A las puertas de la verbena de San Juan está a punto de acontecer el éxodo masivo de gran parte de la familia de Mr. X a la casa de verano. Una casa que durante casi tres meses cobra vida y se convierte en la anfitriona de un Gran Hermano doméstico, pero sin malos rollos (o no demasiados, que teniendo en cuenta que de media vivimos allí quince personas, no es moco de pavo).
El otro día me di cuenta de que no es sólo que sea una casa bonita en un emplazamiento privilegiado, es algo más. Mi cuñada diría que se debe a la mística confluencia de unas poderosas fuerzas telúricas. Mi suegra, que se palpa en el ambiente lo bien que se lo han pasado varias generaciones de niños y no tan niños. Mr. X, que la naturaleza le da poder. Cada uno vemos en ella todo lo bueno que quiere darnos.
El sábado por la tarde llegamos allí después de una potente tormenta. Salió el sol y el agua empezó a evaporarse creando una neblina ascendente a través de los rayos de luz. Peque saltaba entre los árboles, sin destino definido, explorando y observando los cambios producidos por la lluvia.
No se ha dado cuenta todavía del enorme privilegio que supone crecer en un lugar así. Su única misión este verano es levantarse cada mañana y dejar que el día le sorprenda. Buscará lagartijas, se irá de excursión, se raspará las rodillas al caer de la bici, se aburrirá y me pedirá que me bañe con él en la gélida agua de la balsa, charlará con Perra de lo divino y lo perruno y al final estará deseando volver a ver a sus compañeros de cole. Pero no será el mismo niño que mañana acaba las clases, porque habrá almacenado en mente y corazón una miríada de recuerdos que lo alimentarán todo el invierno.
¡Feliz verano!