miércoles, 27 de febrero de 2019

Pocahontas y el regalo sorpresa



Los que me conocen, cuando me compro algo nuevo de ropa, suelen decirme “es muy de tu estilo”. Y yo todavía no sé qué estilo es ese… pero parece que lo tengo. A ratos.

Adelanté en esta entrada que el fin de semana pasado íbamos a celebrar el cumple de Mr. X por todo lo alto. Cuando por fin tuvimos el avituallamiento y los espectáculos varios encarrilados, me puse a pensar en qué ponerme para el evento. Ya que tengo un estilo, hagamos uso de él. Desde Navidad poseo unas nuevas amigas inseparables: mis botas camperas. Tuve unas, heredadas de mi madre, en mi época universitaria, y las llevé a diario hasta que las destrocé. Literalmente. Desde entonces he sido más de botas negras de piel que de zapatos o deportivas, pero nunca camperas otra vez. Hasta que estas Navidades Mr. X decidió regalarme unas nuevecitas y estoy totalmente in love de ellas. Así pues, debía escoger un modelo en consonancia con el calzado. Y no se me ocurrió otra cosa que un vestido ligerito de flores (gracias, anticiclón bendito, por haberme permitido salirme con la mía sin morir de hipotermia en el intento). Para redondear la cosa recordé que cuando murió mi madre y me quedé su ropa, metí en un armario un abrigo de ante con flecos que desde entonces no me había puesto jamás. Botas, vestido de flores y abrigo de ante flecoso. Con razón me gané el apodo de Pocahontas durante la fiesta. Pero eh, tengo mi estilo.

Caras felices, comida hecha con amor por un montón de manos habilidosas, música en vivo gracias a gente joven con ilusión y talento, un vídeo confeccionado por la hija mediana de Mr. X con la intervención de todos los invitados a la celebración… ¿Qué más se puede pedir?

Un regalo sorpresa. Sorpresa de verdad.

Bueno, digamos que en cierto modo algo se olía el homenajeado, porque tuve que avisarle a principios de año, cuando diseñan el calendario de vacaciones en el trabajo, de que se reservase dos semanas en octubre. Pero por lo visto conseguí despistarle por completo con el destino. Él, que sabe que yo soy de gustos caribeños, se imaginaba una escapada para ver desovar tortugas en una playa paradisíaca… o quizás una ruta por la Pacific Coast Highway. Alma de cántaro.

Está claro que si uno lleva medio siglo sobre la faz de la Tierra se merece un regalo pensado para satisfacer sus deseos más profundos. Aunque sean la antítesis de mi hamaca bajo un cocotero (lo que se hace por amor…).

Conclusión: ladies and gentlemen, en otoño tendré que olvidarme de mi sofisticado estilo indio y cambiar las camperas por otro tipo de botas. Mr. X ya sufre pensando en cómo va a entrenar mi maltrecho cuerpo para deambular por los Himalayas (desde luego, quién me mandará a mí...). Nepal, here we go!!!





Gracias a mi amiga T, que cantó Soledad y el mar para el cumpleaños, he descubierto esta joya que ya siempre me recordará la sonrisa infinita de Mr. X rodeado de un montón de gente bonita.





lunes, 18 de febrero de 2019

Por amor a la ciencia


El 11 de febrero se celebró el día de la niña y la mujer científica, y desde el cole de Peque nos animaron a las madres que habíamos cursado carreras científicas a compartir nuestra experiencia con la clase de nuestros hijos.

Aunque en un principio no tenía muy claro si participar, fue comentarlo con Peque y quedarme sin opción a decir que no. Estaba entusiasmado no, lo siguiente (eso me hace ver que aún no hemos llegado a la fase de mamá-no-me-avergüences-por-favor -a pesar de que chinchándolo un poquito le pregunté si podía bailar el moonwalk en mi presentación y casi le da una apoplejía-).

Tener que explicar cómo llegué a ser veterinaria me ha hecho recordar muchas cosas. Que yo iba para letras, y pegué un volantazo hacia las ciencias. Que era malísima en mates y luché para sacarme el bachillerato científico (sigo siendo mala en mates). Que la carrera fue un período de emociones intensas, y cada vez que asistía a una conferencia de fauna salvaje me imaginaba como la nueva Jane Goodall. Que cuando me encallaba en asignaturas que aborrecía me parecía que el día de la graduación no iba a llegar nunca y llevo quince años ejerciendo como veterinaria. Que aunque me sigue gustando mi profesión, a menudo me imagino tanteando otros oficios porque me interesan demasiadas cosas.

El día de la exposición Peque estaba pletórico. Teníamos que ir después de comer, y antes de darme cuenta ya me tenía preparada la chaqueta y me empujaba hacia la puerta para irnos a la escuela. Debo confesar que estaba inquieta. Con los años he perdido el pánico escénico, y no me tiro para atrás si tengo que hablar delante de gente, pero aún así es algo que me hace estar nerviosa. Y los niños pueden ser un público muy exigente, de modo que ensayé la charla cinco veces durante la semana para calcular lo que tardaba y valorar imprevistos. Tras una introducción sobre cómo llegué a dedicarme a la salud de bichos varios y explicar a mi devoto auditorio en qué consiste mi día a día, les expuse un caso clínico a resolver entre todos (cogí a Perri, un peluche cánido de Peque que me sirvió de paciente, y simulé que se había clavado una espiga entre los dedos de una pata). Los críos se volvieron locos al sacar el fonendo, el termómetro, las pinzas… Costaba avanzar porque me avasallaban a preguntas, pero era espléndido ver todo ese entusiasmo reconcentrado. Cuando llegó el momento de tomar a la temperatura a Perri hice la pregunta del millón, ¿dónde le ponemos el termómetro a nuestro paciente? Y me di cuenta de que Peque levantaba la mano exaltado. Le concedí ese minuto de gloria y contestó: ¡En el culo! Risas a tutiplén y vástago feliz y contento (aunque luego me dijo que no lo había sacado como ayudante… pero no saqué a ninguno porque hubiese sido un caos de voluntarios abalanzados sobre la mesa de exploración). Acabé la charla y la ronda de preguntas sacó a la luz mis mejores batallitas (y algunas prestadas de Mr. X, que tienen mucha enjundia), ¿te ha mordido algún animal? ¿has visto un caracal? ¿cuál es el animal más peligroso que has tocado? Se quedaron con ganas de más y seguramente haremos una segunda sesión con mi partner in crime, Mr. X.

Cuando ya me iba, Peque me asaltó y me abrazó lleno de emoción. Valió la pena pasar ese rato con todos ellos y sentir la felicidad de mi retoño. Hay que saborearlo, que no falta mucho para que su entrada en la adolescencia me baje del pedestal en el que me tiene -a ratos- y me lleve al inframundo.

No descarto que la vida me lleve por otros derroteros profesionales, pero no me arrepiento de haber estudiado lo que estudié. Los animales me fascinan. Y por lo que me costó, y porque en el fondo soy una chica de letras que se atrevió a probar con las ciencias, aún me invade cierta emoción cuando alguien me pregunta a qué me dedico y le contesto que soy veterinaria.