En casa, mami no era mi madre, era mi abuela. La llamaba –y la llamo- así por una costumbre francesa. Ella me crió durante mi primera infancia porque mamá trabajaba de noche y a duras penas se mantenía despierta para llevarme al colegio por la mañana.
Mami son cientos de refranes, botellitas de colonia, fanta de limón, abanicos de colores, agujas de punto y ganchillo y plis para el pelo. Y macarrones, sopa de pescado, croquetas, canalones… ¡qué bien cocinaba!
Cuando mamá y papá se fueron a vivir juntos y yo con ellos, la eché terriblemente de menos. Cada noche la llamaba para desearle las buenas noches, y muchos fines de semana me quedaba con ella. El domingo, cuando mis padres me recogían, yo no podía evitar sentir una nostalgia infinita, y a veces, tras girarme por última vez y verla despedirme desde el marco de la puerta, me ponía a llorar pensando que quizás se moría al cabo de poco y era el adiós definitivo (a melodramática no me ganaba nadie). Entonces no podía ni imaginar que iba a sobrevivir a sus dos hijas.
Mi abuela tiene ochenta y ocho años, es viuda desde los cincuenta y nueve, tiene tres hijos vivos, seis nietos y un bisnieto. Hasta el año pasado vivió en su pisito de alquiler. Una mañana se levantó y sus piernas ya no la sostuvieron más. La condena de la silla de ruedas significó tener que dejar su hogar y que mis tíos se ocupasen de sus pertenencias, que hoy en día están en un trastero urbano. Desde entonces, vive en una residencia de mi ciudad.
En los últimos años, mi contacto con ella era más bien esporádico. Por un lado porque la rutina diaria te arrastra con sus exigencias y por otro porque yo estaba más volcada en cuidar a mi padre. Al morir papá e ir mi abuela a la residencia, retomé el contacto continuo.
Visitarla en ese lugar al principio me costaba un mundo (y no solo porque esté donde cristo perdió el gorro, como diría ella). Aunque mami no es de quejarse, le supone una penitencia tener que estar allí. Es una persona mayor, pero la cabeza le rige perfectamente, y la mayoría de ancianos que la rodean están, por desgracia, muy deteriorados. De todas formas, ha encontrado un buen entretenimiento. Se me ocurrió llevarle un libro electrónico y ver cómo se apañaba y ya lleva leídos treinta ejemplares (¡y ahora está con Cincuenta sombras de Grey!).
Ya no me supone tanto esfuerzo ir allí. Noto buen ambiente, las enfermeras y celadores son agradables y la tratan con mucho cariño. A veces voy con Peque, pero entiendo que para él es un soberano coñazo. Ha visto poco a su bisabuela, y no tiene un vínculo afectivo con ella.
A mí me encanta pasar un rato a su lado, porque primero me cuenta los cotilleos más recientes de la resi y después rememora algunas anécdotas de su vida, como cuando en los años cuarenta fue de excursión a un pueblito de la costa y tardaron ocho horas en autocar, o cuando vivió los bombardeos de la guerra civil, o cuando nació mi madre… A mis casi cuarenta puedo entenderla desde una perspectiva mucho más enriquecedora. Qué lástima no tener una nómina plagada de ceros y pagarle una casa donde pueda mantener sus cosas y pasar así los años que le queden, entre sus recuerdos.
Eso sí, cada vez que me despido de ella y la veo agitar la mano desde la silla de ruedas, vuelvo a ser aquella niña de diez años que sentía una nostalgia infinita cuando, justo antes de perderla de vista, se giraba y le decía adiós con el corazón en un puño.