lunes, 26 de junio de 2017

No me chilles que no te veo


Una prueba irrefutable de que empiezo a ser añosa es que tengo grabados a fuego en la memoria los títulos de las películas que vi en los ochenta y que me cuesta la vida entera recordar los recientes.

Ayer, contemplando una escena familiar, me vino a la mente una comedia que hoy sospecho que no me provocaría ni la mitad de carcajadas que cuando la vi, pero que ilustraba a la perfección el momento que estaba viviendo. En la película, Richard Prior y Gene Wilder, uno ciego y el otro sordo, la lían parda mano a mano mientras tratan de demostrar que no son cómplices de un asesinato como cree la poli.

Hace mucho tiempo que tenía ganas de sacar a mi abuela de la residencia y llevármela a la casa de veraneo de la familia de Mr. X, en la que estamos instalados desde la semana pasada, para que pudiese disfrutar del buen tiempo, de una comida rica y en familia, y del verdor del bosque. Finalmente logré encontrar un transporte adaptado, convencí a mi abuela, que no quiere dar trabajo a la añosa de su nieta, y me la llevé a casa.

Este fin de semana también estaba M, una amiga de mi suegra que es ciega. Las presenté debidamente y empezaron a charlar, aunque con ciertas dificultades por la pérdida de oído que sufre mi abuela. Así, me vi traduciendo los gestos de mi abuela en palabras para M, y amplificando las palabras de M para que las entendiese mi abuela. Era un tanto cómico y por eso Prior y Wilder vinieron a mi cabeza.

Ha sido un regalo pasar el día con mi mami,  como se llaman a las abuelas en Francia. Tiene la mente clara, y le gusta repasar para quien desee escuchar, cualquier anécdota de su vida. Yo empiezo a comprender mejor que nunca a la gente mayor. Comprendo que cuando el deterioro físico no conlleva deterioro mental, dentro de ese cuerpo ajado y que acumula los daños colaterales de la existencia hay alguien que puede sentir la vida con la misma frescura y entusiasmo que cuando tenía veinte años. Solo que el cuerpo ya no acompaña. Nada más. Y nada menos. Me parece una auténtica putada ir perdiendo capacidades. Pero para no parecer demasiado enfadada con la vida, que no es el caso ni de lejos, diré que trabajo mi aceptación del tema día a día a través de mis artrósicas rodillas y el reciente hallazgo de unos espacios intervertebrales más que estropeados que me han provocado unos dolores de espalda de lo más cabrones. Ommmm.

Mami cumplirá noventa años en enero. Si llega, apunta con rapidez, y entonces es cuando yo le recuerdo el refranero que me enseñó y aquello de que mala hierba nunca muere. Le saco una sonrisa y me mira cómplice porque en estos cuarenta años que llevamos conociéndonos ya hemos pasado mucho juntas. Me aprieta la mano y ese simple gesto alberga un universo de palabras y todo nuestro amor y gratitud recíprocos.

El verano ha llegado y con él nuestro éxodo anual a la casa del bosque. En la que Peque desgrana los estíos inventando historias con sus primos tras la improvisada cueva hecha de cuerdas y maderas. En la que Mr. X emula a sus adoradas lagartijas haciendo la siesta bajo el tórrido sol de agosto. En la que yo encuentro mis momentos de introspección mientras coloreo mandalas en una tumbona. En la que todos, en familia, gregarios por naturaleza, cocinamos, comemos, paseamos, reímos y después de dormir un poco, volvemos a empezar.




jueves, 22 de junio de 2017

La edad tonta


Peque tiene una fascinación absoluta por “la edad tonta”, como ha bautizado a la adolescencia gracias a la mala influencia de su madre.

Creo que todo empezó cuando vimos a un grupo de chicas hablando a gritos por la calle, gesticulando exageradamente y flirteando con poco disimulo con un chico con el que se habían cruzado. Peque las miró y me preguntó enarcando las cejas qué narices era ese griterío como si lo que habíamos visto fuera un grupo de macacos con maracas en vez de un grupo de amigas. Yo le expliqué grosso modo en qué consistía la adolescencia y él lo resumió como la edad en la que te pones un poco tonto (ergo mis explicaciones debieron ser un tanto simplistas). Por supuesto, no escondí que hace la friolera de veintitantos años yo podría haber sido cualquiera de esas mozas, y que él, a su debido tiempo, también discurrirá el excitante mundo de la pubertad.

Unos días después nos cruzamos con unos chavales haciéndose los gallitos en unas escaleras mecánicas que hay cerca de casa. Iban saltando, bajando a contramarcha, desgañitándose al son del móvil de uno de ellos… Yo los fusilé con la mirada un tanto mosqueada porque iban tropezando con todos los pacíficos usuarios de las escaleras, pero Peque me miró divertido y apuntó:

-Mamá, dentro de unos años yo haré lo mismo. Ya sabes, la edad tonta.

Mi churumbel ha encontrado en el alboroto hormonal de la mocedad la excusa perfecta para dar rienda suelta a sus fantasías ocultas. Yo ya le advertí categóricamente que si lo pillaba molestando así al resto de sus congéneres iba a tener un problema o dos con su señora madre.

También le encanta el tema de tener espermatozoides. Está esperando ansioso el día en que sus gónadas se pongan en funcionamiento.

-Es que mamá, ¡así ya no estaré nunca solo! Los tendré en mis testículos, ¡y son tan monos, con su colita!

Que debe imaginarse el chaval que los podrá ver con su mirada láser o algo. Y añadió:

-Y si todos dicen ¡a la derecha! Pues los testículos se me irán a la derecha ¡y tendré que girar!

Por lo menos no le dio por soltarme semejantes perlas en medio del autobús. Algo es algo.




lunes, 19 de junio de 2017

La enciclopedia


Cuando tenía unos catorce años, por Navidad, el regalo estrella fue una enciclopedia. Mis padres, con una tendencia sádica nada encubierta a verme sufrir, colocaron los paquetes unas horas antes de darme permiso para abrirlos para poder deleitarse con mi angustia mientras yo hacía cábalas sobre qué podían contener esas cajas cuadradas. Curiosamente, no recuerdo si me hizo mucha ilusión como regalo, aunque sospecho que sí porque siempre he sido curiosa y amante del conocimiento, así, en general. En aquella época pre-internet, tener una enciclopedia era un recurso casi indispensable para hacer los trabajos de la escuela. Y también para satisfacer en poco tiempo dudas existenciales. Recuerdo muchas cenas en las que de pronto, en medio de una conversación, nos asaltaba la cuestión de -por ejemplo- cuál era la capital de Angola. Mi madre o servidora saltábamos a la enciclopedia y resolvíamos la incógnita (Luanda, en este caso). Le pillé una agilidad bárbara a manejarme con el orden alfabético. Hoy en día sacas el móvil, pones Angola y Google te obsequia con más datos de los que puedas absorber en toda tu vida sobre ese país.

Cuando me mudé a vivir con Mr. x me llevé la enciclopedia. Pero en estos doce años no la he abierto jamás, y dado que mi casa no es precisamente grande, empecé a buscarle otro hogar. Primero probé con bibliotecas, luego centros cívicos, asociaciones diversas, mercados del libro, tiendas especializadas... Nada, nadie la quería, pero me dolía desprenderme de ella de otro modo.

Hace dos años, cuando tuve que vaciar la casa de mi padre al morir, me llevé los álbumes de fotos familiares y los coloque en varias cajas sobre un armario. En diversas ocasiones me descubrí preguntándome: ¿cómo se llamaba aquel pueblo de Alemania que tenía un mercadillo navideño tan bonito?, ¿qué año fuimos a Mallorca?, ¿qué edad tenía cuando encontramos aquel cachorro al que le buscamos familia? Y siempre pensaba que si tuviese los álbumes de fotos a mano podría resolver muchos interrogantes. No puedo coger el teléfono y llamar a mis padres para preguntarles nada, así que las fotos suponen un mundo para mí.

Al final, con mucho pesar y tras un último intento de colocar la enciclopedia, la dejé en el portal de casa el día que recogen los trastos. Jamás fue un trasto, por supuesto, y me gusta pensar que alguien la vio y se la llevó a casa, pero decidí cambiar el conocimiento universal que recogían sus páginas por el personal, y ahora tengo los álbumes a mano, para revisarlos y reencontrarme con la historia de mi vida.

Peque cumplió siete años hace unos días y le estoy haciendo un álbum digital. Es el tercero que le hago, y aunque él ahora no le dé mucha importancia –o más bien ninguna-, quizás en un futuro los valore como hago yo ahora con los que hizo mi madre. O no, pero yo disfruto mucho confeccionándolos. Mi sistema de archivo de fotografías puede ser un poco desquiciante, y lleva bastante trabajo, pero supongo que tener ordenada toda esa información es vital para mí. Cada semana bajo las fotos que he hecho en el ordenador, las clasifico por eventos, elimino las que han salido mal y les pongo nombre. A todas. Las hijas de Mr. X creen que estoy un poco pallá, pero cuando quieren hacer un collage se van a mi ordenador porque saben que tecleando su nombre saldrán las cientos de fotos archivadas con ese criterio. Además, de cada evento selecciono unas pocas imágenes que ya aparto para los álbumes digitales. Me pirra esa metodología y encuentro un placer astronómico en ese orden milimétrico (ya que mantener el orden en una casa concurrida es casi imposible, al menos lo logro en el mundo digital).

¿He dicho ya que Peque ha cumplido siete años? Siete. Madre del amor hermoso. Siete.

Y por muchos álbumes más.