Fui una niña de todo menos precoz. Mientras muchas crías de mi edad empezaban a preocuparse por su estilismo y por cómo atraer al sexo opuesto, yo seguía feliz con mis muñecas y fantasías infantiles. Tanto es así que me recuerdo jugando con muñecas hasta pasados los trece de largo. Ahora creo que tienen más prisa por crecer y quemar etapas (me he sonado a mi madre hace veinte años... esto ya no tiene remedio).
El caso es que con unos doce años, no lo recuerdo bien, le pedí a mis padres para Navidad el establo de Mi Pequeño Pony. Lo quería por encima de todas las cosas. Y hay una cosa que debéis saber de mí. Las sorpresas me ponen espídica. Con la edad he aprendido a controlarme, pero durante años, uno de los pasatiempos favoritos de mi padre era ponerme un paquete delante y decirme que no lo podía abrir. Sadismo, le llaman. Yo notaba un sudor frío en la espalda, taquicardia, me retorcía las manos y empezaba con la cantinela: "¿qué es?, ¿qué es?, ¿qué es?". Al final me dejaban abrirlo para no oírme más.
El caso es que esa Navidad inspeccioné todos los sitios donde mis padres solían esconder los regalos (muy mal, lo sé, pero no era dueña de mi ser), y no encontré el establo. El día D, mi madre me hizo una especie de gincana para llegar al regalo estrella. La muy maquiavélica había encontrado el escondite perfecto. Había descubierto por casualidad que los escalones de madera que conducían a su estudio eran de quita y pon. Y allí lo había escondido. Y sí, era el establo.
Resulta que exceptuando los destrozos típicos y tópicos de la primera infancia yo siempre he sido muy cuidadosa con mis cosas, y el establo y otros cuantos juguetes han llegado indemnes al presente. Cuando tuve a Peque y advertí sus gustos en lo que a tiempo lúdico se refiere ya decidí separarme de mis Nenucos, Tiritones y otros bebuchis que a él plim. Los llevé una Navidad a una recolecta solidaria. Aún así me quedé con las joyas de la corona, entre ellas, el establo, pensando que unos tiernos ponys podían ser objeto de su deseo algún día.
Por fin, este finde, saqué el establo del altillo (bueno, lo sacó Mr. X, que para algo es el alto de la familia). Con toda la ilusión del mundo le enseñé a Peque mi tesoro. Dos flamantes ponys, un minino plasticoso encantador, un establo, y todos lo enseres deseables (vestiditos, cepillos, gorras, bridas...). Peque lo miró un rato. Examinó las posibilidades. Barajó opciones. Me emuló con el cepillo (y casi deja calvo a mi pobre pony lila). Y al fin supo cómo manejarse.
Cinco minutos después los ponys subían al camión más grande y ruidoso de Peque para ser deportados a tierra lejanas (AKA el salón) en una aventura pasillística llena de altercados.
Hombres.