Mi nevera apesta. Hiede. Huele mal. Muy mal. Y no, no se me ha podrido nada dentro (que yo sepa). En principio uno no pensaría que el título del post y esta primera frase puedan tener algo en común, peeero...
Este fin de semana pasado la hermana de Mr. X nos invitó a pasar unos días en su casa de la montaña. De año en año hacemos una visitilla al pueblo francés en el que tienen la casita y ello trae implícitas tres tradiciones: comer todo tipo de delicatessen francesas que provocan que mis pantalones se declaren en huelga; hacer excursiones por el lugar (con el pretexto de quemar calorías, cuando lo cierto es que las calorías ingeridas no se queman ni en cinco triatlones) y adquirir pestilentes -y sabrosos- quesos gabachos. He aquí la relación inequívoca entre la fetidez de mi nevera y el sano deporte pirenaico.
Este año me apetecía mucho ir a las montañas por estas fechas por eso de hacer feliz a mi churumbel. Y es que desde que alguien pronunció la palabra "Navidad" él me ha estado preguntado cuándo nevaría. Le he intentado inculcar lo de las latitudes y demás sutilezas que tiene la ciencia de la geografía, pero sigue sin digerir que a nuestra mediterránea ciudad no la cubra un metro de nieve.
La primera actividad que nos propuso mi cuñada fue una excursión con raquetas. Ojo, raquetas para los pies (ya, igual soy la única palurda que la primera vez que visualizó un paseo de ese tipo no acababa de entender que ventaja tenía ir con raquetas de tenis en las manos...). Por suerte esta vez me pillaba experimentada y ya sabía de qué iba el tema. Lo malo fue darme cuenta de que mis tejanos no eran el atuendo más idóneo para la ocasión (que yo pensaba que habría algo de nieve, pero no metro y medio). Por suerte mi querido Mr. X iba preparado por los dos y me prestó unos pantalones aislantes para poner encima de mis vaqueros. Pero no queráis imaginaros la extraña combinación de colores y texturas que conformó mi outfit final. Vamos, que todos iban ideales de la muerte con su ropita fashion para la nieve y Peque y yo (que él también iba poco preparado y rapiñó de unos y otros) parecíamos la Sra. Yeti y su cría por el volumen extraño de nuestros ropajes. Eso sí, en colorines.
El paseo fue de lo más idílico. El cielo azul, el aire puro, la nieve virgen cubriendo el paisaje...Todos íbamos con raquetas excepto Peque, al que acomodamos en un trineo plasticoso, pero de lo más efectivo, que le servía para desplazarse cual maharajá por el monte. Mi cuñado tiraba de él y parecía de lo más liviano. A la vuelta, tras lanzarnos en trineo un rato por una ladera y haber hecho el consabido muñeco de nieve, decidí llevar yo a mi niño. Lo puse en su trineo y me dediqué animosa a la tarea de estirar. Pero íbamos de subida. Comencé a sudar como un pollo dentro de mi cueva de goretex y me resistí a pedir auxilio en un ataque de madrecorajismo de tres al cuarto. Ni que decir tiene que a los cinco minutos abandoné la gesta en aras de mi supervivencia, antes de que una lipotimia decidiese por mí.
Al día siguiente la actividad planificada consistió en pasear por unas pistas de esquí que han cerrado temporalmente y deslizarnos en trineo y
"culenbajen" (cosas de jerga de la familia de mi futuro marido) a lo XL. Escogieron la pista más empinada que encontraron y venga, subiendo que es gerundio. Lo mío es el agua, pero en fase líquida y en formato piscina a poder ser, lo de caminar cuesta arriba por una pedazo montaña nevada como que me deja fuera de juego. Mr. X, churumbeles varios y mis cuñados subían a paso ligero mientras yo empezaba a notar como el corazón se me desbocaba y la visión se me hacía borrosa. Cada vez que pensaba que habíamos llegado a la cima ellos querían subir un poquito más. Ni que decir tiene que iba la última de la fila. El último tramo me dejó exhausta. Me quemaba respirar y cada paso que daba me hundía en la nieve hasta las rodillas. Ellos ya habían llegado al destino elegido para tirarnos y estaban haciendo fotos, comiendo mandarinas y mirándome descojonados de la risa mientras yo agonizaba en mi escalada. Pero bueno, llegué. A rastras, pero llegué.
Para bajar elegí un "culenbajen" rojo chillón, aposenté mi cuerpo serrano en el artefacto, grité "Gerónimoooooo" y me lancé cuesta abajo. Pero no pasó nada. Tanta raclette y magret de pato habían surtido efecto y mis lorzas quedaron encalladas en la nieve. Cinco empujones más tarde logré coger algo de impulso...y alcancé lo que mi amiga E llama
velocidad absurda (o sea, mucha). En medio de risas histéricas y auténtico pavor noté como el hielo empezaba a colarse por la ropa congelándome la espalda y aledaños y de pronto un desvío en la trayectoria me giró y me dejó deslizándome al revés hasta que una elegante pirueta croquetil acabó con mi aventura. Acabé empapada, haciendo el capullo delante de todos y tiesa de frío. Pero repetí dos veces, así que está claro que me va la marcha.
Después de comer emprendimos el camino de vuelta a una hora que creímos lo suficientemente prudente para no comernos la caravana de vuelta. Los cojones. Nos la comimos con patatas. Cuatro horas para un trayecto de dos. Y yo pensaba que el más problemático sería Peque, pero, oh sorpresa, fue mucho peor gestionar las broncas de las dos adolescentes que compartían el cubículo. Vamos, que semejante tortura debería estar prohibida por la convención de Ginebra. Pero sobrevivimos, llegamos, y aquí estoy para contarlo. Y lo bien que nos lo pasamos, oye.