miércoles, 14 de diciembre de 2016

Kitschmas is coming


El día uno de diciembre, inaugurando nuestro calendario de adviento, Peque y yo procedimos a decorar la casa. Si ya de por sí tiende a ser de un barroco abigarrado, sumándole guirnaldas, lucecitas psicodélicas, tions y caganers, el resultado es cuanto menos, curioso. Tomé una foto de nuestro pesebre surrealista, la subí a instagram y en un alarde de ingenio creativo la titulé: “Kitschmas time”. Luego descubrí que el palabro ya estaba inventado, pero no importa, nadie se percató de mi súper juego de palabras.

Hablando del calendario de adviento, cada vez me cuesta más encontrar actividades con las que satisfacer a mi vástago. Es el tercer año que me lanzo a la aventura de idear veinticuatro actividades en un mes (¡veinticuatro!), y creo que cada edición es peor que la anterior. Bueno, hemos hecho cosas muy chulas (como patinar sobre hielo o ver ayer mismo Vaiana -¡muy recomendable!-), pero en esta recta final before Xmas estoy seca de ideas. Me quedan dos o tres ases en la manga, el resto es un desierto de inventiva maternal que ríete tú del síndrome de la hoja en blanco. Hoy la casita correspondiente al día catorce ha amanecido vacía y Peque se ha pillado un mosqueo XXL. Con lo que yo aún me he mosqueado más y he tenido que hacer acopio de toda mi reserva zen para resetear y no empezar el día de esa gloriosa manera. Y conseguido lo he (muy Yoda me veo).

Por fortuna, mi labor de mamá noela-reina maga está finiquitada desde la semana pasada y ahora sólo me queda pensar en qué manjares exquisitos prepararé para Nochebuena, única festividad en la que me toca currarme la comida. Tengo claro que como acompañamiento haré spätzle, una pasta que preparaba mi padre y que es éxito asegurado entre la población menor de edad que habita mi reino, pero aún rumio que cocinaré de plato principal.

Aunque confieso que ir de compras navideñas, ver los escaparates y las luces, pensar cosas chulas que hacer con mi estirpe y elevar mi espíritu navideño a la estratosfera tiene su punto, una parte de mí nada despreciable bucea en la nostalgia. Creo que me mola más el papel de niña que el de madre directora de eventos en lo que a las navidades se refiere. Quiero levantarme y que papá esté haciendo galletas de chocolate. Que el aroma a vainilla inunde el comedor. Que mi abuela me haga una coleta y me repeine con colonia. Que mi madre busque el disco de villancicos de Francia. Que en Nochebuena mi tía me prometa que iremos a patinar y me vaya a dormir con la convicción de que he visto el trineo de Papá Noel por la ventana. Que me levante en Navidad y descubra que la Nancy y la bicicleta están bajo el árbol. Que tenga quince días por delante para jugar, comer chocolate, divertirme y aborrecer la idea de volver al cole.

En el fondo, soy mucho más niña que adulta, sólo que lo disimulo muy bien.








miércoles, 7 de diciembre de 2016

Dreaming


Al principio, todo es difuso. Está esa sensación, tan intensa y real, de volar. Pero no vuelo, me deslizo. La pista está inmaculada, una finísima neblina la cubre por completo y se oye el ruido provocado por mis patines en un rítmico y perfecto siseo que únicamente puede indicar que el movimiento de las cuchillas es impecable, exento de roces, sin señal alguna de que ha habido un fallo en la técnica.

Me muevo sin miedo, con la confianza plena de que no me voy a caer. Avanzo a velocidad creciente, cojo la curva con unos cruzados ágiles, y me giro para seguir de espaldas, con los brazos acompañando un desplazamiento impoluto.

No salto, practico concienzudamente algunas piruetas y pasos que me provocan esa sensación de no rozar apenas el hielo. Siento el frío en mi cara. Soy etérea. No me duelen las rodillas. Mi cuerpo es fuerte, flexible y dinámico.

Y ahí me despierto.

Es uno de mis sueños –buenos- recurrentes (tengo unos cuantos), y diría que mi preferido. En esos sueños patino siempre como una campeona olímpica (puestos a soñar, ¡mejor hacerlo a lo grande!). La realidad, sobra decirlo, difiere bastante de ese estupendo mundo onírico.

Patinar sobre hielo es una afición que he tenido a épocas intermitentes –una intermitencia derivada de las circunstancias, no de las ganas-. Hice un par de cursos cuando era adolescente, y unos cuantos más con mi amiga E justo antes de tener a Peque. Con E superamos varios niveles básicos y nos adentrábamos ya en el fantabuloso mundo del patinaje artístico cuando descubrí que estaba embarazada. Desde entonces no había vuelto a patinar. Me parece un deporte muy complejo. Cuando veo a un patinador ejecutar una secuencia de pasos, pienso en los años de práctica que conlleva aprender cada ínfimo cambio en la posición de la cuchilla, mutando la posición del cuerpo, el centro de gravedad… Complicado de cojones. Y de ovarios. Y de todas las gónadas habidas y por haber.

Pero quiso el calendario de adviento obsequiarnos con una entraditas para la pista de hielo. Bajé del altillo mis patines (los adoro, fetichismo puro modo on), y nos fuimos con Peque y sus hermanos a quemar calorías sobre un par de cuchillas.

Me daba pánico entrar a patinar y pegarme el leñazo padre, pero para mi sorpresa, este cuerpo serrano que tengo aún recuerda como mantener el equilibrio. No me atreví a hacer demasiadas cabriolas para no tentar a la suerte –y porque no me acordaba de casi nada, que la maternidad me ha fundido unas cuantas neuronas-, pero fue maravilloso volver. Peque disfrutó de lo lindo… cayéndose. Sí, a él le moló mas tirarse al hielo que conquistarlo en vertical, pero ya me ha pedido dos o cuatrocientas veces que volvamos. Y para qué negarlo, con este tema, soy muy, pero que muy fácil de convencer.