposenté mi trasero en unos escalones para ver la vida pasar. Cuando había cambiado de nalga en la que apoyarme veinte veces por tener todo el culo petrificado de tanto esperar y me habían salido raíces en las bambas, decidí ver si Eu y Mr. X finiquitaban ya o nos daban las campanadas en el chiringuito. Eu no tiene rival en cuanto a dar palique a alguien, y ahí estaban los tres explicándose la existencia. Menos mal que por lo menos compraron todo lo que buscaban y pudimos ir a buscar sitio para cenar (un lugar encantador, por cierto, Thamel está lleno de rincones por descubrir).

Al día siguiente tocaba madrugar, para variar. Esta vez para tomar un vuelo panorámico, algo que no tuvimos cien por cien decidido hasta haber acabado el trekking (si estás planeando un viaje a Nepal y no sabes si vale la pena tomar ese vuelo, deja de dudar y compra el billete). Este tipo de trayectos lo ofertan varias compañías, y Shali nos recomendó la que desde su punto de vista, ofrecía más garantías. Y vamos a ver, si hablamos de garantías para sobrevolar el Himalaya… pues como que las quiero todas. Yeti Airlines (qué apropiado), fue la elegida.

Solo venden pasaje para los asientos de ventanilla, y el vuelo dura una hora. A la ida, los viajeros de la izquierda pueden disfrutar de las vistas, a la vuelta, los de la derecha (y cuando no te toca, te dejan ir a cabina para observar el paisaje desde una perspectiva privilegiada). Cuando despegamos las azafatas nos dieron un díptico con un dibujo de las montañas y su altura que nos sirvió de guía para identificarlas. De todas formas, ellas iban pasando y te señalaban los picos. En cuando Katmandú desapareció del suelo y nos acercamos a la cordillera, empecé a sentir escalofríos. Es tan impresionantemente bello que cuesta describirlo con palabras. El primer pico que reconocí (gracias al folleto, of course) fue el Gaurishankar, 7.134 m. Al lado, el Melungste, 7.181 m. Fui resiguiendo sus contornos, sus nieves, que espolvoreaban las cimas como en unos dulces hercúleos, su magnificencia. Un poco más adelante, asomando entre el Nupste y el Lhotse, Everest. Me emociono solo de recordarlo. Piramidal y regio. Imaginar a Tenzing y Hillary coronando el pico en los cincuenta del siglo pasado me parece una hazaña imposible. Qué extraños somos los seres humanos y las cosas que nos mueven.

El vuelo acabó con una copa de champán, y brindamos los tres por la vida y el momento compartido. Chin-chin Everest, te he podido ver colega.




Después del subidón, nos fuimos a conocer Patan. Es una ciudad adyacente a Katmandú, aunque si no te dicen que se trata de otra urbe, está tan pegada a la primera que parecería la misma. Su plaza Durbar forma parte del Patrimonio de la Humanidad y es un lugar precioso por el que perderse, repleto de historia y de edificios de más de quinientos años. Paseando por sus templos Eu me confesó que en el vuelo panorámico se había pillado el anorak (no hacía frío para nada esos días en Katmandú). Le pregunté para qué y me explicó que había tenido una paranoia rollo ¡Viven! y descojonada perdida de la risa me confesó que el anorak le daba seguridad por si nos estampábamos en mitad del Himalaya. Claaaro, claaaro, muy lógico todo. Y la muy capulla no me avisó para que yo cogiese el mío. Cría amigos.

                                                                       





Nos gustó mucho uno de los museos de la ciudad, en el que había todo tipo de reliquias y figuras de dioses. Me flipan los cientos de deidades que tienen los hinduistas. Y la paz que destilan los budas. En estas que descubrí un rayo de luz que iluminaba una estancia y le hice una foto a mi mano. Le pedí a Eu que se colocase debajo para una foto artística y la luz la deslumbró haciendo que pusiese un careto que de artístico poco (parece una abducida bizca justo antes de subir a la nave alienígena).

                                                             


Después de comer visitamos el Templo dorado. Que sí es dorado, pero no por oro, sino por bronce. Repleto de figuras de animales, los reflejos provocados por el sol en todas sus superficies crean un ambiente cuasi fantástico. Invita a quedarse en un rincón descubriendo cada detalle.

                                                                         




De ahí fuimos al mercado local, una locura total de mercancías, olores, colores y gentes. Estupendo para comprar sal del Himalaya, especies y ropa local a buen precio.

Así llegamos a nuestra penúltima jornada en Nepal, justo antes de emprender el camino de vuelta. Shali nos llevó a primera hora a Nagarkot, una localidad elevada con una cima desde la que ver de nuevo toda la cordillera que la rodea. Pero esta vez el tiempo no estaba de nuestra parte y los nubarrones no nos permitieron disfrutar de las vistas. Mientras Mr. X esperaba en vano a que clareara, Eu y yo decidimos aprovechar el tiempo y volver a las andadas en las escaleras de bajada emulando a Celeste Barber. Épico. Lástima que la vergüenza y el anonimato (relativo) me priven de compartir los documentos grabados con el resto del universo.

De Nagarkot fuimos a Bhaktapur, otra ciudad pegada a Katmandú que vale la pena visitar. La entrada es la más cara que pagamos en los quince días de viaje, pero no puedo dejar de recomendar hacer la inversión. Me enamoró el rojo de los ladrillos que usan en las edificaciones. Y su plaza principal es impresionante. Un templo enorme la preside y las escaleras que lo coronan están flanqueadas por estatuas de animales y guerreros pétreos colosales.

                                                           




Tuvimos la suerte de distraernos paseando al atardecer, y el naranja que lo dominaba todo creó un ambiente onírico. Las fotos que tengo del momento, charlando con Eu, Shali o Mr. X, tienen algo de mágico. Como mágico ha sido este viaje.

Nepal me ha sorprendido. He vuelto sabiendo más cosas de mí, conociendo mejor mi cuerpo y sus limitaciones. Me ha regalado tiempo de calidad con personas bonitas. Me ha permitido acompañar a Mr. X en el viaje de sus sueños, y se ha convertido en uno propio.

La gente me pregunta si me ha gustado lo suficiente como para volver. Y yo contesto lo que dicen los nepalíes… once is not enough.

                                               





jueves, 12 de diciembre de 2019

Pokhara


De vuelta a Pokhara tuvimos un día entero para conocer la ciudad y Shali planificó una jornada llena de paradas en los puntos más interesantes.

Empezamos con la Pagoda de la Paz, estupa budista situada en una colina que tiene unas vistas privilegiadas de las montañas y del lago Phewa. Para llegar (sí, escaleras again) se pasa por unas cafeterías en las que muelen el café in situ para que el aroma te invite a entrar, y de bajada nos tomamos un tentempié mientras observábamos unos pajarracos enormes volar a nuestra altura. Lamento no ser más explícita en cuanto a la especie de ave, pero el experto del grupo (AKA Mr. X) no consiguió identificarla. 

                                                                   



                                        


De ahí fuimos al campo de refugiados tibetanos de Tashi Ling. Hay un recinto en el que se explica la historia del éxodo tibetano tras la invasión china y la labor del Dalai Lama como líder espiritual del país que le vio nacer. Otro edificio aloja un centro de artesanos y pudimos ver un grupo de mujeres fabricando alfombras decorativas. Me hubiese quedado horas observando cómo trabajaban. Es hipnotizante ver la actividad de unas manos acostumbradas, a través de años de práctica, a ejercer movimientos que se escapan a tu ojo. Había tres mujeres mayores, de más de ochenta años, ensimismadas en lo que tejían, cardaban o hilaban, sonriendo mientras nos saludaban, sin demasiado interés en nuestra presencia, pero con una cortesía y encanto irrebatibles. Pieles morenas, ajadas por el clima y la edad, y unos ojos pícaros y sabios, que, por lo que aprendí en la visita, habrán visto horrores que no puedo imaginar. 

Nuestra tercera parada fue Davis Falls o Devi’s Falls. Lo escriben de diferentes formas. Yo oigo cataratas y ya viajo mentalmente a Iguazú, y claro, no es lo mismo (para nada), pero tienen su punto. Lo malo es que todo el lugar está hasta arriba de vallas para evitar accidentes... tantas, que restan visibilidad y la cosa es un poco raruna. Como raruno es el origen de su nombre, porque todo viene de una turista suiza que se ahogó allí en los sesenta (Mrs. Davis) y su padre solicitó que el lugar llevase su apelativo. Como en nepalí hay nombres parecidos (Dev y Davi) acabaron bautizando el sitio como Devi’s Falls.

De ahí fuimos a una cueva, Gupteswar Cave. Se accede por una escalera espiral que te lleva hasta una obertura en la roca, y allí me planté y dije que no entraba. Hacía un calor y una humedad de mil demonios, oía un grupo de gente recitar una oración repetitiva que me perforaba el cerebro y adolezco de cierto grado de claustrofobia, así que cuando vi lo estrecho que era eso, el mogollón de gente que entraba, la ropa enganchada al cuerpo como una segunda piel… nooo way. No sé por qué extraña razón, el momento me hace pensar en Indiana Jones y el templo maldito, cuando el sacerdote chungo le arranca el corazón al pobre desgraciado que tiene delante (será la mezcla de calor, cueva y cánticos reiterativos). Deshice al camino y me senté al lado de los que cantaban en una zona en que circulaba el aire. Al fresco, me ensimismé con la salmodia, que me acabó entusiasmando, y esperé tranquilamente a que mis compis volviesen. Por lo que dijeron, no me perdí gran cosa.

De la cueva, a la garganta de Seti. El nombre lo mola todo. Lo curioso de las cataratas, la cueva, o la garganta, es que son lugares a los que se accede desde la calle. Atraviesas la puerta de turno, y ahí en medio te encuentras la sorpresa. Seti es el río que atraviesa la zona, y la garganta, un montonazo de agua circulando a toda velocidad que puedes observar desde un puente construido para tal cosa. Es un lugar pequeño, pero resultón.

La última parada antes de comer fue la que más me impresionó, el puente colgante del río Bhalam. Enorme, altísimo, sensacional. A Eu le daba un poco de yuyu aventurarse a cruzarlo, pero a mí me flipó, aunque no pude evitar acordarme de mi amigo Indi cuando le cortan el puente… Aparte de la claustrofobia moderada, también tengo un puntito de vértigo, pero consigo relativizarlo muchas veces, y esta fue una de ellas, con no mirar a mis pies, solucionado (porque a través de la estructura de hierro se ve perfectamente el suelo que queda muyyyy, muy lejos). 

                                                                     


Tras tanta visita necesitábamos cargar pilas, así que comimos cerca del puente, en un garito que conocía Shali (lo bueno de ir con gente de lugar es que te lleva a sitios que no te llaman la atención para nada y en los que luego descubres una comida estupenda a muy buen precio). Antes de llegar Shali tenía hambre y compró en un puesto ambulante pasta tipo noodles de esa que va empaquetada en plan ensortijado para hacerte una sopita. Abrió el paquete y empezó a comerlo tal cual. Eu y yo le gritamos al unísono que qué narices hacía, que eso era para sopa, y él nos dijo que también se come así. Y sí, está riquísimo y todo el mundo lo hace. También lo trituran y lo mezclan con frutos secos y mejunje picante, y todavía está mejor. Qué cosas.

Por la tarde tuvimos dos planes tranquilos. El primero, visitar el templo Bindebasini. Como tantos otros sitios en Pokhara, está localizado en un promontorio que ofrece buenas vistas a los Annapurnas, pero mientras Shali y Xavi se deleitaban con el panorama, Eu y yo nos dedicamos a hacernos la puñeta para conseguir la mejor foto del lugar. Me sentí inspirada por una fila de velas y en cerocoma Eu estaba copiándome la foto. No sé a quién le habrá quedado mejor, pero gano yo porque la idea fue mía, ea.

                                                                      


El segundo plan fue dar un paseo en barca por el lago. Shali descansó un rato de nosotros y nuestras estupideces yendo al hotel, y Mr. X, Eu y yo nos dejamos llevar por el barquero que nos llevó de un lado al otro del lago. Lo cierto es que fue de lo más relajante. Entre el cansancio acumulado y el runrún somnífero de los remos, de haber tenido asientos más cómodos nos hubiéramos quedado dormidos. 
                 
                               


En el centro del lago hay una islita con otro templo y el barquero nos llevó a verlo. Creo que los tres hubiésemos preferido dar una cabezadita en la barca, pero aceptamos la invitación de bajar de nuestro bote por cortesía y yo me lancé en busca de otra foto que estampar en los morros a Eu (y lo conseguí, muahahaha). 

                                        


A la vuelta a Katmandú nos esperaba otro plan largamente ansiado, un vuelo panorámico para observar una montaña a la que le teníamos muchas ganas. Para volver a la big city podíamos repetir la odisea de siete horas en autocar  o coger un avión. Nos decantamos por el avión. ¿He dicho alguna vez que odio volar? Pues si el aeropuerto en cuestión parece algo así como una estación de autobuses de tercera, mi nivel de canguelo sube hasta la estratosfera. Pero está claro que sobrevivimos. 

Nos quedaban dos días más en Katmandú antes de volver a casa para poder acabar de conocer los alrededores de la ciudad y ver, por fin, el Everest.









lunes, 9 de diciembre de 2019

Poon Hill o cómo flipar de lo lindo viendo ochomiles



En teoría Shali nos había recomendado ponernos a caminar hacia Poon Hill (3210 m) sobre las cinco menos cuarto de la mañana, pero viendo lo averiada que estaban mis extremidades inferiores, nos dijo que mejor lo adelantásemos un cuarto de hora, así que a las cuatro y media Eu, Pardip, Mr. X y yo emprendimos la subida a Poon Hill. En una hora había que salvar los más de trescientos metros de desnivel que nos separaban de la cima por un tramo de… ¿lo adivinas?... sí, escaleras, of course

Si yo pensaba que el día anterior había sido duro, me equivocaba. La subida a Poon Hill fue heavy-metal. Mis agujetas a esta altura de la película ya eran de siete sobre diez en la escala de mecagoenlaputaquédolor de Mo. Avanzaba robóticamente y a un ritmo lento, tanto por el desnivel como porque todos los excursionistas alojados en Ghorepani íbamos a lo mismo. Llevábamos frontal para alumbrar el camino y el silencio de la romería sólo se rompía por el roce del calzado al subir y los jadeos de los sufridos caminantes. Tuvimos que aflojar varias veces el ritmo porque a mí se me salía el corazón por la boca y Eu, que las pasa canutas con el asma, sentía que le faltaba el aire.

Una hora después, la cima.

Y vale la pena. Joder si vale la pena (ya me perdonaréis la dosis extra de exabruptos, pero es que el paisaje era lo puto más).

                                                     


Mientras recuperábamos el aliento Pardip nos fue a buscar unas tazas de té que nos supieron a gloria bendita y nos calentaron las manos mientras los primeros rayos de sol empezaban a iluminar los gigantescos Annapurnas. Una se siente privilegiada de poder estar delante de una maravilla así. Montañas legendarias, surgidas de las tripas del planeta hace millones de años y cubiertas de nieves perpetuas. Soberbias, imponentes, magníficas. 

                                                                       

                                                             Miss Annapurna South


Pasamos cerca de una hora disfrutando del espectáculo. Lo miraba todo como si las retinas de mis ojos fuesen capaces de tomar fotografías y grabarlas a fuego en mi cerebro para siempre jamás. Queriendo no olvidar nunca lo que una vez vieron. 

Era el momento de cumplir la promesa que le hice a Remorada, que me confió a su pequeñín para que pudiese viajar a su patria querida. Sacamos al Yeti de su lego-cajita y empezamos la sesión de fotos. Lo malo fue que, aparte de caer de todos los soportes que se me ocurrieron, las montañas a su lado no lucían por la perspectiva, y si no te juran que es el Himalaya, bien pudiera ser Andorra La Vella. Decidimos intentarlo de nuevo más adelante, para que se pudiese apreciar bien el fantástico paisaje. 

                                                                     


Tras la subida, a bajar otra vez, con el aliciente de tomar un más que merecido desayuno en el albergue, y coger fuerzas para el resto de la jornada. 

                                                 


Mientras comíamos pan nepalí con mantequilla y mermelada, me dio la bajona. Me dolían las piernas y dudaba de mi capacidad de seguir el ritmo de la ruta. Por suerte pude dormir diez minutos mientras Mr. X preparaba la mochila, y me desperté renovada y con ganas de, por lo menos, intentarlo. Así que vuelta a subir hasta el paso de Deurali, a 3132 m. Aquí sí pudimos sacar una foto chula del Yeti y enviársela a Remorada

                                           


Volvimos a bajar por una zona boscosa muy húmeda por la presencia de múltiples arroyos, y empecé a notar que algo no iba bien para el meñique de mi pie derecho. Paramos para tomar fotos a cientos de montículos de piedras erigidos en el margen del río, y aproveché para examinar mi dedito. Aparentemente no le pasaba nada y Shali me dio un masaje estupendo. Mr. X hizo un pequeño vendaje, pero me lo quité al llegar al hospedaje donde comimos, porque aún me dolía más. Recorté la uña y cedió bastante el dolor, pero por la noche descubriría que tenía un sospechoso tono azulado que no presagiaba nada bueno. Efectivamente, ahora mismo tengo la uña ideal si quiero pintarme sus compañeras de color berenjena, y en breve tendré que despedirme de ella, porque la pobre falleció en acto de servicio. 

Los descansos durante el viaje los disfruté intensamente. No hay nada mejor que llegar agotado a un alojamiento, desplomarse en el primer sitio que tu culo encuentra, y tomar un ginger lemon honey mientras miras las montañas. Nunca me ha sentado tan bien un receso en el camino. 

                                                      


Esa jornada fue la que más caminamos, veinte kilómetros parriba y pabajo. Nuestro objetivo era Tadapani, pero la estaban liando parda con las fiestas, y en el siguiente pueblo había un albergue más tranquilo, así que alargamos hasta allí. Llegamos a Chuile de noche, Shali y Xavi me animaban entre risas viendo que las piernas apenas me sostenían y parecían estar hechas de blandiblup. Se ofrecieron a llevarme en volandas, pero me negué en redondo, luego hubiesen dicho que hice media ruta a coscoletas. No señor, quería lograrlo yo sola. Y lo conseguí. Nada más llegar, ducha, ibuprofeno, y a dormir. 

El amanecer en Chuile fue espectacular. Nuestro biorritmo se había sincronizado con el ciclo solar y nos despertábamos al salir el sol, por muy agotados que nos acostásemos la noche anterior. 

                                          

                                                                    Macchapucchre

Las agujetas aún eran un poco más intensas, pero ahora ya sabía que si me ponía en movimiento, mi cuerpo respondería, así que nos pusimos en marcha. Es una de las cosas que me llevo de Nepal, saber que aunque tengo las rodillas como las tengo, son mucho más resistentes de lo que pensaba. Que puedo llegar más lejos y además, disfrutar (ibuprofeno mediante, ejem). 

Nuestra cuarta jornada de ruta fue más liviana que las dos anteriores, pero como seguía en modo robótico, lo mío me costó llegar a Ghandruk. Fue un trayecto bucólico, lleno de pueblecitos preciosos y animales con collares de caléndulas por las celebraciones.

Eu y yo desarrollamos la siguiente imbecilidad: el concurso de fotos. Nos flipamos con la posibilidad de vender alguna de nuestras obras de arte a un banco de fotografías y empezamos una competición absurda en la que el aliciente era boicotear el trabajo de la otra, o directamente, plagiarlo, como cuando vi una cabrita monísima, le hice una fotaza, y Eu se picó y se tiró al suelo para conseguir un mejor ángulo mientras se descojonaba de la risa y yo le hacía un vídeo que dejar para la posteridad como muestra de nuestras capulladas. 



             Tras este kukur estábamos Eu y yo empujándonos a codazos para obtener la exclusiva


Y mientras íbamos haciendo el chorra, Shali y Pardip cantaban el Resham firiri. Que se me ha metido hasta el tuétano de los huesos y me paso día sí, día también, tarareándola. Es una canción típica nepalí con una melodía muy, pero que muy pegadiza. Hasta P se la sabe ya.

Llegamos a Ghandruk a la hora de comer. El lodge era fantástico, en lo alto del pueblo, con vistas de ensueño, y pasamos la tarde descansando sin movernos del alojamiento (por ganas de hacer un poco el vago, y porque estaba en el punto álgido de agujetas, esa noche me desperté de dolor varias veces al tratar de cambiar de postura dentro del saco de dormir). La gente debía pensar que lo mío era grave, porque para salvar un solo escalón tenía que cogerme con las manos (¡las dos manos!) al poste, pared o asiento que tuviese más cerca. Un cuadro. 

                                                               


A la mañana siguiente Shali me señaló a dónde nos dirigíamos. Desde lo alto de nuestro pueblo teníamos que bajar todo un valle al nivel del río que quedaba al fondo-fondísimo y subir hasta la población que nos quedaba en frente al otro lado del valle. Pero eh, miedo ninguno. ¡Paciencia, palos, y disfrutar de los escalones! Porque en el fondo, que tu única preocupación sea llegar al otro lado del valle es un lujo. Fuera móviles, ordenadores, distracciones, responsabilidades y preocupaciones. Simple y llanamente disfrutar del viaje, las vistas y la compañía. El desnivel era potente, pero en este quinto día empecé a acostumbrar mi cuerpo y mi mente a las exigencias del camino. 

                                           


Llegamos a Tolka después de comer, nos lavamos, reposamos un par de horas y cenamos en el comedor comunitario. La comida en toda la ruta fue excelente, y con más variedad de la que esperaba. La bebida es más cara cuanto más alto subes, pero preferimos pagar unas rupias extras que usar las pastillas potabilizadoras. 

El último día de ruta nos llevó de Tolka a Dhampus. Fue el más fácil con diferencia, sin grandes desniveles ni escalones. Llegamos a destino poco después de comer, y la idea era dormir allí, pero nos apetecía volver a Pokhara, así que Shali flexibilizó el plan (si es que es un crack este hombre), y encontró un vehículo para volver a la ciudad del lago.

Llegar al final del trekking me causó una mezcla de sentimientos. Felicidad y orgullo por haber sido capaz de lograrlo, y nostalgia por poner fin a una experiencia que me había aportado muchísimo más de lo que esperaba. Es más, me sentía capaz de caminar noventa kilómetros más.

Bueno, quizás eso es pasarse de optimista.

                                               





martes, 3 de diciembre de 2019

Let the trekking begin


Para ir a Pokhara teníamos dos opciones, autocar o avión. La distancia entre Katmandú y Pokhara no es muy grande, unos doscientos kilómetros, pero el estado de las carreteras no permite emular a Fittipaldi, así que se tardan más de siete horas en autocar. El avión es mucho más rápido, pero también más caro. Nos decidimos por el autocar para, como decía Shali, vivir la experiencia. 

Tardamos un buen rato el alejarnos de la ciudad, tanto por el tráfico, como por las paradas recogiendo y dejando gente (nuestro vehículo era para turistas, pero aún así también subió algún autóctono). Me gustó cambiar progresivamente el paisaje de caos urbano por el del campo, cada vez más y más verde (aunque en los márgenes de la carretera se acumulaba el polvo en la vegetación y el efecto era extrañamente apocalíptico y tardó varias horas en desaparecer). A medio camino, los campos cultivados y los pequeños y pintorescos pueblos pasaron a dominar el paisaje, y por fin, pudimos entrever la cordillera del Himalaya a lo lejos.

Compartir tu vida con alguien hace que llegues a mimetizar algunos gustos. Yo creo que Mr. X ha ampliado sus horizontes musicales gracias a mí (cuando nos conocimos escuchaba Queen y Bach en bucle), y quizás también le guste más cocinar, y sepa decirme el nombre de uno o dos directores de cine. Por mi parte, desde luego disto mucho de ser la persona atlética y deportiva que es mi maromo, pero algo de su amor por la naturaleza y las montañas ha acabado calándome (y eso que hace años, cuando lo veía pasarse horas mirando fotografías de montes me parecía de lo más extravagante –por no decir friki-). Algo se me ha contagiado, sí, porque al atisbar los primeros Annapurnas noté unas lágrimas furtivas que se me acumulaban en los ojos.

Paramos a comer a la vera de un río (no sé cuál, porque Nepal está plagado de los mismos), en una terracita al sol, y agradecí haber eludido el avión para poder empaparme del paisaje que nos rodeaba y hacer fotos a montones de mariposas. Por cierto, aquí la menda tiene un don para que esos insectos se posen en mi mano, lo descubrí en Iguazú y desde entonces siempre trato de retenerlas unos segundos para disfrutar de su belleza.

                                               


A primera hora de la tarde llegamos a Pokhara. Nos alojamos en un hotel precioso, justo al lado de la orilla del lago Phewa. Si Katmandú apenas te da un respiro con su continua actividad y el batiburrillo de gentes, animales y vehículos que la pueblan, Pokhara es una localidad para disfrutar con tranquilidad, pasear a la vera del impresionante lago que la preside, respirar hondo y deleitarse con las vistas privilegiadas de las montañas. 
                                                           
                               


Dedicamos la tarde a conocer las inmediaciones del lago, caminando sin prisa por la calle principal, mientras conversábamos con Shali. El pobre chico ha tenido una paciencia tremenda con nosotros, porque Eu y yo somos algo así como el vinagre y el bicarbonato, una combinación efervescente, y cada vez que pasamos tiempo juntas nos comportamos como las adolescentes pavas que fuimos, y cuya esencia, a la vista de los acontecimientos, no hemos dejado atrás. De hecho, dudo que nunca se nos pase la imbecilidad que arrastramos. Y que dure.




Entre otras absurdidades, nos ocurría que no nos salía el nombre de Shali. En realidad se llama Shaligram, pero acabamos acortando su nombre porque llegamos a llamarlo Siddhartha, Surinam, Shangri-La, Sagarmatha, Simba, Salvador, Samarkanda, y cuando no salía ninguno, Noi. Lo dicho, paciencia de santo.

A la mañana siguiente se unió a nuestro grupo Pardip, el porteador. Para mí era una necesidad que alguien nos ayudase con el peso de las mochilas. Parte del equipaje se quedó en el hotel de Pokhara, y por otro lado llenamos una mochila con lo que pesaba más para que la llevase Pardip (cada uno llevaba una pequeña bolsa con lo más imprescindible).

¿Qué equipamiento se necesita para un trekking? La dificultad teórica de nuestra ruta era baja (ya matizaremos eso), y la altitud máxima alcanzada, 3210 metros. No hace falta mucha cosa en realidad: pantalones de montaña, camisetas de manga corta-larga transpirables, polar o similar, calcetines cómodos, un anorak o plumas para cuando aprieta el frío, guantes, toalla, saco de dormir -no imprescindible, porque en los albergues te ofrecen mantas, pero recomendable-, buen calzado (unas zapatillas cómodas son suficiente, no hace falta botas) y sobre todas las cosas, ¡bastones! Sin ellos, no habría podido completar la ruta ni de coña. Y otra cosita que no llevé y eché de menos: unas chanclas. En muchos de los sitios donde dormimos, la ducha era comunitaria y sin lugar para dejar las cosas mientras te quitabas la roña del camino, así que entrar y salir con chanclas nos hubiese facilitado la existencia. De nada.

A las ocho de la mañana nuestro equipo de cuatro iba camino de Nayapul en el vehículo que Shali puso a nuestra disposición para trotar cual cabras locas por las accidentadas carreteras nepalíes.

Nayapul estaba de fiesta, preparándose para las celebraciones locales. Sellamos nuestra entrada a la reserva de los Annapurnas y comenzamos a caminar. Debo decir que en esas primeras horas me vine arriba porque la caminata me pareció más que asequible. Y me sorprendió muchísimo el paisaje. Había imaginado un terreno yermo, frío, rocoso, y estábamos en medio de una selva casi tropical, de vegetación exuberante y plantas y flores por doquier con temperaturas primaverales.

 


Como estábamos en período festivo, los niños no iban a la escuela y los veíamos jugar por todas partes y columpiarse en las construcciones que les fabrican para ello. También se acercaban para pedir dinero o chocolate. Por suerte íbamos cargados de caramelos y fue lo que repartimos a diestro y siniestro.

                                                       


Comimos en uno de los múltiples lugares que te encuentras por el camino y avisté las primeras de las muchas escaleras que íbamos a pisar en los días venideros.

“Pero Shali, estas no son las chungas, ¿no?”

“¡Claaaaaro que no!”

Olé ahí, dando ánimos. Para llegar a nuestro destino, subimos escaleras, y esa fue la tónica en todo el trekking, aunque en algunos hubiesen más (al día siguiente) o menos y alternadas con trozos de camino por el bosque. Así que más vale ir mentalizado.

A primera hora de la tarde llegamos a nuestra primera parada: Tikhedhunga. La teahouse que nos serviría de albergue estaba oculta en mitad del bosque, al lado de un río, y pasamos por un puente colgante para llegar hasta ella. Nuestra habitación era modesta, pero estaba tan cansada que me pareció de cinco estrellas. Salvo la ducha. En teoría teníamos agua caliente en todos los albergues, pero descubrí que no era así cuando ya estaba en pelota picada bajo el chorrito gélido que nunca se calentaba. Y no me veía con ánimos para vestirme e ir a la ducha comunitaria, así que me duché con agua fría. En el fondo es muy vigorizante (ejem).




                                                                   
Cenamos poco después del anochecer. La carta es clónica en todas las teahouses: dal bhat, variedad de arroces y pastas más o menos picantes y MO:MOs. Ni idea de por qué lo escriben así. Vienen a ser como las gyozas japonesas y me nutrí de ellos durante casi toda la ruta, me flipan. Para beber: ginger lemon honey, que me gustaba más que el masala tea porque la leche no me va.

Durante la cena nos acompañó un murciélago juerguista que iba de una viga a un poste y viceversa compulsivamente, y nos pasamos el rato haciéndole vídeos, porque el bicharraco era King Size y daba gusto verlo volar. También aprovechamos para hacer un skype y descubrí que P tenía un berrinche del quince por haber perdido su peluche adorado en una excursión del cole. Ese fue el momento en que peor llevé los casi 10.000 km que nos separaban. La próxima vez (si la hay), me lo llevo. Nepal es un país seguro, tranquilo e ideal para disfrutar en familia. Nos cruzamos con muchas familias con niños haciendo el mismo trekking que nosotros, y estoy segura de que P disfrutaría de la aventura.

Según mi mapa mental, el día siguiente era el más duro. Saliendo de Tikhedhunga hay un tramo de escaleras sin pausa ninguna de dos horas, más de tres mil escalones. Básicamente el resumen es este:

                                     
                                                   

Al principio me costó pillar el ritmo, y caí en la tentación de ir preguntando a Shali cuanto faltaba cada veinte segundos. Luego te das cuenta de que como no relativices, se te va a hacer muy largo, y casi se trata de entrar en un estado de meditación. Acompasar movimiento y respiración y fuera prisas. Cuando lo conseguí logré disfrutar hasta del esfuerzo. Eso cuando no echaba un ojo a la tipa de delante, una mujer enorme que las estaba pasando canutas y cuyo cuerpo bamboleante parecía que se me iba a caer encima entre resuello y resuello.

Aún así, tenía que parar cada quince minutos aproximadamente. Como había vaticinado Shali, Pardip siempre iba por delante de nosotros, y cuando llevaba mucha ventaja nos esperaba en algún recodo. Al alcanzarlo me ofrecía pani (agua) y así empezaron las clases de nepalí. Cuando me veía que había recuperado el aliento me decía: Jam jam? (que suena algo así como tzam tzam), o lo que es lo mismo, "¿vamos?". Y si yo decía que vale, seguía con un bistare, bistare (poco a poco). Quince minutos más, pani, recuperar el aliento y jam jam, bistare, bistare.

Dos horas más tarde llegamos a Ulleri y entré en modo subidón-subidón. Paramos a tomar algo y me sentía pletórica. Había pasado la fase más chunga.

Ja.

                                                       


El resto de ese día subimos y subimos… y subimos (1400 metros de desnivel, en total). A veces escalones, otras veces a través de maravillosos bosques de rododendros. Para mí fue físicamente duro, aunque pudiendo descansar es bastante soportable. De todos modos, no está tirado si no tienes un mínimo de fondo. Y como yo no lo tenía lo pagué con unas pedazo de agujetas que me hacían ver las estrellas ya llegando a Ghorepani. Eso sí, las vistas… qué vistas.

                       

Vinagre y Bicarbonato


Nos alojamos en unas cabañas con el nombre de montañeros ilustres (el de al lado era el de Killian Jornet), y aunque sí había agua caliente, la calefacción es un lujo no contemplado y por la noche la temperatura tuvo que rondar los diez grados, siendo generosos.

Por suerte pudimos entrar en calor en el comedor, donde había muchos grupos de excursionistas que al día siguiente harían el pico de Poon Hill, como nosotros, para ver el amanecer en el Himalaya. Comimos rodeados de un ambiente festivo. Los guías, tras ordenar y traer nuestra comida, se pusieron a beber raksi (nepalí wine, decían ellos, un brebaje tipo saque que tumbaba de lo lindo), jugar a cartas, y bailar a ritmo bollywoodiense mientras nosotros nos calentábamos en la estufa central.

A las cuatro y media de la madrugada del día siguiente teníamos que subir a Poon Hill, así que nos retiramos a nuestras habitaciones a una hora prudente (aunque yo tardé lo mío en llegar porque iba a ritmo las-muñecas-de-Famosa-se-dirigen-al-portal… qué agujetas, madre del amor hermoso). Me quedé dormida antes de tocar la almohada, y menos mal, porque me esperaba otra jornada intensita.