jueves, 21 de mayo de 2015

Otra primavera


Este año celebré mi cumpleaños metiéndome en un avión de camino a Argentina. Aunque el objetivo era maravilloso, festejar un aniversario dentro de una lata de aluminio voladora no es mi idea de diversión precisamente. Entre los preparativos y asumir la separación de Peque no hubo tiempo para nada y creo que por primera vez en mi vida no he soplado velitas ni comido pastel en "mi día" (Mr. X, toma nota y hazme un algo, anda).

Así que ahora, casi un mes después de la fecha, me da por pensar en ello. Por pensar en que es mi primer natalicio sin mis dos padres. Por pensar en que cada vez estoy más cerca de los cuarenta y de que el tiempo pasa inexorablemente. Por pensar en lo vivido y en lo que queda por delante.

Es inevitable sentir cierta nostalgia, hacer repaso de todos los cumples celebrados en buena compañía, de lo que significa para cada uno ir quemando etapas... Será que al final me he convertido en una optimista recalcitrante o será que prefiero ver el vaso medio lleno, pero lo cierto es que la nostalgia me sirve de trampolín para bucear en el mar de mis recuerdos deleitándome con cada detalle y sintiéndome afortunada por verme rodeada de tanto amor.

Vaciando la casa de papá di con varios documentos de mi madre, entre ellos, el informe que le dieron en el hospital cuando nací. Gracias a ellos sé que nací ocho días después de la fecha prevista de parto -que era el once de abril- a las 9,24 de la mañana en un parto eutócico y con presentación cefálica, que pesé 2,6 kg, y que mi madre fue anestesiada con pentotal los últimos minutos del parto. También sé, por un cuaderno que guardaba, que sonreí por primera vez el 26 de mayo de 1977 y que al mes de haber nacido pesaba tres kilitos. Simples datos. Pero para mí son un mundo.

Ahora que tengo un hijo entiendo, como nunca antes pude, lo que sintió mi madre en esos días. La alegría, las dudas, los temores. La embriagadora felicidad al contemplar el rostro de su bebé.

Curiosamente, mientras pienso en mi aniversario, me alejo un poco del "yo" que debería caracterizar a un día así y me centro con fruición en lo que sintió mamá. Cumplir años me acerca a ella. Y acabo pensando que con el tiempo se celebran muchas cosas. Los años que cumplo, por supuesto. Pero también, y con un gozo indescriptible, la madre y el padre que tuve.



También encontré un dibujo. Y con él, sin palabras, mamá me lo dice todo.





                                            Mo, en algún momento de 1981








lunes, 18 de mayo de 2015

En boca cerrada no entran moscas


Creo que podría titular cada una de mis entradas con un refrán (herencia de mi abuela), pero en esta ocasión me viene al pelo.

Mis padres nunca fueron de eufemismos. Ni de secretismos. Ergo en casa se hablaba de todo y por su nombre, costumbre que he heredado.

Un día en que Peque no paraba de provocarse eructos y yo ya estaba de la serenata hasta el gorro, no se me ocurrió otra cosa que decirle que si no dejaba de soltar gases iba a empezar yo a provocarme pedos vaginales. Hala, con un par (de ovarios). Tras poner ojos como platos Peque me preguntó si eso era un farol y le expliqué que no, que la menda tenía esa inusual capacidad (aunque me ahorré la demo). Ahí quedó la cosa.

Tres semanas más tarde vinieron unos amigos de mis cuñados a comer a la casa de veraneo de la familia de Mr. X. Después del festín los mayores nos disgregamos para hacer la siesta al sol y los niños se pusieron a jugar. Yo estaba cerca de Peque, que iba charlando con sus nuevos amigos cuando de pronto dijo:

-Pues mi mami sabe tirarse pedos con el chichi.

Tierra trágame. Pero trágame hasta el puto centro del planeta para no emerger en una década. Por suerte no habían más adultos cerca y pude interceptar a Peque para instruirle en lo que NO puede decir así como así. Pero el temor a nuevas confidencias con vete tú a saber quién ahí estaba.

Ayer Peque y yo estábamos solos porque Mr. X se había pirado al monte. Después de barajar varias opciones decidí pasar el día en uno de los museos más molones de la ciudad. Está lleno de exposiciones interesantes, actividades para niños y una plaza soleada ideal para hacer un picnic.
Por la mañana vimos la exposición temporal (que versaba sobre el futuro del planeta y que maravilló a Peque con su ascensor galáctico) y antes de comer nos fuimos al planetario. Las maravillas del sistema solar siempre triunfan.

Después de descansar un rato tras la comilona Peque me pidió que fuésemos a la actividad en la que se pueden tocar animales. A mí me daba un poco de pereza, además era una actividad que él ya conocía de haberla hecho con el cole, pero bueno, le hacía ilusión y repetimos.
Mientras que en el planetario Peque había sido más modosito, con bichos se sintió en su salsa y no paraba de colar algún comentario entre las explicaciones del sufrido monitor. Todo iba bien hasta que Peque empezó a decir cosas como:

-Pues mi mami trabajó en un zoo y durmió a una serpiente venenosa.

-Pues mi mami trajo a casa un gatito y lo curó.

-Pues mi mami...

De pronto la frase se me hizo terriblemente familiar y temí que Peque lo soltase otra vez. Me sentí exactamente igual que la madre de Shin Chan cuando su hijo le enseña el elefantito a una adorable anciana. Gotas de sudor empezaron a recorrer mi rostro.
Puse cara de póquer y traté de acercarme a Peque, que se había deslizado hasta la otra punta del grupo, para tener una mano cerca de su boca y sellársela en caso de extrema necesidad. O eso, o fingir un oportuno ataque de tos que camuflase sus palabras. Porque lo veía venir.

Cuando el monitor empezó a hablar de la caca del milpies mi acojone alcanzó cotas máximas. De la caca al pedo hay un paso que Peque sabe dar de sobras, y pensé que iba darme un jamacuco de la taquicardia que llevaba.

Gracias a los todos los dioses de todas las religiones del mundo, Peque obvió la asociación caca-pedo y la actividad acabó. Por fin pude respirar con normalidad y me llevé al niño lo más lejos que pude del resto de la humanidad allí congregada.

Pero el miedo no ha desaparecido. Sé que cualquier día, en el momento más inesperado, Peque lo soltará otra vez. Y yo aprenderé por fin a mantener la boca cerradita.





jueves, 14 de mayo de 2015

Iguazú


Antes de internarme en la segunda (y última) crónica de nuestro viaje, tengo que hacer una pequeña introducción.
Yo, niña urbanita mediterránea de corazón fantasioso, crecí escuchando las aventuras de mi padre en la selva venezolana. Para mí era lo más aproximado a Indiana Jones que he conocido in person (salvo que en vez de arqueólogo, era panadero).
Sumémosle la cinefilia voraz de mi infancia. Una de las pelis que más recuerdo es La selva esmeralda. Niño occidental es secuestrado y criado por una tribu indígena del Mato Grosso. Su fotografía se me grabó en la retina para siempre jamás.
Una cosa y otra (y muchas más, seguramente) alimentaron una fascinación incipiente por la fauna y flora selváticas. De ahí también mis ganas por ser veterinaria de animales exóticos (de sobras sabemos que al final me quedé con el exótico del veterinario).

Sea como sea, la selva me pone.

Entonces, te asomas a la ventanilla del avión apreciando sorprendida que has dejado de ver campos cultivados para otear un infinito manto jade y te das cuenta de que coño, aunque no estés en el Amazonas, eso es una espesa y jodidamente hermosa jungla subtropical.

Y cuando bajas del avión, ves como la roja tierra de la provincia de Misiones contrasta con el profundo y arrebatador verde que te rodea, el calor húmedo empapa tu ropa, el graznido de aves multicolor envuelve tu cabeza y se te caen las bragas de puritito placer. Un preludio de lo más prometedor.

Dentro de Parque de Iguazú hay dos hoteles, uno en la parte argentina y otro en la brasileña (porque Argentina y Brasil comparten esta maravilla de la naturaleza), el resto están en poblaciones cercanas. Mr. X tuvo la clarividencia de, ya puestos, escoger el hotel dentro del parque (muy, muy recomendable).

Al bajar del remís, lo primero que vimos a través de las cristaleras de la recepción del hotel era una densa efervescencia que nos anunciaba lo que estábamos a punto de descubrir. Después, reparamos en el sonido del agua al caer. Y así, cualquiera hacía caso al pobre recepcionista, al que íbamos esquivando con la mirada para fijarnos en lo que había a sus espaldas (aunque intuimos, por su sonrisa condescendiente, que estaba del todo acostumbrado).

Caminamos hacia la habitación embelesados por el espectáculo que nos rodeaba. No nos tragamos las columnas del hall de auténtico milagro.
Llegamos a eso de las cinco a nuestros aposentos. Una verdadera habitación con vistas. Allí sí pudimos gozar de la visión de las cataratas en casi todo su esplendor (casi, porque para captarlas y vivirlas, hay que arrimarse un pelín más). Nos cambiamos de ropa y nos fuimos directos a explorar los alrededores. Una nubecilla de agua estaba siempre cayéndonos encima. Gotas de agua de las cataratas que recorren por el aire los dos kilómetros de distancia que separan las cascadas de la superficie de tu piel.

Empezábamos a adentrarnos en los senderos cuando una familia de coatíes se cruzó en nuestro camino. Mr. X y yo nos sonreímos. Ese fue el primer contacto con una fauna exuberante -y salvaje, que bien te avisan que no se te ocurra dar comida a ningún bicho si tienes aprecio a tus extremidades- que nos idiotizó y obligó a hacer cerca de dos mil fotografías. Coatíes, agutíes, tucanes, colibríes, mariposas, monos capuchinos... Lamentablemente los guardabosques nos obligaron a recular a las seis de la tarde. ¿Motivo? Nada, que hay unos mininos de hábitos nocturnos (yaguaretés -jaguares- y yaguarundís -pumas-), que disfrutan merendando guiris despistados. Me pareció una razón de peso para hacerles caso.
Decidimos disfrutar de las vistas cenando en el bar del hotel y puedo prometer y prometo que estar sentada apaciblemente delante de tamaña maravilla no tiene precio.

Al día siguiente, por fin, fuimos a conocer las cataratas de cerca en la excursión por el lado argentino. La frondosidad de la selva no te permite ver bien las cataratas hasta que estás próximo a ellas. Las intuyes inminentes por el ruido casi ensordecedor del agua, y de pronto, tras unas cuantas palmeras, llegas al primer mirador y... lloras. El agua llama al agua o soy una sentimental de tres pares de cojones, pero espectáculos semejantes me emocionan hasta el infinito. Como la gente soltaba chilliditos entusiastas en vez de sorberse los mocos como yo, disimulé (las salpicaduras cataratiles lo pusieron fácil). 

                                                             


Cada pasarela nos fue acercando a los diferentes saltos. Imposible no extasiarse a cada paso, rollo síndrome de Stendhal versión agreste. Así pasamos la mañana, con cara de gilipollas de tanto "uau" que soltábamos.




Al mediodía nos propusieron una actividad acuática: paseo en barquita hasta meterte en materia (o sea, bajo un chorrazo de agua que lo flipas). Suerte que nos habían avisado de que llevásemos ropa de recambio. Te dan una bolsa de lona impermeabilizada para las cámaras y la ropa seca y una vez instalados en los asientos, te conducen hasta la cascada. Conste que no te meten debajo del todo porque sería una temeridad, pero con lo que se acercan ya puedes percatarte de la infinita potencia del agua al caer cuando se te viene encima una tromba que ni el diluvio universal. Emocionante y divertido (vale, y un tanto peligroso). 

Una vez remojados bajamos los rápidos del río Iguazú y nos reencontramos con la dicharachera guía, que nos llevó, tras un bocadillo para coger fuerzas, al plato fuerte de la tarde: la Garganta del Diablo. No me diréis que no es un nombre de lo más sugerente...
Para llegar allí hay que andar cerca de un kilómetro por unas pasarelas sobre el agua. Lo que más nos llamó la atención por el camino fueron las miles de mariposas de todos los colores que revoloteaban a nuestro alrededor. Colocando el dedo con delicadeza a su lado, la mayoría subían a bordo y te acompañaban parte la ruta (¡llevé a una en mi índice unos veinte minutos!). De este modo, medio a pie, medio andando, llegamos a la garganta. Me temo que mi prosa se queda corta por mucho que intente describir el impacto que me causó contemplar ese panorama. Mr. X dijo más tarde: emocionante, salvaje, impresionante. Es un lugar de poder. Imagino a los antiguos guaraníes rindiendo pleitesía a la madre naturaleza en la Garganta del Diablo. Creo que uno no puede sino doblegarse ante semejante muestra del ímpetu y el vigor de la tierra y el agua. De haber estado sola en vez de rodeada de cientos de turistas y sus dispositivos digitales, me habría arrodillado y permanecido absorta durante horas.

                       


Esa noche cenamos pronto porque al día siguiente tocaba ir a Brasil para la excursión desde ese lado (y ya sabemos que la burrocracia es universal y necesitas una hora para cruzar la frontera). Nos despertamos tan temprano que pudimos disfrutar de un amanecer en Iguazú. Una neblina lo cubría todo. Los únicos ruidos reinantes eran los de los animales que se desperezaban para empezar la jornada. Poco a poco los rayos de sol se filtraron a través de la bruma creando un efecto tornasolado que dotaba a la atmósfera de un aire onírico. Los tucanes hicieron presencia y empezaron a volar de la copa de un árbol a otra comiendo sus frutos. Graznidos, cantos y silbidos exóticos inundaron con sus ecos el espacio que nos acogía. Hasta que la actividad humana no se hizo presente, esa fue la única banda sonora, y me pareció rozar el paraíso terrenal.




Casualidad o no, fue cosa de entrar en Brasil y notar un ambiente festivo de lo más contagioso. Coincidimos con dos o tres grupos de visitantes que pertenecían a una coral y amenizaron la espera en la cola de entrada con un Mais que nada que invitaba a poner las caderas en movimiento.

Aunque -quizás por ser la primera visita- la excursión argentina me impactó más, vale la pena pasarse a Brasil. Ambos lados se complementan y así puedes hacerte una idea mucho más completa de la magnificencia de las cataratas. Además, desde Brasil se ven mejor los vencejos de Iguazú, icónicos del lugar, y que nidifican tras las caídas de agua. 



                                               


También me fijé en las rocas cubiertas de vegetación. En un momento dado se me asemejaron a una especie de monjes en procesión hacia su altar natural. Eso es lo que define mi sensación de Iguazú, que hasta las piedras tienen vida propia.

         


Por la tarde visitamos un parque de aves cercano. Creo que no hay viaje en que Mr. X y yo no hayamos recorrido algún parque, reserva o similar para ver bichos. Ni en vacaciones oye. El centro es precioso, muy bien cuidado y con espacios gigantescos. La flora es sensacional. Ya de por sí el país la posee, así que no han de importar gran cosa para que el resultado sea extraordinario.

Nos costó mucho despedirnos de Iguazú. Un oportuno retraso en el avión de salida nos permitió disfrutar de un último amanecer allí. Mr. X y yo nos marchamos compungidos y con el firme propósito de, algún día, volver.




miércoles, 6 de mayo de 2015

¡Qué bueno que viniste, pibe!


Cuando Mr. X me propuso acompañarlo en su viaje a Argentina, mi primera intención fue negarme. Por varios motivos. El principal, la enfermedad de mi padre. El segundo, que no me veía capaz de dejar a Peque semana y media en casa y largarme a más de diez mil kilómetros de distancia. El tercero, mi pseudo-fobia al avión (pseudo porque me pongo mala anticipando el momento de subirme al cacharro, pero una vez dentro mantengo la calma). El cuarto y último, mi profunda ignorancia, porque Argentina nunca me había llamado la atención, y a partir de ahora no podré pronunciar el nombre de este país sin que una constelación de recuerdos e imágenes maravillosas me vengan a la mente.

Una vez aceptado el reto, decidí mentalizar con tiempo a Peque para venderle lo chulo que iba a ser quedarse con sus tíos y convencerme convencerle de que en nada íbamos a estar de vuelta. Por supuesto, tuve que prometerle un regalito del viaje, que tenía que ser, en palabras del sobornado, un avión de juguete. Me despedí de mi churumbel con un nudo en el estómago, pero tratando de no mostrar toda mi angustia para que él no se quedase tan triste como yo (y parece que lo conseguí).

Next step: trece horas de avión sobrevolando el Atlántico. Mucho o no tanto según se mire (peor hubiese sido viajar a Melbourne). Para mí, una jodida eternidad en la que da tiempo de pensar que eres un ser minúsculo metido en una caja de aluminio y suspendido a diez kilómetros de distancia de la superficie de un océano muy, pero que muy profundo. Menos mal que no tienen la mala leche de programar Naúfrago durante la travesía. Mi amiga V, acostumbrada a coger vuelos largos, me recomendó que llevase a cabo durante el trayecto una rutina de belleza. Una frivolidad como otra cualquiera para no pensar (y con la ventaja de dejar la piel preparada para la deshidratante atmósfera de la aeronave). Me tragué el vídeo que me recomendó, me hice con unas cremitas asequibles en el Duty Free, y realicé la rutina de belleza, cosa que me llevó unos diez minutos. Sólo me quedaban doce horas y cincuenta minutos de vuelo. Por fortuna, para los que nos cuesta un huevo conciliar el sueño a altitudes troposféricas, existe la opción del cine. Y dado que no es común en la vida de cualquier madre de un niño pequeño disfrutar del placer de una buena peli en silencio y sin interrupciones (en este caso las azafatas no cuentan), me tragué no una sino tres cintas: Wild, Sinsajo y Perdida. Las tres son entretenidas, pero la mejor, sin duda, Perdida. Papelazo de los gordos el de Rosamund Pike.

Entre una cosa y otra, amanecimos en el Aeropuerto Internacional Ezeiza. Esos primeros momentos en los que sales al exterior y captas olores y sonidos tan distintos -y parecidos- a los que conoces, es brutal. Llegamos a Buenos Aires en taxi, y la periferia nos dejó un tanto indiferentes (quizás por el parecido a tantos otros suburbios), pero a medida que nos adentrábamos en la urbe y el taxista nos ponía al día de los principales conceptos que todo recién llegado a Argentina debe conocer, el encanto de las avenidas y calles que oteábamos empezó a calarme. Debo puntualizar que Mr. X no es muy fan de las ciudades, a él ponle ración y media de naturaleza, pero yo sí me dejo hechizar por el glamour de cualquier metrópoli.

Nuestro hotel estaba muy bien situado, y eso me permitió turistear por las zonas aledañas, aunque en realidad, al ser una ciudad tan enorme, me quedó por conocer el noventa y cinco por ciento de la superficie. Nuestros anfitriones, la familia que había invitado a Mr. X a dar unas charlas de lo suyo, fue absolutamente encantadora. Natural y espontánea desde el minuto uno, acogedora y del todo desternillante en sus rifirrafes materno-filiales (vamos, que estábamos como en casa). Dado que Mr. X tenía tres días de curro por delante, tuve que conocer la city yo solita, y me aconsejaron no circular por el barrio que quedaba a la derecha del hotel, pero sí por el de la izquierda (Recoleta). Aún así, nuestra primera tarde en tierras porteñas sí que pudimos dar un paseo juntos, y por desconocer la norma deambulamos un poco por terreno no recomendado acabando nuestra ruta en el Café Tortoni. Mr. X y yo coincidimos en que esas calles podrían haber sido las de nuestra ciudad perfectamente, el ambiente era muy familiar. El café es precioso, y me hizo gracia descubrir que sus vidrieras fueron diseñadas por un paisano, Antoni Estruch.

                                                            
Mi primer objetivo en solitario fue el cementerio de la Recoleta. Planazo, ¿eh? Vale, no suena divino, pero... ¡es divino! Qué preciosidad. Una auténtica barriada para muertos. Espectacular de bonito. Aunque llegué tan temprano (jugadas del jet lag), que al principio me acojoné un poco caminando yo sola por ahí. Recordé que en New Orleans te recomiendan que vayas a los cementerios en visitas guiadas -allí también son una atracción turística- porque la seguridad no es uno de sus fuertes, y por unos minutos anduve mirando por encima de mi hombro en cada esquina. A la que varios grupos de escolares inundaron el lugar con sus risas me relajé y pude disfrutar de la visita. No me sacaba de la cabeza la canción de Mecano "y los muertos aquí lo pasamos muy bien, entre flores, de colores, y los viernes y tal si en la fosa no hay plan, nos vestimos, y salimos".Uno de los reclamos del cementerio es la tumba de Evita. Me costó perderme tres veces antes de dar con ella, pero lo conseguí.

                                                          


Desde el cementerio fui caminando hasta un sitio que mi cuñada me había recomendado, la librería El Ateneo. Su principal característica es que está situada en lo que fue el teatro Gran Splendid, y mola mil que en el escenario haya un café y que te puedas sentar en un palco tranquilamente a leer uno de los libros que hayas seleccionado. 

                                 


En mi segundo recorrido por la ciudad, decidí visitar el teatro Colón. Lástima no haber tenido tiempo de ver una función, pero la visita guiada me pareció completísima y llena de esas anécdotas que te pierdes cuando no tienes un cicerone. Me flipó el suelo de mosaico, la luminosidad rosada de los mármoles del vestíbulo, los vitrales y una escultura llamada "El secreto" que representa a Cupido y su madre –Venus-. Será que en la distancia no dejaba de pensar en mi niño.

                                                                  


Al salir del Colón callejeé por la Avenida Corrientes, Córdoba, Santa Fe... que dicho así parecerá peccata minuta, pero cuando cada rincón te parece pintoresco y digno de ser escudriñado, y además te plantas en calles interminables en comparación con las callejuelas de los barrios que yo suelo frecuentar en mi hogar, la hazaña cobra otras dimensiones. Comí tranquilamente en un café recogido a la sombra de unos árboles y volví a mi hotel sin prisa alguna.

                               


El tercer día me solidaricé con Mr. X y lo acompañé a las charlas. En el fondo me apetecía mucho. No deja de ser una oportunidad para conocer otros colegas de profesión y aprender alguna cosa de paso. Además, uno de los asistentes tuvo la cortesía de regalarme un bolso y otras manualidades confeccionadas por indígenas wichis de la provincia de Formosa (elementos que ya han sido requisados por las hijas de Mr. X).

Aparte de ver cosas bonitas hubo oportunidades varias de catar la gastronomía argentina. Debo decir que sí, que su carne tiene la fama que merece. Y eso que soy una confesa carnívora con remordimientos. Hasta probé cosas tan raras -para nosotros- como timo (molleja) y diafragma (entraña). Y estaba rebueno, que dirían allí. Todo ello acompañado de unos vinos de lujo. Me hice fan del Malbec. Otra ronda por favor.

En el apartado de curiosidades, admito que fui incapaz de no incurrir en el consabido error de decir “coger” a todas horas en vez de “agarrar”, aunque al final me sonaba mal hasta a mí y acabé agarrándolo todo.

Y así pasó la primera fase de nuestro viaje.


Próxima parada: Iguazú.