Ayer Peque y yo estábamos de subidón, y como unos Magallanes de los parques urbanos decidimos explorar un territorio ignoto. Nos había llegado el chivatazo (vía abuela) de que cerca del cole de mi churumbel inauguraban una nueva área de recreo, y a pesar del solano de las cuatro y pico de la tarde, nos encaminamos jubilosos a nuestra misión. A medida que nos acercábamos intuí el primer escollo de nuestra travesía. Allí no había sombra ni de un miserable arbusto. Bueno, la había en un rinconcito, pero cuatro madres más rápidas que nosotros estaban de palique monopolizando el oasis de penumbra...
Abrimos la cancela del recinto y nada más meter un pie dentro se me coló kilo y pico de arena en la sandalia. Y no hay sensación que odie más. Arenisca abrasadora lastimando mis pobres piececitos. Emulando a Rocky Balboa y su "no hay dolor" busqué una zona donde aposentar mi trasero mientras Peque saltaba como una pulga de un rincón a otro. Por el camino nos tropezamos con un instrumento de tortura cuya visión me heló la sangre al recordar aquella otra
aventura materno-filial que acabó con hostiazo por parte de la menda, pero por suerte no nos entretuvimos mucho allí.
Yo iba libro en mano ("La trilogía de Nueva York", de Paul Auster -¿cómo he llegado a los treinta y siete sin leer nada de este hombre...?-), pero pronto me di cuenta de que no tendría oportunidad ni de abrirlo. Como si estuviésemos en una
rave en la que se repartiesen consumiciones gratis, aquello se llenó en cinco minutos hasta los topes. Enjambre de progenitores e hijos atraídos por flamantes instalaciones a estrenar.
Peque iba dando tumbos de la torre al tobogán y de ahí a la pala del arenero, intentando que alguno de los niños que acaparaban la codiciada herramienta la soltasen por un segundo. Yo trataba de seguir su silueta entre los tropecientos seres humanos que lo rodeaban.
A todo eso, un bebote de no más de catorce meses (me he venido arriba con eso de calcular tiernas edades) empezó a rondarme. El tío se acercó a mi banco y solito se subió. Yo buscaba con la mirada a su madre, pero nada, fracaso absoluto. El niño era un peligro. Arriba, abajo, ahora me descalabro por aquí, ahora me rompo la crisma por allá... Bueno, como son de goma no se hacía nada, pero yo estaba acojonada perdida. Una abuela sentada en la vecindad me miraba con mala cara, como si el niño que le reptaba por el bolso fuese cosa mía. Aburrido de nuestra poca voluntad de juego se fue al tobogán y a punto estuvo de que una niña de cinco años se lo llevase por delante. Entonces, una de las cotorro-madres de la anhelada zona fresca del parque se levantó para recoger a su niño. Yo lo flipo, francamente. O quizás soy muy agonías, que también puede ser, pero cuando Peque tenía esa edad me pasaba el día pululando a su alrededor para evitar desgracias.
El caso es que mi hijo, y no el postizo que me había ocupado los últimos diez minutos, vino a buscar mi ayuda para conseguir la pala. Yo le animé a presentarse a los críos que copaban los recursos areneros y pedirles si podía jugar con ellos. Y, oh milagro, me hizo caso. Olé él, yo a su edad, con mi timidez cuasi patológica, no me habría lanzado ni harta de Nesquick.
De todas formas no funcionó y tuve que intervenir, pero eran niños majetes y al final se la dejaron. Lo malo es que con tanta afluencia de público enseguida surgieron competidores. Peque me miraba por rencor por no haber traído su propio cubo y supe que era el momento de ahuecar el ala.
Justo al lado del recinto han colocado unas estructuras para niños más mayores. Son de cemento y con tableros en medio para poder jugar al ajedrez. Los críos las usan como naves-barcos-similares, pero tienen unas aristas que más tarde se revelaron peligrosísimas.
Peque se subió a una entusiasmado. Allí había tres chicos más y los muy bribones lo echaron. Lo animé a que jugase con ellos, pero volvieron a quitárselo de encima y lo empujaron. Y ahí, sí, señores y señoras, me sale la madre tigre me-cago-en-los-piojos-como-tú-que-empujan-a-mi-hijo. Me acerqué y con voz bajita y mirada láser les expliqué que el parque era para todos (gracias mamá por haberme enseñado la mirada láser, no veas lo que mola).
Peque estuvo un rato revoloteando hasta que un chaval se dio un golpe en el ojo. La verdad es que daba apuro verle. Yo no sabía si acercarme o no. Por un lado me sale la vena "sanitaria", pero por otra yo curo bichos, no personas, y alguien se pueda tomar a mal que pretenda ir de doctorcilla cuando su niño tiene una brecha en el ojo. Como vi que todas las amigas de la madre del afectado lo tenían controlado opté por mantenerme al margen. Le auguro un futuro tirando a breve a las dichosas estructuras.
Así pues, parque inaugurado. Casi que nos quedamos con los clásicos.