martes, 26 de noviembre de 2019

De templos y estupas



Si bien Katmandú nos recibió con una mañana brumosa, a la hora de comer ya disfrutábamos de un sol radiante y una temperatura más que agradable. Shali nos recogió en coche y fuimos a nuestro primer destino: la estupa de Swayambhunath. En realidad no hay únicamente una estupa (que es un edificio budista), sino que también se encuentran en el mismo emplazamiento otros templos hinduistas. Por lo que nos contó nuestro guía, budismo e hinduismo conviven con respeto y sin conflictos en los lugares santos que comparten.

            


Para los guiris a los que se nos resiste el nepalí, al lugar también le llaman el templo de los monos, por estar repleto de susodichos. Si no os gustan los primates, no preocuparse, no se lanzan contra los visitantes a no ser que te acerques mucho-mucho y lleves cualquier cosa comestible en las manos. Yo les hice miles de fotografías de cerca y pasaron totalmente de mí.

                                                                                      


Las estupas están rodeadas de ruedas de oración con el mantra om mani padme hum grabado en sánscrito. Los practicantes dan tres vueltas a la estupa, en el sentido de las agujas del reloj, haciendo girar las ruedas para, entre otras cosas, vaciar de ego su persona.

Hablando del om mani padme hum, descubrimos en esa primera incursión en el valle de Katmandú, que muchas tiendas tienen como hilo musical el famoso mantra entonado por voces graves y harmoniosas. Y luego, claro, no te lo sacas de la cabeza. Bueno, eso hasta que conoces el Resham firiri…. (todo llegará).

De aquí fuimos a la plaza Durbar. Es un complejo de templos y santuarios, con una arquitectura espectacular de bonita, trabajada en gran medida con madera con árbol de sal, que es especialmente resistente. También aloja el que fue palacio real durante varias dinastías. Pensaba que tras el terremoto del 2015 veríamos muchas edificaciones derruidas, pero me sorprendió ver lo mucho que ya tienen arreglado.

                                                                        


Todos los sitios turísticos que visitamos requieren del pago de una pequeña entrada, muy asequible en la mayoría de lugares (para calcular el cambio de rupias nepalís a euros, hay que dividir entre cien –en realidad cien rupias son casi unos ochenta céntimos de euro, pero es una forma rápida de acercarse al precio justo-).

Como colofón de nuestra primera jornada en Nepal, Shali nos llevó a un restaurante típico para comer dal bhat, el plato estrella del país (arroz con sopa de lentejas y una guarnición de verduras –como unas espinacas que cultivan allí muy intensas de sabor- y algo de pollo y otras carnes, todo muy especiado). A mí me encanta el picante y el curry, la cúrcuma, el cilantro… así que fui feliz con la dieta nepalí (pero también se pueden conseguir platos occidentalizados o por lo menos no tan picantes en casi todas partes). 

Al día siguiente seguimos conociendo el valle de Katmandú. La primera parada fue el monasterio budista de Kopan, localizado en lo alto de una colina con vistas a la ciudad. Organizan cursos de meditación para extranjeros y puedes pasear por sus jardines, llenos de edificaciones coloristas y jóvenes monjes con sus túnicas rojas charlando por los rincones. 

                                                                        


Desde la colina ya podíamos entrever nuestro siguiente objetivo, la estupa más grande del mundo: Boudhanath. Es un templo majestuoso encalado blanco y repleto de banderas de colores, aunque la plaza que lo acoge no se queda atrás en belleza, un lugar perfecto por el que pasear tranquilamente –lejos del caótico tráfico- y retener en las retinas todo el colorido que te rodea.

Para llegar a la plaza se pasa por calles peatonales llenas de mercaderes, y es imposible no empezar a bichear, que diría mi amiga Carmen, por todas las tiendecitas que se apostan a lado y lado de la vía. 

 


En un momento dado la callejuela se abre a la gran plaza, y algo se encoge dentro de ti mientras te adentras en el lugar. 

                                   







Por último ese día, fuimos a Pashupatinath, el templo más grande del dios Shiva en el mundo y donde también está uno de los crematorios de la ciudad. 




No pudimos acceder al interior del templo porque ese derecho está reservado a los hinduistas, pero pudimos observar los ritos funerarios de los nepalís, tan diferentes a los nuestros. En occidente vivimos la muerte para adentro, escondidos casi, y resguardados de los ojos que no pertenezcan a familiares y amigos. La ceremonia en Nepal se da al aire libre, con la intención explícita de que al incinerar el cuerpo, este pertenezca de nuevo a los cinco elementos (también representados en los cinco colores de las banderas de oración nepalís: tierra, aire, fuego, agua y cielo). Una vez quemado el cuerpo, las cenizas se vierten en el río sagrado Bagmati, afluente del Ganges. Los observadores son bien recibidos, y en frente de las pilas funerarias la gente se sienta y mira, formando parte del cuadro, pero desde el otro lado de la barrera. Shali nos advirtió del olor penetrante de las incineraciones al aire libre (y nos llevó a comer antes, precisamente para que no nos cerrase el estómago lo que viésemos), pero no nos pareció en absoluto algo desagradable de contemplar. Impactante, quizás, pero más que por la muerte en sí (a la que probablemente nuestra profesión nos acerca cada día haciendo que la integremos como parte del ciclo), por la extraña convivencia de gente viviendo el inicio del luto por sus seres queridos con otra gente que pasea, toma fotos y esquiva a vendedores ambulantes. 




Esa noche era la última en Katmandú antes de emprender el camino a Pokhara, punto de partida del trekking, y la invertimos en callejear por el laberíntico barrio del Thamel, donde están los hoteles para turistas y los miles de comercios en los que surtirse de souvenirs y material de montaña a precios irrisorios. Eso sí, el regateo está a la orden del día, y no dudé en dejar la faena a mis acompañantes, que yo prefería dedicarme a oler especias y tés y lo de regatear se me da muy malamente.

Nos fuimos a la cama prontito y algo antes de las siete de la mañana cogimos un autocar rumbo a Pokhara.




                                                                      
                                                                         Mas pillao ;)



miércoles, 20 de noviembre de 2019

Katmandú



    



Antes de entrar en materia, unas consideraciones previas por si algún lector o lectora está teniendo la tentación de viajar a Nepal (no te lo pienses más y pilla billete ASAP).

Aunque sobra que lo diga, hay que tener el pasaporte al día y con una vigencia mínima de seis meses. Aún me acuerdo de un viaje que hicimos a Portugal con P cuando tenía unos cinco meses. Le hice el DNI y me quedé tan pancha. Cuando en el chek-in nos dijeron que hacía falta pasaporte casi me da un patatús. Ya me veía en tierra despidiendo el avión de Mr. X con el lagrimón colgando, pero resulta que para despistados como nosotros hay una oficina en el aeropuerto destinada a solucionar estos aprietos. El careto de P en la foto de ese documento no tiene precio (le sostenía yo por detrás porque no se aguantaba erguido, angelico), y el carrerón que nos metimos para embarcar a tiempo tampoco lo tiene.

Es necesario tramitar un visado que puede ser de quince, treinta o noventa días. Se puede solicitar online en el consulado de Nepal en Barcelona, pero también se puede hacer en el aeropuerto una vez llegas a Katmandú, opción por la que optamos. Hay dos mostradores, y hay que hacer cola en los dos (Mr. X se encabezó en que solo era una cola, y Eu y yo tuvimos que convencerle de lo contrario, en su defensa diré que odia más las colas que las coles de bruselas, que ya es decir), a la izquierda para abonar las tasas y la derecha para sacar el visado. Nota práctica: llevar fotitos tamaño carnet. Las usaréis para eso y para los permisos a la hora de entrar en los parques naturales si hacéis un trekking –que lo haréis, hacedme caso porloquemásqueráis- (de eso se encargó nuestro guía, una cosa menos que gestionar). También hay que tener a mano la dirección del hotel o casa donde os alojaréis para rellenar los datos del papel de inmigración que os harán cumplimentar en el avión.

Vacunitas y otros temas de salud. En el servicio de atención al viajero nos informaron de las vacunas recomendadas para la zona que visitábamos. En nuestro caso nos tocó la fiebre tifoidea (se toma en cápsulas a días alternos, tres dosis) y las hepatitis A y B. Por nuestro trabajo y viajes anteriores ya estábamos cubiertos frente a la rabia, pero de no haber llevado esa vacuna, me la habría puesto sin dudarlo, en Katmandú te tropiezas con bichos todo el rato. Por otro lado está el tema de las diarreas del viajero. Llevamos pastillas y lejía potabilizadoras, pero no tuvimos que usar nada de eso porque conseguimos agua embotellada en todos los lugares que visitamos. Y nuestro guía nos dijo que podíamos comer verduras y ensaladas en las zonas turísticas, lo único que nos desaconsejó fue catar las delicatessen de los puestos ambulantes. Le hicimos caso porque somos muy obedientes y no tuvimos ningún problema al respecto. Tampoco lo tuvimos con los mosquitos, si vais en época álgida de insectos, hay que llevar un buen repelente.

¿En qué zona hacer el trekking? Temazo. Hay tres zonas básicas que valoramos: Everest, Langtang y Annapurnas. La segunda la descartamos porque no se ven tantos picachos, y era lo que le hacía más ilusión a Mr. X. Everest nos parecía muy masificada y finalmente nos decantamos por la región de los Annapurnas, que ofrece más variedad de rutas y se podía adaptar mejor a mi cuerpo serrano (ironía modo súper-on).

Seguro de viaje. Necesario. Hay varios entre los que elegir, nosotros optamos por el del CEC ya que Mr. X pisa mucha montaña por aquí, pero hay donde elegir.

¿Guía sí o guía no? Aunque se puede viajar sin guía por la mayoría de las zonas (algunas requieren de sus servicios sí o sí), dada nuestra fantástica experiencia con Shali no puedo más que recomendar ir con guía. Entiendes mejor la idiosincrasia del país, sus costumbres, su historia… Y si vas con Shali, te vas a divertir. Garantizado. Por otro lado, para el trekking contamos con un porteador. Yo ni me planteaba llevar mi mochila, vamos. Supongo que Eu y Mr. X hubiesen podido, yo jamás de los jamases. Y nuestro porteador fue un encanto (amigo de Shali, no podía ser de otra manera).

Otro factor importante en el que pensar es la época del año para viajar hasta allí. En principio se aconseja otoño (sobre todo) y primavera porque las temperaturas son más suaves y se pueden observar los picos. En invierno hace mucho frío y en verano, ayyy, en verano. Por un lado tenemos el monzón, es decir, lluvias miles y no ver un pico casi ni de canto. Y por otro lado… ¡sanguijuelas! Una de las personas que más me animaron a viajar a Nepal fue mi amiga Anna. Hablaba maravillas del país. Y cuando ya tenía los billetes pagados va y me suelta lo de las sanguijuelas. “¡Pero si no vamos a vadear pantanos!”, le solté, y ella me explicó que las bichas asquerosas caen de los árboles. Casi me desmayo. Literal. Por suerte me aclaró que ella había ido en verano y que creía que en otoño no había… Efectivamente, no nos succionó la sangre ningún anélido viscoso.

Y hasta aquí la breve introducción de cosas en las que pensar cuando uno se va a Nepal. Dicho esto, fuera de estos temas prácticos, no miré nada más sobre el país. Por un lado quería que me sorprendiera, y por otro no quería angustiarme por el trekking y su dificultad (que no era mucha por lo que decía Shali, pero igualmente me daba respeto…).

Las vísperas del viaje, lo que llevé más malamente fue despedirme de P. Él no quería que nos fuésemos (como dije, ha heredado mi miedo a los aviones) y no dejaba de achucharnos con aprensión. Yo le quitaba hierro al asunto, pero por dentro era gelatina pura.

La noche antes del viaje lo dejamos en casa de mis cuñados, que lo acogieron y mimaron mientras estuvimos fuera, y tras doscientos o trescientos besos y abrazos de despedida nos preparamos para la aventura yendo a dormir prontito y con esa mezcolanza de emociones que van de la cagalera máxima a los brincos excitados cada vez que piensas… ¡que nos vamos a Nepal!

Eu nos recogió de madrugada en un taxi con cara de zombie por estar recuperándose de un virus que le habían contagiado sus polluelos, y por fin, tras muchos meses de planear y especular, empezó la odisea.

Volamos con Turkish Airlines con escala en Istambul, y los vuelos fueron perfectos, ni una sola turbulencia de más (gracias a dior). Y qué placer poder devorar peli tras peli durante el trayecto. Hasta se me olvida que odio volar.

Llegamos a Katmandú al día siguiente, a las seis y media de la mañana. El ambiente era brumoso, y tras sacarnos los visados y pasar por el control aduanero, allí estaba Shali esperándonos con un collar de caléndulas para cada uno. Me enamoré del naranja de esas flores desde el minuto cero, y por suerte llegamos a pocos días de una festividad local, Tihar, o Festival de la Luz, y por todas partes veríamos adornos confeccionados con caléndulas.

Mi primera impresión de Katmandú fue el caos. Así, sin más. Nos sumergimos en un tráfico confuso en el que se circula por la izquierda en compañía de motos, peatones y animales, sin señales de circulación ni semáforos que regulen nada. Es la ley de la selva. A lo brumoso del día se sumaba una especie de polvo que todo lo cubría. Shali nos explicó que ese poso ha quedado en la ciudad tras el terremoto del 2015, pero no sé hasta qué punto es solo contaminación. Entre los traqueteos de la ruta empecé a fijarme en los detalles. Cables colgando de cualquier esquina como nidos eléctricos, puestos callejeros, los colores de los edificios, en tonos pastel y conjuntados sin orden ni concierto… y las caléndulas, alegrando cualquier rincón.

Shali nos acompañó hasta nuestro hotel, en el turístico barrio de Thamel. Nos recibieron con masala tea, unos namastés muy musicales (namasteeeee), las palmas unidas en forma de rezo y una ligera inclinación de la cabeza. Pudimos instalarnos y descansar un rato hasta la hora de la comida y a la una nos recogía Shali para empezar a conocer nuestro destino.

Pero eso ya, para el próximo día.










martes, 12 de noviembre de 2019

La celebérrima zona de confort



Tengo una magnífica zona de confort hecha a medida. Llena de rutinas adorables, exquisitos –aunque breves- momentos de paz para dedicar algo de tiempo a lo que me plazca, y como cualquier otra madre trabajadora, instantes de un frenesí y estrés deliciosos, algo caóticos, pero controlados dentro de mi encantadora amalgama de hábitos y manías.

Dicho esto, si a alguien puedo –y debo- culpar de abandonar esta parcela de sanas costumbres, no es otra persona que yo misma, así que entono el mea culpa, y en el fondo, hasta se lo agradezco.

Como adelantaba hace unos cuantos meses, para el medio siglo de Mr. X no se me ocurrió otra cosa que cumplir uno de sus más preciados sueños y planear un viaje para ver salir el sol en los Annapurnas. Quien imagine un viaje romántico para dos se equivoca, porque nos fuimos tres, y no, no era P quien nos acompañaba, sino mi amiga Eu. Debería decir nuestra amiga Eu, porque Mr. X la conoce hace ya casi diecisiete añacos y es una de sus compañeras de aventuras cuando tiene mono de subir algún pico, pero es MI amiga desde los catorce, y la antigüedad es un plus.

En teoría, durante las semanas previas a la odisea, Mr. X tenía que ejercer de entrenador personal y someterme a un arduo y exhaustivo entrenamiento que me llevase a soportar el trekking sin molestia alguna (tipo subir a Montjuic o al Tibidabo si me apuras), pero la vida 1.0 se ha puesto intensita últimamente y ya podemos dar gracias de no haber tenido que anular el viaje.

A dos semanas del vuelo aún no habíamos decidido ruta ni si íbamos por libre o con guía. La providencia puso en nuestro camino una recomendación que fue la repanocha y Shali, del que ya oiréis hablar, se convirtió en nuestro cicerone nepalí. Mr. X le comentó mis limitaciones físicas para el trekking (a saber, rótulas de cartón piedra y espalda serpenteante), y Shali nos hizo varias propuestas. Alguna era muy muy asequible para mí, apenas dos o tres días de caminata, pero yo quería que Mr. X y Eu disfrutasen a tope ya que se cruzaban medio planeta a mi lado, así que, en un día optimista, me decanté por una opción que sin ser destroyer total, no dejaba de ponerme un poquito a prueba. Shali me dijo que no me preocupase, que la peor parte era el segundo día, en el que había que subir dos horas de escaleras.

Dos.

Horas.

De.

Escaleras.

3500 peldaños, para más señas.

Yo puedo, me dije. Ya habría tiempo de acordarme de Shali, ya.

Antes de darnos cuentas ya estábamos en vísperas del viaje, y me preparé para abandonar mi preciosa, cuquérrima y apacible zona de confort. Porque sí, me encanta viajar y cuando vuelvo ya estoy pensando en irme de nuevo, pero para viajar, hay que volar, y eso ya no me mola una mierda (cuánto me acuerdo de Amaya Ascunce y de Eminem en cada vuelo, señor). Además, dejar a P en casa, que encima estaba hecho un flan y sufriendo porque volábamos (muy mal, creo que le he inculcado mis miedos, diez puntos menos en la escala de excelencia maternal), me tenía mohína perdida.

Pero ea, hecho estaba y qué coño, en el fondo era un planazo.