martes, 31 de diciembre de 2013

Mis uvas


Pensaba que no escribiría durante el día de hoy...pero se me ocurrió pedirle a Mr. X una muestra de su arte para darle la bienvenida al año que está llegando y esto es lo que nos ha preparado...

                                   


Como no me gustan las uvas cada año busco una alternativa molona, y me he decidido por fragmentitos de esas hojas de chocolate que tenéis ante vuestros ojos. Ahora sí que sí... ¡Feliz 2014!






lunes, 30 de diciembre de 2013

Por la mañana


Por primera vez en unos cuantos años, esta Navidad he podido tomarme algunos días libres. Y los he invertido en mis actividades favoritas (léase pasar tiempo con mi churumbel, holgazanear, leer mucho, cocinar cosas nuevas...). El súmmum de la perfección es aunar varios de estos pasatiempos en un mismo momento.

Domingo, diez y media de la mañana (sí, es correcto, diez y media).

Abro los ojos y la habitación está en penumbra por la persiana bajada. Apenas se escucha nada. Sólo la respiración acompasada de Peque a mi lado. Mr. X está haciendo bombones (su nueva afición) y el aroma se filtra desde la cocina. Me quedo echada disfrutando del momento. Noto que Peque se mueve un poco, estira los brazos, se despereza y se queda en silencio. Unos minutos después...

Peque: ¿Mami?

Mo: ¿Si?

P: ¿Estás despierta?

M: Si...

P: Ah...

...

P: ¿Y por qué estamos aún en la cama?

M: Porque nos gusta.

P: Claro...

...

Y así seguimos media hora más.

Me alegra constatar que Peque está aprendiendo las sanas costumbres de nuestra familia y las honra como es debido.

Por si no me paso mañana, os deseo un maravilloso 2014. Espero que este año que está a puntito de llegar se porte bien y os traiga todo lo que deseáis. ¡A por él!




martes, 24 de diciembre de 2013

¡Feliz Navidad!



Os explicaba aquí que a mi churumbel le han enseñado un poema navideño con el que me obsequió por sorpresa hace unos días. Desde entonces ha ido perfeccionando la técnica y abandonando en la cuneta al consabido pánico escénico. Ayer cenamos en muy buena compañía con mis amigos de toda la vida, y cuando comenté que Peque se sabía unos versitos todos lo jalearon para que se arrancase a declamar. Esa súbita atención se le antojó excesiva y empezó a asomar la vergüenza, pero a V se le ocurrió ofrecer una recompensa económica a cambio de la actuación y Peque, al oír esas palabras y como si fuese un lobo famélico olfateando a una presa cercana, se subió ipso facto al sofá para proceder con su cometido. Los ojos le hacían chiribitas mientras localizaba a su mecenas y como diciéndole "va por ti, maja", actuó con desparpajo ante el silencio hipnótico de su público. Finiquitó su performance con un “¿Y el dinerrooooo?" que no dejaba lugar a dudas de cuáles eran sus motivaciones y una vez tuvo sus moneditas en la mano me las confió para que ejerciera de albacea. Menos mal que a última hora pareció invadirle el espíritu navideño y nos confió que su recaudación se donaría íntegramente “a los señores que no tienen dinerito y piden por la calle”. Así da gusto financiar su arte...


¡Feliz Navidad a todos!





viernes, 20 de diciembre de 2013

El beso extraviado


Hace años, muuuchos años (tantos que me niego a contarlos), perdí un beso. Bueno, más que perderlo, lo dejé marchar.

En aquella tierna primera adolescencia estaba yo colada hasta las trancas del hijo de unos amigos de mis padres. No era mi primer amor platónico, ya llevaba entreno en esas lides, que siempre he sido una romántica empedernida y mi primer flechazo fue con doce años...(si no contamos que con siete me pirré por el Atreyu de "La historia interminable"). Pero con este me pilló fuerte. Y a mí, que jamás he sido capaz de disimular mis querencias, se me notaba a la legua que andaba loca por sus huesos (creo que mis padres y sus amigos se codeaban por lo bajini cada vez que yo me quedaba embobada mirando el objeto de mi deseo).

Un día fuimos a comer a su casa, que estaba a las afueras de la ciudad. Nosotros éramos los hijos mayores del grupo y a él se le ocurrió jugar al escondite. Y me pidió que nos escondiésemos juntos. Sí, lo sé, debería haber sospechado...Pero a mí me faltaba mucha, pero que mucha picardía. Nos ocultamos en la sala del billar, y como quien no quiere la cosa él me dijo que yo le gustaba. Estaba tratando de asimilar la información recibida cuando me lo vi venir en busca de su trofeo. ¿Y qué hice entonces? Pues me aparté. ¿Por qué? Pues supongo que por vergüenza a no saber besar, por nervios, por inexperiencia...Creo que le dije algo así como que no me lo creía...(no estoy muy segura, porque el shock debió crear una nube de confusión en mi mente y a partir de ahí la cosa se vuelve borrosa). El caso es que el chaval desde entonces no quiso saber nada más de mí (cosa que no me extraña en absoluto, aunque en aquel entonces no lo supiese comprender...).

Hace un par de noches mi mente volvió a ese instante de mi juventud en medio de un sueño. Tengo un mundo onírico muy fructífero. Con la maternidad he dejado de cultivarlo por cansancio, y porque no tengo tiempo de sentarme a escribir por las mañanas lo que ha ocurrido en mi cerebro durante la fase REM, pero cuando logro recordar cada detalle y construir una especie de película, ese sueño pasa a formar parte de algún lugar de mis recuerdos de una forma muy vívida. Si leo en mi librito de sueños alguno que tuve hace como veinte años, por ejemplo, puedo evocar a la perfección las sensaciones que provocó.

La cuestión es que en mi sueño de hace un par de días, sí hubo beso. Y menudo beso, señores. Nada de besos torpones de principiantes, no, no, no, no...Un beso high level con toda suerte de trucos de experto. Y de alguna manera, he recuperado el beso que perdí. En ese mundo paralelo que construyen mis sueños parece que a veces puedo crear fragmentos nuevos de mi existencia, caminos alternativos que la completan y que hacen el viaje más excitante si cabe.

Para despedirme, una canción. Me la recordó ayer mi amiga V. La ponían siempre en un anuncio de colonia cuando éramos jovencitas. Ella la escuchó hace unos días, recordó cuánto nos gustaba y descubrió que la letra habla ni más ni menos que de "Cumbres Borrascosas" (un libro que nos entusiasmó y que creo que va siendo hora de releer). Me ha encantado traerla a la memoria.
                    

                 






                                         


martes, 17 de diciembre de 2013

Papelitos


Una de las grandes aficiones (¿o debería decir adicciones?) de Peque es coleccionar papelitos. Él ve un papelito que le llama la atención, lo examina, lo hace una bolita, y se lo guarda. Al rato lo busca de nuevo, lo abre, lo estruja, y si cree que no va a ser lo suficiente cuidadoso como para tenerlo a buen resguardo, me pide que sea yo la que lo custodie. Y nada de deshacerme de él, porque Peque tiene una memoria privilegiada, y tres días después puede ser que me solicite recuperar su tesoro...(lo malo es que para él todo tiempo pasado es "ayer", y "ayer" puede ser hace tres meses, una semana, o dos días, con lo que me puedo volver bastante majara hasta dar con lo que me está pidiendo).

Anoche al llegar a casa manejaba con compulsión una pelotilla de papel. Quería compartir el motivo de su dicha conmigo y me lo abrió para que yo pudiese leer lo que ponía, que venía a ser algo así como "Vidente X, soluciono problemas de amor, dinero, etc.". A saber de dónde narices lo había sacado. Se lo devolví explicándole que a él no le hacía falta tener eso y él me preguntó por qué razón osaba yo hacer una afirmación de tal magnitud (bueno, vale, con sus palabras). Le dije: "Porque Peque, tú no tienes problemas".

Y él, todo digno, me miró y se puso en pie contestándome: "Sí que tengo, ya lo verás...". Dirigió su mirada al horizonte, cogió aire, y acto seguido empezó a recitar un precioso poema navideño.

Sí, un poema (ahora los videntes solucionan "poemas").

Y sin prisa pero sin pausa, mi Henry Irving en miniatura declamó con soltura esa pequeña joya de la poesía que tuvo a bien regalarme gracias a un giro del destino en el curioso caso del vidente en el papelito.






jueves, 12 de diciembre de 2013

Dilemas capilares


No recuerdo cuándo vi la primera. Ahí, asomando su inmaculada blancura en un mar cobrizo. Desafiándome a liberarme de ella (porque claro, si hacemos caso a la leyenda, cuando te deshaces de una vuelven siete). Yo, de alma indómita y amante del riesgo -ejem- me pasé por el forro los consejos ancestrales y cada vez que veía aparecer una de ellas, estirón que te crió. Y así he mantenido a raya durante una buena temporada a mis amigas las canas.

Pero los años no pasan en balde, y aunque aún me queda un trecho para llegar al punto crítico, estoy empezando a plantearme LA pregunta: ¿me teñiré, o no me teñiré? (porque está claro que mi técnica actual tiene sus handicaps, y me arriesgo a acabar como una bola de billar si sigo así).

Puede parecer una cuestión banal, pero en el fondo el tema tiene enjundia. Por una parte no quiero aparentar diez años más que los que tengo con una melena plateada, pero por la otra me da una pereza infinita caer en el bucle de teñirme periódicamente y vivir pendiente del grosor de mis raíces (además no me parece que lo de los tintes tenga que ser muy sano, no sé yo).

Con lo de la enjundia me refería al envejecimiento y sus inevitables consecuencias físicas. De adolescente veía con horror en las revistas o la televisión a ancianas recauchutadas y enfundadas en modelitos que ni yo me atrevía a llevar y con caras deformadas por el colágeno, los liftings de marras y otras maniobras quirúrgicas de lo más aberrantes. Ojo, que no estoy en contra para nada de la cirugía plástica y puedo entender perfectamente que una persona con un complejo halle la forma de sentirse feliz con su cuerpo pasando por el quirófano. Pero creo que hay un límite que no conviene traspasar. Sea como sea, el origen de todo es la lucha contra el paso del tiempo y esa imagen de juventud eterna que nos venden por activa y por pasiva.

Recuerdo observar a mi madre frente al espejo estirándose la piel de la cara con las manos diciéndome: "así tenía la jeta hace diez años, ¡qué vieja me hago!". Y me parecía una estupidez. Yo la veía guapa, con sus añitos, pero guapa. No entendía que quisiese borrar las arrugas de su rostro. Como tampoco entendía a las mujeres que se deformaban voluntariamente para estar "más hermosas y jóvenes". En ese punto me prometí que yo aceptaría mi envejecimiento con regocijo y satisfacción.

Pues bien, ayer me encontraba frente al espejo arrancándome tres o cuatro díscolas canitas y de pronto me descubrí estirándome la piel de mi faz. Exactamente como hacía mi madre. Es fácil eso de juzgar a los demás cuando no estás en su pellejo (nunca mejor dicho), y desde luego es muy sencillo decir que no te joderá hacerte mayor cuando eres adolescente y tu piel está tan tersa como la de un bebé. Pues sí que jode.

Y volviendo al tema que nos ocupa...¿paso de todo y dejo que mi cabellera vaya mutando paulatinamente al color que la naturaleza impone? ¿o me rebelo contra el paso del tiempo -moderadamente, que tampoco voy a hacerme cliente VIP de un cirujano plástico- y sucumbo a la tentación de mantener mi melena castaña? He ahí el dilema.



martes, 10 de diciembre de 2013

Juegos de invierno


Mi nevera apesta. Hiede. Huele mal. Muy mal. Y no, no se me ha podrido nada dentro (que yo sepa). En principio uno no pensaría que el título del post y esta primera frase puedan tener algo en común, peeero...

Este fin de semana pasado la hermana de Mr. X nos invitó a pasar unos días en su casa de la montaña. De año en año hacemos una visitilla al pueblo francés en el que tienen la casita y ello trae implícitas tres tradiciones: comer todo tipo de delicatessen francesas que provocan que mis pantalones se declaren en huelga; hacer excursiones por el lugar (con el pretexto de quemar calorías, cuando lo cierto es que las calorías ingeridas no se queman ni en cinco triatlones) y adquirir pestilentes -y sabrosos- quesos gabachos. He aquí la relación inequívoca entre la fetidez de mi nevera y el sano deporte pirenaico.

Este año me apetecía mucho ir a las montañas por estas fechas por eso de hacer feliz a mi churumbel. Y es que desde que alguien pronunció la palabra "Navidad" él me ha estado preguntado cuándo nevaría. Le he intentado inculcar lo de las latitudes y demás sutilezas que tiene la ciencia de la geografía, pero sigue sin digerir que a nuestra mediterránea ciudad no la cubra un metro de nieve.

La primera actividad que nos propuso mi cuñada fue una excursión con raquetas. Ojo, raquetas para los pies (ya, igual soy la única palurda que la primera vez que visualizó un paseo de ese tipo no acababa de entender que ventaja tenía ir con raquetas de tenis en las manos...). Por suerte esta vez me pillaba experimentada y ya sabía de qué iba el tema. Lo malo fue darme cuenta de que mis tejanos no eran el atuendo más idóneo para la ocasión (que yo pensaba que habría algo de nieve, pero no metro y medio). Por suerte mi querido Mr. X iba preparado por los dos y me prestó unos pantalones aislantes para poner encima de mis vaqueros. Pero no queráis imaginaros la extraña combinación de colores y texturas que conformó mi outfit final. Vamos, que todos iban ideales de la muerte con su ropita fashion para la nieve y Peque y yo (que él también iba poco preparado y rapiñó de unos y otros) parecíamos la Sra. Yeti y su cría por el volumen extraño de nuestros ropajes. Eso sí, en colorines.

El paseo fue de lo más idílico. El cielo azul, el aire puro, la nieve virgen cubriendo el paisaje...Todos íbamos con raquetas excepto Peque, al que acomodamos en un trineo plasticoso, pero de lo más efectivo, que le servía para desplazarse cual maharajá por el monte. Mi cuñado tiraba de él y parecía de lo más liviano. A la vuelta, tras lanzarnos en trineo un rato por una ladera y haber hecho el consabido muñeco de nieve, decidí llevar yo a mi niño. Lo puse en su trineo y me dediqué animosa a la tarea de estirar. Pero íbamos de subida. Comencé a sudar como un pollo dentro de mi cueva de goretex y me resistí a pedir auxilio en un ataque de madrecorajismo de tres al cuarto. Ni que decir tiene que a los cinco minutos abandoné la gesta en aras de mi supervivencia, antes de que una lipotimia decidiese por mí.

Al día siguiente la actividad planificada consistió en pasear por unas pistas de esquí que han cerrado temporalmente y deslizarnos en trineo y "culenbajen" (cosas de jerga de la familia de mi futuro marido) a lo XL. Escogieron la pista más empinada que encontraron y venga, subiendo que es gerundio. Lo mío es el agua, pero en fase líquida y en formato piscina a poder ser, lo de caminar cuesta arriba por una pedazo montaña nevada como que me deja fuera de juego. Mr. X, churumbeles varios y mis cuñados subían a paso ligero mientras yo empezaba a notar como el corazón se me desbocaba y la visión se me hacía borrosa. Cada vez que pensaba que habíamos llegado a la cima ellos querían subir un poquito más. Ni que decir tiene que iba la última de la fila. El último tramo me dejó exhausta. Me quemaba respirar y cada paso que daba me hundía en la nieve hasta las rodillas. Ellos ya habían llegado al destino elegido para tirarnos y estaban haciendo fotos, comiendo mandarinas y mirándome descojonados de la risa mientras yo agonizaba en mi escalada. Pero bueno, llegué. A rastras, pero llegué.
Para bajar elegí un "culenbajen" rojo chillón, aposenté mi cuerpo serrano en el artefacto, grité "Gerónimoooooo" y me lancé cuesta abajo. Pero no pasó nada. Tanta raclette y magret de pato habían surtido efecto y mis lorzas quedaron encalladas en la nieve. Cinco empujones más tarde logré coger algo de impulso...y alcancé lo que mi amiga E llama velocidad absurda (o sea, mucha). En medio de risas histéricas y auténtico pavor noté como el hielo empezaba a colarse por la ropa congelándome la espalda y aledaños y de pronto un desvío en la trayectoria me giró y me dejó deslizándome al revés hasta que una elegante pirueta croquetil acabó con mi aventura. Acabé empapada, haciendo el capullo delante de todos y tiesa de frío. Pero repetí dos veces, así que está claro que me va la marcha.

Después de comer emprendimos el camino de vuelta a una hora que creímos lo suficientemente prudente para no comernos la caravana de vuelta. Los cojones. Nos la comimos con patatas. Cuatro horas para un trayecto de dos. Y yo pensaba que el más problemático sería Peque, pero, oh sorpresa, fue mucho peor gestionar las broncas de las dos adolescentes que compartían el cubículo. Vamos, que semejante tortura debería estar prohibida por la convención de Ginebra. Pero sobrevivimos, llegamos, y aquí estoy para contarlo. Y lo bien que nos lo pasamos, oye.