lunes, 30 de noviembre de 2015

Empezar



Ser hija de dos personas carismáticas y creativas implica haber recibido una herencia que va más allá del amor y aprendizaje vital que me dieron mientras me acompañaban.

De mi madre he heredado una colección de más de ciento setenta lienzos. Me ha llevado años revisar toda su documentación, seleccionar la primordial y fotografiar y catalogar por tamaño y técnica su obra. Algunos cuadros los han adquirido personas cercanas, pero me quedan muchísimas creaciones, y no quiero que se queden en un almacén. Barajé la opción de organizar una exposición, pero no acabó de cuajar por diferentes motivos. Ahora estoy planteándome alternativas.

A veces me ponía al lado de mamá a dibujar. Ella decía que se me daba bien, pero nunca sentí el gusanillo de seguir, aunque de vez en cuando me apetezca hacer garabatos y no estén mal del todo. Si por mis venas fluye la sangre artística pictórica de la familia, me temo que me quedaré sin explotar su potencial.

Papá, desde hace muchos años, se pasaba los dos últimos meses del año fabricando galletas y dulces para familiares y amigos. Era un clásico. Los allegados empezaban a preguntar cómo andaba la producción por estas fechas para no quedarse sin su bolsita. Yo siempre decía que lo ayudaría, pero por una razón u otra, no encontraba el momento.

Cuando papá se puso enfermo el año pasado, y ambos sabíamos que no iba a sobrevivir, sacamos algunas horas para traducir sus recetas del alemán. Él se sentaba abrigado con su bufanda, y yo a su lado tomaba notas con el ordenador. Creo que aún puedo oírlo: “No olvides añadir una pizca de sal, aunque la receta sea dulce”.

En octubre empecé a plantearme si iba a elaborar las galletas este año o no. Por un lado me vencía la pereza (es mucho, pero que mucho trabajo), dudaba de mi capacidad para hacerlas bien y sentía un puntito de dolor. Por otro, sabía que era una forma de rendirle homenaje, y que no costaba nada intentarlo.

Pasó octubre, y no abrí el libro de recetas.

Llegó noviembre, y pensé “bueno, abro el recetario y me hago una idea de los ingredientes que necesito para las más sencillitas, sólo un par de hornadas”. Esa tarde fui al supermercado con Peque y compré lo básico. El sábado, al despertar, dudé un par de minutos, y al final me dije “venga, es cuestión de empezar, Peque se lo pasará bien”.

Fue meter las manos en esa montaña blanca de harina, mantequilla, huevos y azúcar (y un par de ingredientes secretos), y algo se activó en mi interior. Me sentí de golpe en la cocina con papá, escuché de nuevo sus tacos, sus comentarios airados, sus ironías corrosivas. Amasé con más brío y recordé cada uno de sus consejos (“añade un chorrito de ron… si te pasas con el chocolate, pon una yema de huevo extra… no laves el rodillo con agua”). Aromas de vainilla y limón inundaron la cocina, y cuando por fin saqué la primera hornada, me sentí satisfecha y feliz.

Como siempre, cuando algo cuesta mucho, sólo es cuestión de dar el primer paso y romper esa inercia inicial.



Con el primer paso empieza el camino.



                               








viernes, 27 de noviembre de 2015

Like a virgin


Hace cosa de tres semanas, Mr X me envió un whats con su particular y escueto estilo: “resérvate el 25 por la noche, hay que buscar canguro para Peque, vamos a ver a Madonna”.

¿Madonna? ¿Cómo que vamos a ver a Madonna? Si el mensaje me lo hubiese enviado mi amiga E tendría introducción, nudo y desenlace, como es debido, pero no puedo esperar eso de mi telegráfico esposo y hasta la noche me quedé con las ganas de saber los detalles.
Resulta que Mr. X tiene un cliente satisfecho que le proporcionó invitaciones para el evento. Al principio me quedé un poco que ni fu ni fa. No me tengo por una fan de Madonna, aunque es imposible no haber bailado alguno de sus hits. Pero el regalo era suculento y es de bien nacido ser agradecido, así que dimos las gracias a nuestro benefactor y organizamos el dispositivo "papi y mami se van de juerga a un conciertón entre semana". Lo de Peque lo solucionamos rápido ya que su hermana mediana se ofreció de canguro. Además, cosas de la vida, el finde anterior se había cargado un cristal de la habitación y misteriosamente se olvidó de comunicarnos el percance, por lo que cuando descubrí el pastel estaba tan apesadumbrada que nos regaló el servicio canguril.

Lo jodido era que tanto Mr. X como yo currábamos hasta las 8 y el concierto empezaba a las 9. Ambos pudimos escaquearnos algo antes del trabajo y en una maratón intraurbana con todos los atascos habidos y por haber, llegamos cerca de la zona C (de concierto) media hora antes de que comenzase. Cerca, pero no al lado. Tuvimos que correr como cabrones caminar quince minutos de subida para llegar hasta el recinto. Dado que las cosas están como están, las colas aún eran considerables debido a los cacheos. Y gracias al carrerón no pasamos nada de frío durante la espera, algo bueno tenía que tener dejarme las rodillas en el trayecto. Llevando diez minutos de cola nos separaron a mujeres de hombres para la inspección. La cola de los hombres era corta porque avanzaba muy rápido, y allí que se fueron raudos y veloces cuatro tipos y una tiarrona de casi dos metros trotando en sus taconazos. Un segurata la paró para que fuese a la cola de mujeres y ella lo miró con socarronería y le soltó con un vozarrón cavernoso: “¡¡¡Que soy un tío!!! ¿Te vale?”. Ni que decir tiene que al segurata le valió.
Voy a pocos, poquísimos conciertos. El único grande que medio recuerdo fue el de Michael Jackson en el 92 (anda que no ha llovido…). Y te plantas ahí, con las luces psicodélicas y la música a toda mecha palpitando en cada célula de tu ser y es imposible que la emoción no empiece a embargarte. Compramos algo de gasolina a precio de caviar ruso y buscamos la zona de los asientos. Observar el fenómeno fan fue de lo más entretenido. Media docenita de Madonnas nos rodeaba. Mucho público gay emocionado y que repetía experiencia después de haber asistido el día anterior (eso es devoción y lo demás son tonterías).

El concierto empezó con un grupete de pseudo-guerreros enarbolando estandartes con los que acosaban a una Madonna que bajaba del techo del Palau en una jaula de oro. Digo yo que era ella porque con mi miopía no jipiaba su cara. Estoy tan acostumbrada a ver las cosas semi borrosas que nunca llevo las gafas encima (salvo para conducir, cosa que tampoco hago jamás, así que problema solucionado). De todas formas, las pantallas laterales daban absoluto detalle de lo que acontecía en el escenario. Y la pantalla central completaba el show con imágenes -a ratos psicodélicas, a ratos videocliperas- en un todo sensacional. Las cosas como son, los norteamericanos tienen un sentido del espectáculo que es cosa fina.

Las primeras canciones no las conocía, pero no fue un problema, porque me fliparon (ahora ya sé cómo se llaman: “Iconic” y “Bitch, I’m Madonna”). Pero la apoteosis personal, el éxtasis, la revelación… vino cuando empezaron las versiones –muy conseguidas, además- de los clásicos de los 80. Fue sonar Like a virgin y recordarme en el salón de casa, bailando cual energúmena adolescente –y virgen en aquellos tiernos tiempos- al son del álbum recopilatorio The Immaculate Collection. El porqué no recordé esa “época fans” madonnil cuando Mr. X me dijo lo del concierto es un misterio. Me desgañité con La isla bonita, y cuando llegó Like a prayer alcancé el nirvana (por no decir una burrada, que a punto he estado).

Dos horas adrenalínicas sazonadas con algunas actuaciones más intimistas y reposadas ukelele en mano -para dar un descanso al body- que también tenían su encanto. Por ahí he leído alguna crítica diciendo que Madonna ya no es lo que era, que faltan osadías acrobáticas de las suyas. Y digo yo que hemos ido a ver a Madonna, no el Cirque su soleil, y que ya me gustaría a mí con 57 tacos poder recorrerme el escenario como lo hace ella. De hecho, ni ahora me lo permitiría mi cuerpo serrano.

Eso sí, nada de bises. La moza hizo su trabajo y cuando llegó la hora, adiós muy buenas. Los fans deben saber que no vale la pena pedir más cuando ella se despide porque no hubo conato alguno de volver a sacarla al escenario. Así que nada, excursión hasta el coche y para casa a dormir cuatro horas antes de que el despertador sonase (horror).


Lo tengo claro, si esta mujer, tenga la edad que tenga, se anima con otra gira y está en mi mano el ir a verla, repito. Se ha ganado otra fans de sus directos.





jueves, 19 de noviembre de 2015

Por un puñado de palitos



-¡Mamiiii! ¿Me das un trozo de pan? Es que tengo que ir a la habitación del fondo…


Aunque no lo parezca, tiene su lógica. Peque tiene miedo de ir solo a ciertas partes de la casa (en concreto, la que le quede más lejos de donde se encuentre). Suele pedirme a mí que le acompañe, pero a veces no puedo (manos en la masa, apretón en el WC, esas cosas…) y yo le digo que se lleve a Perra con él. Lo que pasa es que Perra es tirando a vaga, y si no hay nada interesante de por medio, muchas veces cuando oye que la llama levanta la cabeza, valora la situación, y tranquilamente se arrellana en su mantita esperando a una ocasión más propicia para levantar su trasero del suelo.

Hace poco, Peque ha descubierto que hay un modo infalible para que Perra lo siga: ofrecerle algo de comida. Ergo, viene y me pide un cacho de pan, un palito… lo que sea. Y Perra corre feliz tras él para saborear su recompensa.

Aunque no me gusta darle extras fuera de sus horas (deformación profesional), me resulta imposible no alimentar esa camaradería que se ha creado entre Peque y Perra.

Si Peque tiene miedo, llama a Perra. Si se estira en el sofá o en el suelo a ver la tele, la acaricia o reposa la cabeza en su vientre. Si salimos de casa, el último beso es para ella.

En ocasiones, sin venir a cuento, Peque me mira y me pregunta: “¿Cómo es que Perra es tan mona?”. Y se le ve ese enamoramiento niño-perro que tantas ganas tenía de que experimentase.


Papá, sé que allí donde estés piensas que soy una tirana que ha hecho que Perra pierda diez kilos a base de matarla de hambre, pero espero que además de cierto cabreo, también sientas felicidad al ver que Perra ha dado con un buen compañero de juegos. De hecho, el mejor.






martes, 10 de noviembre de 2015

Colecho today


Hace unos meses, María, de La cajita de música, me animó a escribir de nuevo sobre el colecho, ahora que Peque ha crecido, para dar mi perspectiva sobre el tema con un niño mayor.

A ello me puse la semana pasada, justo antes de que una horda de virus tuviese a bien colonizar mi tracto respiratorio y digestivo convirtiéndome en una especie de álter ego cutre de la niña del exorcista (cutre porque yo no vomito ni con un virus gastro intestinal de potencia 7 en la escala de Richter).

Y, cosas de la vida, lo que hubiese escrito a principios de la semana pasada y lo escribiré hoy tiene diferencias sustanciales (a los hechos me remitiré).

Ya lo expliqué en los albores del blog, yo llegué al colecho por supervivencia. A priori no me gustaba la idea (y menos mal, porque para no gustarme he dormido con Peque durante más de cinco años).

Durante el primer año la gente no se metía mucho, pero cuando dices que duermes con tu hijo de dos, tres, cuatro años, muchas miradas empiezan a ser de sorpresa o directamente de reprobación (no todas, por fortuna). He tenido que oír el típico “entonces, ¿dormirá con vosotros hasta los dieciocho?”, o que incluso la directora del cole de Peque metiese cucharada en el asunto explicándome que para su desarrollo era mejor que durmiese solo. Y sí, esas palabras me han dolido, porque no soy una persona que sepa pasarse por el arco del triunfo las opiniones ajenas. Me afectan, qué le vamos a hacer.

Por suerte, con el tiempo he conseguido que los juicios foráneos me resbalasen. Peque no estaba preparado para dormir solo y punto pelota. Yo a veces le preguntaba si quería probar. Él decía que sí en alguna ocasión, pero luego practicaba el consabido “donde dije digo, digo Diego”.

El único problema real que veía últimamente es que la cuna en sidecar que tenemos acoplada a nuestra cama empieza a quedarse pequeña, y yo creo que Peque no duerme tan cómodo como antes. Por eso la semana pasada volví a preguntarle, y oh, sorpresa, decidió que sí que quería probar. Para animarle y acompañarle en su aventura me hice con una tortuguita monísima a la que le había echado el ojo hace tiempo y que proyecta un relajante mar ondulante en las paredes de la habitación.

Desde el jueves pasado, Peque duerme en su habitación. Alguna madrugada viene a nuestra cama, y no dudo que a épocas querrá estar con nosotros, pero raro sería que no ocurriese así. Él está orgulloso y feliz de haber conquistado su miedo a estar solo en la otra punta de la casa, y yo voy de la satisfacción a la pena por aceptar que crece, que es inexorable, que ahora es esto, y dentro de nada será el instituto, las juergas, los viajes con amigos... Pero prevalece la felicidad por haberlo acompañado desde el respeto en su evolución del sueño.

¿Con que hasta los dieciocho años?

Ja.