martes, 24 de noviembre de 2020

Lo que puedo, y lo que no puedo decirte


No puedo decir que fueses candidata a Perra del Siglo, porque aún guardo un nada grato recuerdo de todos los bichos que te cargaste en tu época dorada de cazadora de todoloquesemovía.
Tampoco puedo declarar que fueses la más sociable; sacarte a pasear cuando estabas sana y lozana era un deporte de riesgo, y me obligabas a buscar las horas más intempestivas para no cruzarme con ningún otro can del barrio (gracias, sordera y ceguera seniles, por facilitarnos las cosas).
Desde luego, nadie en su sano juicio puede aseverar que no fueses la más plasta del mundo a la hora de nuestras comidas, husmeando cualquier átomo de alimento que se nos cayese del plato, echándonos el aliento encima y cuando todo fallaba, rascándonos con la pata para pedir limosna.

Todo eso, Whity querida, no lo puedo decir.

Pero sí diré, ahora que ya no estás, que el silencio en casa cuando se queda vacía me parece abrumador. Que cada vez que entro y no te veo venir bamboleando las caderas para decir hola, se me escapan las lágrimas. Que no tenerte echada frente a la puerta de la cocina mientras ando entre fogones me llena de soledad (y además, he descubierto lo efectiva que eras lamiendo el suelo cuando me daba la vuelta para buscar algo, ahora me toca barrer cuando termino de guisar). Que echaré de menos tu pelo fino y dorado, aunque me tuviese frita encontrarlo hasta en los calcetines. Que has sido la mejor compañera para P, que por las mañanas nunca se iba sin sentarse a tu lado y susurrarte cosas bonitas al oído. 

Si te diré, Whity querida, que honraremos tu memoria, que fuiste buena y cariñosa, y que el amor que sentimos por ti, nos ha hecho mejores personas.

                                  









 

miércoles, 28 de octubre de 2020

Confina-dos, tres, cuatro, cinco

Cuando el doce de marzo nos dijeron que al día siguiente los niños no iban a la escuela y todo apuntaba a un confinamiento más o menos largo, mi jefa me propuso tomarme unos días de vacaciones (que finalmente fueron un mes entero) y Mr. X y yo nos planteamos como afrontar la etapa. Por fortuna, la casa familiar en las afueras de la ciudad estaba disponible, y el sábado por la mañana hicimos las maletas y nos fuimos allí. He de decir que con el coche lleno hasta la bandera despertamos las suspicacias del vecindario, y por las miradas de soslayo que nos dedicaban, más de uno debió pensar “otros que se van a su segunda residencia”. Lo cierto es que repartimos nuestro tiempo entre la casa de la ciudad y la de las afueras, que está en medio del bosque, a apenas siete quilómetros del piso. Una joya escondida entre la maleza, un regalo que pudimos disfrutar los cinco: Mr. X, P, su hermano O, su hermana A y yo misma. 

La casa está en una zona tranquila, a más de medio quilómetro de la carretera más cercana, un pequeño oasis rodeado de floresta a medio camino entre la ciudad y el pueblo más cercano. Habíamos estado el fin de semana anterior, pero aún así la casa estaba fría. Decidimos no tirar de calefacción, que funciona con gasoil y habría costado una fortuna, y parte de nuestras tareas diarias consistieron a partir de entonces en ir a buscar madera al bosque, cortarla, y disponerla para la estufa de leña. 

Las primeras noches me costaba conciliar el sueño. Por lo extraño de la situación y porque el silencio era absoluto. Pero muy absoluto. Normalmente se oye algún coche a lo lejos en la carretera. Nada. Silencio abrumador hasta que con el amanecer llegaba la sinfonía de pájaros piando con los primeros rayos de sol (parecía toda una rave de la naturaleza). Me despertaba la primera, encendía la estufa, dejaba salir a Perra a husmear el rocío de la mañana y hacer sus necesidades, y tomaba un té en silencio leyendo -o viendo Netflix, seamos sinceros y estropeemos un poco lo bucólico de la imagen- hasta que algún otro habitante amanecía, no antes de las nueve de la mañana. 

Aunque se recomendaba mantener rutinas parecidas a las habituales, nos lo pasamos bastante por el forro. P se levantaba cuando su cuerpo serrano ya no podía aguantar más en horizontal y nos acostábamos todos tarde. A decir verdad, las noches eran lo más divertido. Cenábamos viendo una serie en la cadena autonómica y después, si había quorum, jugábamos al pinacle hasta que alguno lograba fulminar al resto. Enseñé a P a elaborar refrescantes San Franciscos sin alcohol, y se convirtió en el barman oficial del lugar. 

En mi día a día suelo caminar bastante, y la segunda semana vi que los valores del podómetro de mi teléfono caían en picado, así que me propuse poner remedio a la situación. Aunque al principio podíamos salir a pasear por el bosque (después nos lo prohibieron), yo no solía hacerlo. Por un lado, Mr. X seguía trabajando y yo me quedaba sola con la juventud y sin coche. Por otro, fuera de la propiedad la cobertura es mínima, y me he acostumbrado a deambular escuchando podcasts, en concreto los tres del cuarteto calavera formado por Juan Gómez-Jurado, Arturo González-Campos, Rodrigo Cortés y Javier Cansado (es decir, Cinemascopazo, Todopoderosos y Aquí hay dragones), por lo que me tenía que quedar en el jardín para pillar algo de señal. Dadas las circunstancias, lloviese, hiciese un frío de tres pares o el sol me abrasase la piel, cada día salía dos horas a caminar alrededor de la casa. Y no es un edificio tan grande, tardaba minuto en dar una vuelta corta y dos y algo en dar una vuelta larga (según los árboles que esquivaba). Acabé conociendo cada nido en las ramas, cada arbusto escondido, y cada grieta en la pared. Y qué bien me lo pasé. Al cabo de una semana, mi recorrido quedó marcado en el suelo, aplastando la hierba y abriendo un surco en las zonas pedregosas. Un poco hámster en la rueda, pero para mí, del todo relajante. Eso, más los ratos de lectura, escritura y dibujo fueron mi terapia particular. 

Nuestro periplo del confinamiento no estuvo exento de contratiempos que amenizaron las jornadas. Se atascaron las cañerías y eso supuso levantar medio jardín (menos mal que un “vecino” manitas nos echó una mano y se encargó de las obras, cosa que alteró mi recorrido hamsteriano y me obligó a incorporar saltos y filigranas a mi andadura); cuando se activaron las clases online nos dimos cuenta de que la conexión no daba de sí y solicitamos que nos instalasen fibra óptica (algo que, milagrosamente, al final conseguimos) y Perra tuvo achaques varios que superó perfectamente (menos mal que en casa, de bichos, algo sabemos). 

Gracias al whatsapp mantenía contacto diario con mi abuela, que en la residencia dejó de poder recibir visitas, y también con el resto de amigos y familia. Hacíamos llamadas grupales semanales y eso nos permitía estar conectados con el exterior. Además, las nuevas tecnologías nos posibilitaron mantenernos en forma haciendo deporte online con el dojo de P y con mi amiga yogui Eli

Seguíamos las noticias lo justo y necesario para estar informados de la normativa vigente según se actualizaba, pero nada más (y mantenemos esa tónica). Nos perdimos la hora de los aplausos en los balcones, y la camaradería vecinal, pero somos conscientes de que nuestro confinamiento fue privilegiado. Y una oportunidad de oro para hablar muchísimo en familia de varios temas pendientes, algunos más dolorosos que otros, pero todos terapéuticos y sanadores. 

En mi caso, lo que me costó más sobrellevar fue la educación online. Quien me conoce sabe que suelo disponer de una paciencia considerable. Pues con P y los deberes queda demostrado que será ingente, pero no es infinita (vamos, que con P es una puta mierda de paciencia). Él, las tareas y yo formamos una combinación explosiva que ni la Coca-Cola y los Mentos. En fin, corramos un estúpido velo, porque lo cierto es que P acabó el curso muy dignamente y haciendo los dos un esfuerzo por no enviar a cagar al otro cada dos minutos. 

Pasado el primer mes yo retomé mi trabajo con visitas programadas y encadenamos el confinamiento con el verano, con lo que pasamos medio año entero seguido en la casa. Ver el paso de las estaciones a través de los cambios en la vegetación y en el comportamiento de las aves, insectos y demás criaturas fue una experiencia que disfrutamos sobre manera. Eso sí, una vez acabado el estado de alarma, los jóvenes pusieron pies en polvorosa. Ellos aún necesitan volar y conocer, y salir, y socializar, y explorar. Yo, en el pequeño mundo boscoso alrededor de la casa, con mi gente y mis ratos de introspección, ya soy feliz.

      










jueves, 15 de octubre de 2020

Lo que el coronavirus se llevó


Si en vez de escribir en un blog, fuese yo instagrammer o videoblogger, supongo que lo acertado sería comenzar con una inspiración profunda, soltar el aire poco a poco, y preguntarme -retóricamente- por dónde retomar el hilo. 


Lo que sí tenía claro era el lugar en el que estaría escribiendo esta entrada: un bar tranquilo de Barcelona, mientras P está en la escuela, aprovechando las horas que ahora me han quedado libres desde que hace unas pocas semanas cerrase definitivamente la consulta donde ejercía de veterinaria. El coronavirus no ha sido el causante del cierre, pero desde luego no ha ayudado. Por fortuna, puedo permitirme unos meses para redefinir mi vida profesional y retomar la escritura, algo que echaba mucho de menos.

Han sido meses extraños, y cuando me siento extraña me cuesta un mundo ponerme a redactar nada, a pesar de conocer el poder terapéutico que tiene para mí escribir. Supongo que necesito tener digerido y procesado lo que me ocupa la mente para poder empezar a ponerlo en palabras. Nos confinamos durante meses en la casa familiar en las afueras, a quince minutos en coche del trabajo de Mr. X, pero aislados en medio de la floresta. Mr. X no dejó nunca de trabajar, yo sí durante algunas semanas, y me encargué de la logística en la casita del bosque. Más tarde me reincorporé, y el verano trajo algo de libertad y el retomar el contacto social. Trajo un poco de playa, sol, baños sanadores… pero también trajo la muerte de mi abuela, y apenas un mes después, la de mi tío.

No me apetecía para nada volver aquí en las primeras fases del duelo, cuando es más fácil caer en el tono trágico y regodearse en la -justificada-tristeza. Un buen amigo me dijo que hablase de mi abuela cuando pudiese homenajearla como merece recordándola con alegría. Y por extensión, así quiero hablar de las pérdidas de estos meses, porque todo se transforma, cambia, evoluciona, y ahora me siento en un lugar privilegiado, con tiempo para hacer cosas que tenía pendientes, disfrutar de esas horas que me ha cedido el cierre de la empresa y, porque no, volver al blog.




miércoles, 22 de enero de 2020

Entretenimientos domésticos



Los años no perdonan, y bien lo sabe Perra, que ya ha cumplido catorce, y aunque no lo parezca va medicada hasta las trancas por culpa del lupus que arrastra. Fruto de su adicción a la cortisona (y de su forma de ser también, no nos llevemos a engaño), es una tragaldabas caminante que se zampa todo lo que encuentra por el suelo o en tu mano si por casualidad queda al nivel de su morro. Ergo cada dos por tres nos regala una diarrea de intestino grueso de libro (me ahorraré los detalles técnicos).

Pero no solo ella padece de alteraciones gastrointestinales en mi queli querida.

Domingo por la tarde tras pasar el día en la exposición de legos. ¿A qué quiere jugar P? A legos. ¿Quién tiene que ayudarle a fabricar un furgón blindado? La menda. Así que en un alarde de compromiso parental, me dispuse a echar una mano a mi churumbel con sus construcciones. El resto del cuadro lo conformaban Mr. X, que con unas horrorosas gafas redondas adquiridas en el Tiger para poner remedio a la presbicia, se peleaba con el PC y las cuentas del mes; la hermana mediana de P, A, que a falta de espacio en nuestro minúsculo hogar, ha adoptado la costumbre de apalancarse en el lavabo pequeño con su ordenador para escuchar música mientras diseña, dibuja o se comunica con sus congéneres vía cibernética; y por último el hermano mayor de P, O, que miraba alguna serie netflixiana en su móvil aposentado en el sofá.


Ya que tenía que ponerme creativa con los ladrillitos de colores, me entraron ganas de escuchar música, y desde que nuestra tele ha digievolucionado y podemos acceder a Youtube, la uso a modo de aparato musical. Últimamente he taladrado bastante a mi familia con La flauta mágica de Mozart, y cuando sugerí poner la ópera de nuestro colega austríaco me saltaron a la yugular (no los culpo). Mr. X propuso pasarnos a compositores alemanes y me decidí por La novena sinfonía de Beethoven. Enterita. Hubo quejas, pero me las pasé por el forro, directamente.

A nivel del segundo movimiento, Mr. X y yo empezamos a tararear y P protestó enérgicamente (siempre que uso esta expresión me acuerdo de Demi en Algunos hombres buenos). Entonces O comenzó a quejarse del volumen y de que la música le estaba alterando, y eso me resultó sospechoso, porque Dvořák o Wagner están entre sus preferidos, y los tipos, tranquilitos en sus composiciones tampoco eran, pero seguí pasándome las quejas por el arco del triunfo ya que nos acercábamos al cuarto movimiento, mi predilecto.

A estas alturas O se había incorporado y empezaba a tener un tono facial cetrino. Se mascaba la tragedia, pero yo estaba inmersa en el coro de voces que te acercan a ese final tan apoteósico que nos regaló Ludwig. A todo esto O seguía con la letanía de lamentos, que si me estoy mareando, que si Beethoven no me está sentando bien… y yo, cuando me aproximo a un clímax musical no estoy para historias, así que le recomendé que vomitase, que es lo que parecía que le pedía el cuerpo, y seguí a lo mío. En esos minutos mágicos en los que los violines te llevan a toda mecha hasta la colosal explosión del coro, O se levantó de un salto y corrió al son de la música hasta el lavabo pequeño con la intención de vaciar su convulso estómago, para descubrir al abrir la puerta que A estaba apalancada con el ordenador. Giró a toda velocidad hacia el otro lavabo –en cuya trayectoria estábamos P y yo haciendo legos-, y en el mismo instante en que el orfeón entraba con toda su potencia, O vio que no llegaba, y propulsando su cuerpo hacia adelante, un arco de vómito se dibujó en el aire cual arcoíris infecto para acabar estrellándose en el suelo del comedor, a escasos centímetros de la puerta del lavabo, y resultando damnificadas en el proceso la esterilla de la ducha y varias piezas de lego que reposaban esperando su turno para entrar en el juego. P y yo no nos quedamos a escuchar más arcadas (ni el resto de la Oda a la alegría), dado que tanto mi churumbel como yo somos muy empáticos con eso de potar, y nos hubiésemos unido a la juerga en unos segundos. Huimos despavoridos a la cocina en busca de asilo político mientras encomendábamos a Mr. X, que en ese momento estaba haciendo bombones de chocolate, que se encargase de retirar los restos de pasta con trufa blanca mal digeridos que estucaban las superficies de nuestro comedor.

Hice un intento de asomarme a echarle una mano, pero fue breve, porque el ácido clorhídrico al aroma de trufa sacudió mi pituitaria y mi estómago se contrajo, así que huí de nuevo. Pero pude ver por el rabillo del ojo que O sacaba el hígado en el váter, que Mr. X empezaba a recoger el desaguisado y que Perra… ¿adivináis? Sí, la misma que cuando le pongo el bol de pienso lo olfatea con desgana y se larga muy digna ella como diciendo que lo que le sirvo es bazofia, la mismita, se estaba pegando un atracón de vómito.

Por fortuna, aunque un trozo de fuet cazado furtivamente le de cagalera una semana, la tapita de arcadas no causó males mayores.

Y esa, en resumidas cuentas, es la forma en la que pasamos los domingos por la tarde.