Para conocer mejor mi entorno, el Dr. B y P me llevaron el fin de semana a turistear por el barrio antiguo de la ciudad, el French Quarter. Aromas a comida picante, jazz cómo música de fondo y muchas ganas de pasarlo bien. Los habitantes de New Orleans son unos cachondos. En las fiestazas de Mardi Gras, por carnaval, la lían parda. Es típico llevar unos collares de plástico de colores chillones, y si una mujer quiere conseguir muchos collarcitos, lo que tiene hacer es levantarse la camiseta y mostrar sus encantos a las peñas de trogloditas, digo, hombres, que las jalean para que se animen.
El Dr. B nos llevó a uno de los locales de jazz con más solera de la ciudad, el Preservation Hall. Es un garito de lo más decrépito (parece que se vaya a caer de un momento a otro), pero la música y el ambiente que se puede disfrutar en ese lugar te transporta a otra época. El público se sienta en unos bancos, por filas, y con cada cambio de canción, te desplazas a la fila de delante, con lo que al cabo de un ratito puedes disfrutar de tu turno en primera fila y darle un billetito a algún músico de la banda para que toque tu preferida. Un lujazo de noche. Para finalizar, el Dr. B nos llevó a tomar algo a un local pintoresco al que se accedía por un pasaje estrecho y donde un hombre negro comenzó a vocear "¡Aiiidiiiii, aiiidiiii!", pero como si le hablase al cielo, sin mirar a nadie...Yo no pensé que fuese conmigo la cosa hasta que el Dr. B me dijo: "Muéstrale tu aidi al señor, Mo". Y yo: "¿Mi cualo?". Y el Dr. B me aclaró: "Tu identificación, que los menores no pueden beber alcohol y no se fía de tu edad". Esto de que los americanos funcionen con siglas siempre me ha complicado la existencia, y sí, "aidi", es ID, o "identification"...De todos modos, he de reconocer que el hecho de que con veintiséis tacos pensasen que no llegaba a veintiuno me subió la moral.
En los días siguientes fui metiéndome en la rutina de mi nueva vida, que de rutinaria, precisamente, no tenía nada. Aprovechando un ratillo sin trabajo, P me pidió que la acompañase a despedirse de los chicos de la sección de los elefantes. Yo todavía no los conocía. Fui con ella y me presentó a los chavales que cuidaban de las dos hembras de elefante que habían en el zoo. Su jefa no estaba, y saltándose las normas nos preguntaron si nos apetecía dar una vuelta a lomos de las elefantas. En esos momento el Dr. B todavía no me había dado la charla sobre los peligros de estos animales. Si lo hubiese hecho quizás no me habría comportado como lo hice, porque los elefantes son unos de los bichos más peligrosos que existen. Los vemos grandotes y bonachones, pero cabreados son muy peligrosos. Y si no os lo parece, preguntadle a Carlos Sobera. P se animó enseguida, y aunque a mí me daba un poco de yuyu, no quería ser menos y en el fondo, me moría de ganas. P subió con mucha gracilidad y dio un par de vueltas con soltura encima del paquidermo. Parecía sencillo, así que me envalentoné. Cuando fue mi turno me acompañaron hasta la enorme cabeza de la elefanta, que estaba estirada, y me dijeron: "Es muy fácil, te subes justo detrás de las orejas y te agarras fuerte a ellas mientras con las piernas haces fuerza hacia la cabeza". Vale, yo puedo.
Primer problema, yo de grácil no tengo nada, y no pude emular ni de lejos el simpático saltito que hizo P para coger impulso y subirse al cabolo de Elly (la llamaré así para simplificar y homenajear de paso al ídolo de Peque, o sea, Pocoyo). De repente tenía a los dos pobres mozalbetes empujándome por el culo para que pudiese subirme a Elly. Muy bonito todo. Pero al final conseguí quedarme allí arriba. Entonces, poco a poco Elly se levantó. Y me acojoné, porque con sus movimientos yo me veía en el suelo de un momento a otro. Lo de apretar las piernas contra la cabeza no iba en broma...(más que nada porque era mi seguro para no estamparme). Di una vueltecilla a lomos de la elefanta aferrándome con todas mis fuerzas y disfrutando como nunca en mi vida. Por suerte, bajar fue mucho más fácil que subir, con lo que recuperé algo de mi dignidad perdida.
Una de mis principales tareas durante la estancia era la de realizar las necropsias de todos los animales que falleciesen en el zoo. Al principio las hacía como ayudante del Dr. B o de la Dra. E, pero a las pocas semanas ya las estaba haciendo yo sola e incluso redactando los informes en inglés (lo que se espabila uno cuando no le queda más remedio...). Una de las primeras necros que me tocó hacer fue la de una pelícana que había caído al estanque de las tortugas. Las muy chungas se la habían merendado. Como existía el riesgo de que estuviese infectada por el virus del Nilo occidental teníamos que hacer la necro equipadas con una especie de escafandra sideral con circuito de aire para evitar el contagio. En las pelis queda muy chuli, pero es incómodo de narices. Pues nada, nos pusimos manos a la obra, todo mu pofesioná, y de pronto noté como comenzaba a caerme el moquillo de la nariz. Instintivamente me llevé la mano a la cara para descubrir con mucho disgusto que la capucha-máscara que llevaba me impedía sonarme. Y no sólo me caía el moco, es que me hacía cosquillas. Así que empecé a gesticular, poner caras raras y sorber mis secreciones intentando que la Dra. E no me pillase in fraganti. A veces la Dra. se giraba para mirar qué me pasaba y yo paraba de golpe, la miraba y sonreía, disimulando a tope. Por suerte el moco tuvo a bien dejar de importunarme y pude acabar mi trabajo oportunamente. Por cierto, la pobre pájara tenía una infección en el oviducto que la había debilitado hasta provocar su caída al estanque de las tortus (y ya sabemos lo que ocurrió allí después...).
Poco a poco fui sintiéndome cada vez más cómoda en mi nueva piel y me asignaron otra tarea que pronto incorporé a mi rutina. Cada semana tenía que ir al recinto de las elefantas y sacarles sangre para medir unas hormonas en sangre (se estaba estudiando someterlas a un tratamiento de reproducción asistida). La entrenadora de Elly la hacía tumbarse y yo obtenía mi muestra de las venas auriculares. Evidentemente, encontrar la vena en esos bichos no tiene complicación ninguna, no engaño si digo que un venorro suyo era casi tan grande como la tubería de mi cuarto de baño. Nunca un paciente me lo había puesto tan fácil. Una vez acabábamos la entrenadora indicaba a Elly que debía elevarse y yo me apartaba bien lejos porque en el proceso podía girarse demasiado y atraparme debajo. Me despedía de mi macropaciente regalándole una docenita de zanahorias y me iba más feliz que una perdiz al laboratorio.
A estas alturas ya me sentía plenamente integrada en mi nuevo hábitat, pero aún me quedaban muchas cosas por descubrir....