Cuando Mr. X me propuso acompañarlo en su viaje a Argentina, mi primera intención fue negarme. Por varios motivos. El principal, la enfermedad de mi padre. El segundo, que no me veía capaz de dejar a Peque semana y media en casa y largarme a más de diez mil kilómetros de distancia. El tercero, mi pseudo-fobia al avión (pseudo porque me pongo mala anticipando el momento de subirme al cacharro, pero una vez dentro mantengo la calma). El cuarto y último, mi profunda ignorancia, porque Argentina nunca me había llamado la atención, y a partir de ahora no podré pronunciar el nombre de este país sin que una constelación de recuerdos e imágenes maravillosas me vengan a la mente.
Una vez aceptado el reto, decidí mentalizar con tiempo a Peque para venderle lo chulo que iba a ser quedarse con sus tíos y
convencerme convencerle de que en nada íbamos a estar de vuelta. Por supuesto, tuve que prometerle un regalito del viaje, que tenía que ser, en palabras del sobornado, un avión de juguete. Me despedí de mi churumbel con un nudo en el estómago, pero tratando de no mostrar toda mi angustia para que él no se quedase tan triste como yo (y parece que lo conseguí).
Next step: trece horas de avión sobrevolando el Atlántico. Mucho o no tanto según se mire (peor hubiese sido viajar a Melbourne). Para mí, una jodida eternidad en la que da tiempo de pensar que eres un ser minúsculo metido en una caja de aluminio y suspendido a diez kilómetros de distancia de la superficie de un océano muy, pero que muy profundo. Menos mal que no tienen la mala leche de programar
Naúfrago durante la travesía. Mi amiga V, acostumbrada a coger vuelos largos, me recomendó que llevase a cabo durante el trayecto una rutina de belleza. Una frivolidad como otra cualquiera para no pensar (y con la ventaja de dejar la piel preparada para la deshidratante atmósfera de la aeronave). Me tragué
el vídeo que me recomendó, me hice con unas cremitas asequibles en el Duty Free, y realicé la rutina de belleza, cosa que me llevó unos diez minutos. Sólo me quedaban doce horas y cincuenta minutos de vuelo. Por fortuna, para los que nos cuesta un huevo conciliar el sueño a altitudes troposféricas, existe la opción del cine. Y dado que no es común en la vida de cualquier madre de un niño pequeño disfrutar del placer de una buena peli en silencio y sin interrupciones (en este caso las azafatas no cuentan), me tragué no una sino tres cintas:
Wild,
Sinsajo y
Perdida. Las tres son entretenidas, pero la mejor, sin duda, Perdida. Papelazo de los gordos el de Rosamund Pike.
Entre una cosa y otra, amanecimos en el Aeropuerto Internacional Ezeiza. Esos primeros momentos en los que sales al exterior y captas olores y sonidos tan distintos -y parecidos- a los que conoces, es brutal. Llegamos a Buenos Aires en taxi, y la periferia nos dejó un tanto indiferentes (quizás por el parecido a tantos otros suburbios), pero a medida que nos adentrábamos en la urbe y el taxista nos ponía al día de los principales conceptos que todo recién llegado a Argentina debe conocer, el encanto de las avenidas y calles que oteábamos empezó a calarme. Debo puntualizar que Mr. X no es muy fan de las ciudades, a él ponle ración y media de naturaleza, pero yo sí me dejo hechizar por el glamour de cualquier metrópoli.
Nuestro hotel estaba muy bien situado, y eso me permitió turistear por las zonas aledañas, aunque en realidad, al ser una ciudad tan enorme, me quedó por conocer el noventa y cinco por ciento de la superficie. Nuestros anfitriones, la familia que había invitado a Mr. X a dar unas charlas de lo suyo, fue absolutamente encantadora. Natural y espontánea desde el minuto uno, acogedora y del todo desternillante en sus rifirrafes materno-filiales (vamos, que estábamos como en casa). Dado que Mr. X tenía tres días de curro por delante, tuve que conocer la city yo solita, y me aconsejaron no circular por el barrio que quedaba a la derecha del hotel, pero sí por el de la izquierda (Recoleta). Aún así, nuestra primera tarde en tierras porteñas sí que pudimos dar un paseo juntos, y por desconocer la norma deambulamos un poco por terreno no recomendado acabando nuestra ruta en el
Café Tortoni. Mr. X y yo coincidimos en que esas calles podrían haber sido las de nuestra ciudad perfectamente, el ambiente era muy familiar. El café es precioso, y me hizo gracia descubrir que sus vidrieras fueron diseñadas por un paisano, Antoni Estruch.
Mi primer objetivo en solitario fue
el cementerio de la Recoleta. Planazo, ¿eh? Vale, no suena divino, pero... ¡es divino! Qué preciosidad. Una auténtica barriada para muertos. Espectacular de bonito. Aunque llegué tan temprano (jugadas del jet lag), que al principio me acojoné un poco caminando yo sola por ahí. Recordé que en New Orleans te recomiendan que vayas a los cementerios en visitas guiadas -allí también son una atracción turística- porque la seguridad no es uno de sus fuertes, y por unos minutos anduve mirando por encima de mi hombro en cada esquina. A la que varios grupos de escolares inundaron el lugar con sus risas me relajé y pude disfrutar de la visita. No me sacaba de la cabeza la
canción de Mecano "y los muertos aquí lo pasamos muy bien, entre flores, de colores, y los viernes y tal si en la fosa no hay plan, nos vestimos, y salimos".Uno de los reclamos del cementerio es la tumba de Evita. Me costó perderme tres veces antes de dar con ella, pero lo conseguí.
Desde el cementerio fui caminando hasta un sitio que mi cuñada me había recomendado, la librería
El Ateneo. Su principal característica es que está situada en lo que fue el teatro Gran Splendid, y mola mil que en el escenario haya un café y que te puedas sentar en un palco tranquilamente a leer uno de los libros que hayas seleccionado.
En mi segundo recorrido por la ciudad, decidí visitar
el teatro Colón. Lástima no haber tenido tiempo de ver una función, pero la visita guiada me pareció completísima y llena de esas anécdotas que te pierdes cuando no tienes un cicerone. Me flipó el suelo de mosaico, la luminosidad rosada de los mármoles del vestíbulo, los vitrales y una escultura llamada "El secreto" que representa a Cupido y su madre –Venus-. Será que en la distancia no dejaba de pensar en mi niño.
Al salir del Colón callejeé por la Avenida Corrientes, Córdoba, Santa Fe... que dicho así parecerá peccata minuta, pero cuando cada rincón te parece pintoresco y digno de ser escudriñado, y además te plantas en calles interminables en comparación con las callejuelas de los barrios que yo suelo frecuentar en mi hogar, la hazaña cobra otras dimensiones. Comí tranquilamente en un café recogido a la sombra de unos árboles y volví a mi hotel sin prisa alguna.
El tercer día me solidaricé con Mr. X y lo acompañé a las charlas. En el fondo me apetecía mucho. No deja de ser una oportunidad para conocer otros colegas de profesión y aprender alguna cosa de paso. Además, uno de los asistentes tuvo la cortesía de regalarme un bolso y otras manualidades confeccionadas por indígenas wichis de la provincia de Formosa (elementos que ya han sido requisados por las hijas de Mr. X).
Aparte de ver cosas bonitas hubo oportunidades varias de catar la gastronomía argentina. Debo decir que sí, que su carne tiene la fama que merece. Y eso que soy una confesa carnívora con remordimientos. Hasta probé cosas tan raras -para nosotros- como timo (molleja) y diafragma (entraña). Y estaba rebueno, que dirían allí. Todo ello acompañado de unos vinos de lujo. Me hice fan del Malbec. Otra ronda por favor.
En el apartado de curiosidades, admito que fui incapaz de no incurrir en el consabido error de decir “coger” a todas horas en vez de “agarrar”, aunque al final me sonaba mal hasta a mí y acabé agarrándolo todo.
Y así pasó la primera fase de nuestro viaje.
Próxima parada: Iguazú.