Ser hija de dos personas carismáticas y creativas implica haber recibido una herencia que va más allá del amor y aprendizaje vital que me dieron mientras me acompañaban.
De mi madre he heredado una colección de más de ciento setenta lienzos. Me ha llevado años revisar toda su documentación, seleccionar la primordial y fotografiar y catalogar por tamaño y técnica su obra. Algunos cuadros los han adquirido personas cercanas, pero me quedan muchísimas creaciones, y no quiero que se queden en un almacén. Barajé la opción de organizar una exposición, pero no acabó de cuajar por diferentes motivos. Ahora estoy planteándome alternativas.
A veces me ponía al lado de mamá a dibujar. Ella decía que se me daba bien, pero nunca sentí el gusanillo de seguir, aunque de vez en cuando me apetezca hacer garabatos y no estén mal del todo. Si por mis venas fluye la sangre artística pictórica de la familia, me temo que me quedaré sin explotar su potencial.
Papá, desde hace muchos años, se pasaba los dos últimos meses del año fabricando galletas y dulces para familiares y amigos. Era un clásico. Los allegados empezaban a preguntar cómo andaba la producción por estas fechas para no quedarse sin su bolsita. Yo siempre decía que lo ayudaría, pero por una razón u otra, no encontraba el momento.
Cuando papá se puso enfermo el año pasado, y ambos sabíamos que no iba a sobrevivir, sacamos algunas horas para traducir sus recetas del alemán. Él se sentaba abrigado con su bufanda, y yo a su lado tomaba notas con el ordenador. Creo que aún puedo oírlo: “No olvides añadir una pizca de sal, aunque la receta sea dulce”.
En octubre empecé a plantearme si iba a elaborar las galletas este año o no. Por un lado me vencía la pereza (es mucho, pero que mucho trabajo), dudaba de mi capacidad para hacerlas bien y sentía un puntito de dolor. Por otro, sabía que era una forma de rendirle homenaje, y que no costaba nada intentarlo.
Pasó octubre, y no abrí el libro de recetas.
Llegó noviembre, y pensé “bueno, abro el recetario y me hago una idea de los ingredientes que necesito para las más sencillitas, sólo un par de hornadas”. Esa tarde fui al supermercado con Peque y compré lo básico. El sábado, al despertar, dudé un par de minutos, y al final me dije “venga, es cuestión de empezar, Peque se lo pasará bien”.
Fue meter las manos en esa montaña blanca de harina, mantequilla, huevos y azúcar (y un par de ingredientes secretos), y algo se activó en mi interior. Me sentí de golpe en la cocina con papá, escuché de nuevo sus tacos, sus comentarios airados, sus ironías corrosivas. Amasé con más brío y recordé cada uno de sus consejos (“añade un chorrito de ron… si te pasas con el chocolate, pon una yema de huevo extra… no laves el rodillo con agua”). Aromas de vainilla y limón inundaron la cocina, y cuando por fin saqué la primera hornada, me sentí satisfecha y feliz.
Como siempre, cuando algo cuesta mucho, sólo es cuestión de dar el primer paso y romper esa inercia inicial.
Con el primer paso empieza el camino.