jueves, 16 de abril de 2015

Pionero


Dos veces al año tengo que ir a ver al endocrino para que me haga una ITV de mi defectuosa glándula tiroides (defectuosa como en media población femenina del planeta, porque cada vez conozco más mujeres enganchadas a la levotiroxina sódica, sospechoso…).

Dado que el mundo es un pañuelo -lleno de mocos- mi médico es primo de la recepcionista de Mr. X y siempre que me ve me pregunta por él y por sus bichos exóticos. Un par de chistes por aquí, revisión de peso y analíticas por allá, y santas pascuas, visita acabada.

Peque suele acompañarme porque hago que la visita coincida con mi tarde libre. Para él es un soberano coñazo, sobre todo si hay que esperar mucho. En silencio. En una silla. Con mucha gente carraspeando, mirando al suelo o cuchicheando en voz baja con el de al lado. El infierno infantil.

En esta última ocasión el doctor le preguntó a Peque por las marquitas de su cara y él le explicó lo ocurrido. Para quitar hierro al asunto tras escuchar la narración, al endocrino no se le ocurrió nada más que preguntarle si quería que le hiciese una carota. Mi churumbel asintió divertido y va mi galeno y se lleva las manos a la cara para evertirse los párpados superiores. Grima es poco, y Peque empezó a gritar del susto, menudo acojone así en un pis pas.

Poco tardó el crío en poner los pies en polvorosa, y una vez fuera del la clínica me dirigí a parar un taxi ya que tenemos una conexión horripilante de transporte público para volver a casa desde allí. Peque me bajó la mano y me dijo:

-No mami, vamos caminando.

No es que es que sea un camino interminable, pero la hora y pico de subida no te la quita nadie. Iba a reconducir sus deseos usando mis artes de madre con casi cinco años de experiencia en estas lides cuando su último argumento me convenció:

-Es que mamá, quiero ver el mundo.

Cualquiera se niega. Me embargó una emoción infinita. Hablaba con pasión, con ganas de descubrir lo que está más allá de su universo conocido. Además, me pidió específicamente que fuésemos por lugares nuevos, a ver dónde nos llevaban. Acepté la propuesta con algunas condiciones, porque el objetivo final era llegar a casa para la cena, pero no pude evitar recordar una fantasía adolescente recurrente que tuve que consistía en coger el coche y pillar carretera sin destino fijo (después se me jodió la fantasía al descubrir que odio conducir).

Mientras emprendíamos el camino Peque añadió:

-Además mami, tengo que ponerme cachas para ir a la montaña con papá.

Aquí se me pudo ver poniendo los ojos en blanco. Está claro que Mr. X está haciendo campaña con el chiquillo.

Sin prisa y con muchas pausas, llegamos a un parquecito cerca de nuestra casa. A esas horas estaba desierto (porque la gente normal con hijos pequeños no está explorando el mundo, sino haciendo la cena), y lo de tener todas y cada una de las atracciones para nuestro disfrute personal nos dio subidón y nos fuimos directos a la centrífuga.


Hago aquí un inciso. Hay que ser gilipollas de remate para meterte en un instrumento de tortura así si sabes:

A- Que eres patosa y lo has demostrado.

B- La centrífuga la carga el diablo.

Vale, pues soy gilipollas.


Me subí con Peque y mientras él se acomodaba en las barandillas, yo me puse en el centro y le metí caña al "volante". Tanta caña que de pronto me di cuenta de que todo el puto parque rodaba a mi alrededor a velocidad máxima. Me subió la primera papilla al esófago y traté de recular para sentarme en la barandilla. Todo lo que recuerdo es que mi equilibrio se fue a tomar por saco en algún momento de la maniobra mientras mis espinillas rebotaban contra el borde y mis piernas se centrifugaban colgando fuera de la estructura. Está claro que sobreviví o no estaría aquí dándole al teclado, pero tengo dos bultos color berenjena en las patas que no me hacen conjunto con ningún pantalón.


Cuando Peque quiere ver mundo, yo me acabo comiendo el suelo.



Bonus track:





lunes, 13 de abril de 2015

Boys version


Cuando era una adolescente, y como suele suceder a esa edad, la música tenía que estar siempre presente en mi vida. Por la calle no me separaba de mi walkman (soy así de carroza). En casa necesitaba mi dosis hiciera lo que hiciese: estudio, lectura, cháchara por teléfono… Recuerdo poner mi casete de los Jackson Five a todo trapo en la torre musical del comedor mientras me duchaba (lo cual llevó a que mis padres me prestasen un radiocasete del año de la catapún para que me lo metiese en el baño y los dejase en paz a ellos de una vez por todas). Podía escuchar I want you back veinte veces seguidas (eso significaba rebobinar veinte veces, el día que le explique a Peque la maniobra en cuestión lo va a flipar). Comparto esa neura con mi madre. Cuando se enganchaba a una canción la ponía en bucle sin parar. Resultaba un tanto enajenante, pero está claro que esa filia debe ser hereditaria porque me ocurre lo mismo. Y cada canción me transporta a un mundo de sensaciones particular.

En casa lo primero que hago cuando me levanto (bueno, lo segundo, lo primero es hacer pis), es enchufar la radio. Así desayunamos Mr. X, Peque y yo cada mañana, en la cocina y –si el humor lo permite- bailando un poco. Me da energía para empezar la jornada.

Todo esto para explicar que cada época de mi vida tiene una BSO. La canción que me ronda desde hace poco está llena de luz, color azul cielo, ritmo contagioso y alegría. Y resulta muy adecuado, porque ayer fuimos a conocer al primogénito de mi amiga E, un guapérrimo bebé de cinco días, y la reunión resultó luminosa, feliz, repleta de risas y buen rollo en la mejor compañía posible.

Como no podía ser de otro modo, le regalé sus putos patucos






                                              

Tal y como te dije E, bienvenida a la maternidad, que el camino sea largo y dichoso.








jueves, 9 de abril de 2015

La cosa


La cosa era una caja descomunal llena de cacharros electrónicos obsoletos, cds, bombillas, pilas... que me miraba desde la habitación de los niños cada vez que pasaba por delante. La cosa debía llevarse un martes al punto verde para que allí se hicieran cargo de ella, y antes de que llegase a sus enormes dimensiones le había pedido unas cuantas veces a Mr. X que la bajase él a la zona de reciclaje, pero por una razón o por otra nunca era posible. La cosa creció exponencialmente la última semana de su existencia y yo ya estaba harta de verla ocupando espacio vital (cosa que en mi abarrotada casa es un pecado capital).

La semana pasada me quedé de rodríguez en casa. El lunes estuve valorando el llevar yo la cosa al punto verde. Discurría sobre ello mientras freía unos espárragos verdes para la cena. En contra: su peso, mi poca fortaleza física y los (aproximadamente) cien escalones que me separaban del lugar de recogida. A favor: ganar espacio (algo fundamental teniendo en cuenta que el fin de semana venían los niños y seríamos seis personas en mi queli) y dejar de ver a la cosa espiarme desde su rincón con risa sardónica.

Hasta el último momento contemplé rajarme, pero cabezota que es una, decidí que por mis ovarios la bajaba. Dejé todo preparado con tiempo y al fin, cogí a la cosa en brazos. Supe al instante que iba a arrepentirme, pero aún así salí de casa con el mamotreto en brazos.

La portera me miró con cara de susto y me aconsejó que fuese con cuidado y no me resbalase. Aún podría haber dado marcha atrás, porque ya en el vestíbulo del edificio la tensión soportada me hacía temblar los brazos y las pantorrillas, pero es que soy aries joder.

El primer tramo lo hice casi de carrerilla, sabía que a la que parase lo tendría que hacer cada tres pasos. Y así fue. Me paré justo antes de las escaleras del infierno y a partir de ahí tuve que hacer pausas cada dos escalones. O se me rajaban las manos por el afilado borde de plástico, o no veía el suelo y me jugaba el trompazo del siglo, o la espalda se me encorvaba en un arabesco nada natural. Con todos los puñeteros músculos de mi cuerpo en tensión logré llegar hasta abajo. No dejaba de mirar alrededor por si las miradas de la gente eran del tipo que indica que estás dando el cante a base de bien (el pudor es lo que tiene… ). Desde allí hasta el punto verde hay unos ciento cincuenta metros. No sé ni cómo llegué, me dolía cada átomo de mi ser y el sudor que me regaba la espalda era radioactivo. Me repetía como un mantra "a la que dejes la cosa pasará el dolor, deja la cosa y pasará el dolor". Los cojones. Solté la puñetera cosa en el punto verde y el dolor no remitió. Además el empleado me miró con hastío porque había interrumpido su sesión de tocarse los huevos y me aleccionó sobre la correcta clasificación de los residuos. Lo escuché de refilón porque creo que hasta el oído me dolía.

Empecé mi trayecto al curro y el cuerpo no me respondía. Un dolor agudo me corroía la articulación coxofemoral izquierda (se siente, deformación profesional). Iba como a cámara lenta, como en esos sueños en los que quieres correr y no hay manera. Igualito. Pero sin soñar. Putada.

Expliqué la batallita a mis amigas por whatsapp y mi querida gallinácea me dijo: "La próxima vez ponte en plan sargento... baja la cosa, baja la cosa... ¡pero tú no te muevas!". Ella bautizó a la cosa, y por supuesto ya no me sale llamarla de otro modo.

Al día siguiente mi problema locomotor no mejoró. Al incorporarme de la cama millones de alfileres me perforaron cada fibra de mis cuádriceps. Además tenía que llevarme a Peque al curro. La primera mitad del día fue bastante decente, pero al final salió la vena Mr. Hyde de mi churumbel y como lo de la empatía aún no lo hemos desarrollado, me dio un apretujón de frustración en el muslo que me dejó seca. Debo añadir que veníamos del supermercado, donde se había gestado la rabieta, que yo iba cargada como una mula con las bolsas que me pesaban más que todas las cosas (en buena hora compré dos litrazos de gazpacho que estaban de oferta) y que como colofón del momento se reventó una anilla de mi bolso y éste acabó espachurrado en el suelo. Me arrastré lastimosamente hasta la marquesina del autobús con las bolsas colgando un brazo, el bolso agarrado como si tuviese pezuñas en vez de manos, y el niño del exorcista mirándome con amor.

Pero eh, la cosa estaba fuera de casa. Olé yo.







martes, 7 de abril de 2015

Elegir


Abro los ojos. Perra viene a saludarme al oír el sutil movimiento de mis brazos que anuncia que estoy despierta. ¿Dónde está Perro? Recordar lo sucedido hace que tenga ganas de sepultarme bajo el edredón y llorar todas mis penas. Todas y cada una de ellas. De hecho, empiezo a hacerlo. Algo me empuja al mismo tiempo a salir de la cama y disfrutar de mi té matinal. ¿Disfrutar? ¿Cómo voy a disfrutar de algo con lo que ha ocurrido? Me anclo en el dolor unos minutos más. Oigo a Peque y a sus hermanos reír en el comedor. Siento de nuevo el cosquilleo de las ganas de levantarme y hacer cosas. Y la culpabilidad acecha otra vez. Tener ganas de disfrutar cuando todavía hay heridas en plena cicatrización es incongruente.

Y tienes dos opciones. O te quedas en la cama hundida en la miseria de tus amarguras o te aferras a esa ilusión incipiente y testaruda que no se rinde ante las circunstancias.

Parrulina me recuerda que no se vale ceder, que hay que ponerse en pie y seguir adelante (y ella sabe de lo que habla).

Y elijo sonreír, ni que sea a medio gas, porque ese pequeño signo de felicidad gestará una alegría más serena y duradera. Porque gozar en momentos difíciles no niega el duelo, ni refuta su existencia. Sólo lo hace más llevadero. Porque sentir dicha no me hace olvidar los que me escoltaron parte del camino, amigos, primos, tíos, padres, animales amados. Mi corazón está bien acompañado.







sábado, 4 de abril de 2015

Decisiones difíciles

 
Para hoy tenía preparada una entrada graciosa. Cuando la escribí pensé en lo mucho que se notaba que estaba mejorando mi ánimo. La dejaré para el próximo día.

Hoy vuelvo a la tristeza.
Ayer por la mañana me levanté con ganas de hacer cosas. Lo primero fue cortarle el pelo a Mr. X, y ya que estábamos, me lié a rapar a Perra y Perro. Empecé con Perra. Disfruté del proceso, a pesar de que la peladora es de personas y tardo muchísimo. Pero se parece a tejer, me mantiene absorta.
Picoteé algo para comer y seguí con Perro. Más difícil, se peleaba con la maquinita, acabó nervioso.
Me metí en la ducha para adecentarme porque nos íbamos todos a pasar la tarde con la familia. Estaba saliendo cuando oí el típico ruido de gruñidos que hacían Perro y Perra al pelearse. Pero no eran Perro y Perra. Mr. X chillaba, Peque gritaba. Mr. X vino corriendo: "¡Perro lo ha mordido!". Tuve lo más parecido a una crisis de nervios que he podido tener en mi vida al ver la sangre correr por la cara de Peque.

Hospital. Llamadas. Decisiones.
Mr. X me lo dijo bien claro: " No quiero el perro en casa".
Yo tampoco. Fue un ataque injustificado cuando Peque se acercó a abrazarlo. Se me rompe el corazón.

Pude localizar a Teresavet. En mi interior sabía cuál era la decisión correcta, pero necesitaba una opinión externa y experta. Mil gracias Teresa.

Buscar un hogar adoptivo a un perro mayor, que ha sido agresivo con un niño... Yo sé lo que le hubiese dicho a cualquier cliente en mi situación. Pero era Perro, el preferido de papá, el que pesábamos en un bol en la cocina cuando llegó, el que adoraba mamá. Aunque siempre advertí a mis padres que algo en su carácter no estaba bien no pensé que llegase a esto. Al menos ellos no lo han vivido.

Ayer eutanasiamos a Rex.

Peque está bien y tranquilo. Ningún trauma, juega con Perra ajeno a lo que podría haber ocurrido.



Lo siento compañero. En el alma. Si te encuentras con los jefes ojalá seáis felices juntos allí donde
estéis. Y diles que me perdonen.