miércoles, 26 de octubre de 2016

Querido Planeta DeAgostini


Como ya se sabe que en esto de la maternidad te vas enfrentado a un marrón nuevo cada mes lunar o cada puñetero día, ahora estamos en pleno proceso de aborrecer el quiosco. De aborrecerlo yo, claro.

El año pasado rozamos el drama a final de curso, pero Peque sólo cayó en el afán consumista el último mes de cole. Este año hemos entrado por la puerta grande en el pantanoso mundo de los coleccionables. Colecciones efímeras y curiosas que lanzan cada dos por tres desde el universo-quiosco para tener a los críos enganchados a sus productos.

Al principio me resistía a dejarme los duros en esos trozos de plástico fabricados con dudoso gusto estético, pero claro, Peque usó un arma infalible:

-¡Es que mamiii, soy el único de mis amigos que sólo tiene unoooo!

Vamos, que me estaba haciendo directamente responsable de ser el marginado de la clase. El muy cabrito supo exactamente donde golpear. Así que para el quiosco que nos fuimos con la condición, eso sí, de gastarse sus propios ahorros en los cachivaches. Le quedan diez euros, que parecerá mucho, pero según el bicho que se compre cuesta la friolera de tres euros y medio, y este niño no se da cuenta de que está a un paso de la bancarrota. El día que le enseñe la hucha vacía ya me veo llegar a los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Dentro de lo malo, algunas de estas colecciones tienen a animalillos como protagonistas y explican datos curiosos de su biología, cosa que tiene su punto, pero o los creativos de la empresa que los fabrica andan un poco pez en zoología o piensan que para qué ceñirse al título de la colección cuando hay un bicho molón y feo que se parece y que puede colar. Porque en la cole de pirañas hay una anguila, y en la de murciélagos, tenemos un coipo o una rata para animar el cotarro. Ah, y siempre, siempre, siempre, hay algunos bichos que son fosforescentes, y que por supuesto son el objeto de deseo de todo chiquillo y que es condición sine qua non para alcanzar el nirvana.

En fin, que cada tarde me veo inmersa en una negociación nivel presupuestos-del-estado para decidir si la jefa de gobierno autoriza o no la partida para esparcimiento propuesta por el ministro de Asuntos Lúdicos. Ahí es nada.

   


                                                       Y a mí que me recuerda a Fujur...




martes, 18 de octubre de 2016

La discreción, la gran prueba y el abismo generacional


La discreción

Cada vez que le pido a Peque que, en una situación comprometida, hable en susurros, él me deleita con un discurso a voz en grito que me sube los colores. La última vez, ayer mismo. Entramos en un bazar para buscar una caja donde guardar sus legos (es decir, más o menos un container tamaño transatlántico) y él fue directo a las chucherías para perros obsesionado con comprarle unos palitos a Perra. Los que me enseñó tenían un aspecto de lo más sospechoso, y me fije en que eran Made in China. Le dije que esos no eran buenos, y el solicitó información detallada al respecto (gritando, claro). Me acerqué a él pidiéndole cierta discreción y le dije que la comida hecha en China no era buena, a lo que él contestó con cara de susto:

-Pero mamá… ¡el sushi!

Por un lado le va a dar por pensar que llevamos años intoxicándonos con premeditación y alevosía, y por otro, le hace falta una lección de geografía.


La gran prueba

Lo de Peque, lo he dicho muchas veces, es un apodo que voy a tener que desechar. Este niño crece a ritmo exponencial. Una tarde, entrando en la portería, comenzó a driblar en un partido imaginario tirándose por el suelo. Después de llamarlo como veinte veces mientras yo sostenía la puerta del ascensor abierta, se dignó a levantarse, y fue uno de esos momentos en los que te das cuenta de lo enorme que está y se lo dije. Y él me explicó riendo:

-Si mamá, estoy mayor. Pero aún me queda una gran prueba.

Le pregunté cuál era y me contestó con una sonrisa de lo más pícara:

-La adolescencia mamá.

Que dior nos pille confesados...


El abismo generacional

En casa siempre hay bichos. Tenemos un imán. O una profesión que nos lo pone a huevo, según se mire. Iguanas, hámsters, perros, ranas, serpientes, insectos palo… Y alguno me dejaré. Pero lo importante es que tenemos un nuevo inquilino. Mr. X y Peque se fueron a una feria de reptiles, y hoy sé que debería haber ido con ellos para hacer de poli malo y prohibir la entrada del bicho en casa (no porque no me guste, sino porque hay que proporcionarle un terrario, comidita –viva-, una fuente de calor… y yo figura que estaba en fase de deshacerme de cosas, no de adquirirlas).

Así que mientras yo me iba al cine con el pequeño de Mr. X a ver El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares, ellos se hacían con un precioso gecko leopardo. Y cuando llegué a casa ya estaba hasta bautizado. Peque me lo enseñó extasiado y me dijo:

-Mira mamá, ¡se llama Flash!

Y yo le pregunté:

-¿Como Flash Gordon?

A lo que me contestó indignado:

-Jo mamá, que no está gordo…

Nevermind.

                 




miércoles, 5 de octubre de 2016

La magia del orden


Hace semanas que le tenía el ojo puesto a este libro, pero andaba yo perdida entre las páginas de El amor en los tiempos del cólera y todavía no había llegado su momento.

Por fin, la semana pasada, lo ataqué. A bote pronto, pasar de García Márquez a Marie Kondo ha sido un poco heavy metal. Todos estos libros de autoayuda (yo lo incluiría en esta categoría) tienen a menudo una retórica repetitiva que me carga bastante, pero bueno, lo importante en estos manuales es el contenido, no el continente.

Empezaré por lo que me ha gustado. En primer lugar, la Marie y yo somos unas frikis del orden. Y desde pequeñas. Ella recuerda comprar revistas sobre almacenaje con cinco años, y yo me evoco yendo a casa de mis amigos y poniéndome a ordenar antes de jugar. Así de frikis (aunque ella me gana por goleada). Por esa razón, muchas de sus consignas son las mías desde hace tiempo y hemos llegado a conclusiones y métodos similares en varias cosas.

En segundo lugar, me ha servido para convencerme de que aún tengo que tirar más cosas. Y conste que poco me cuesta, pero hay por casa algunos objetos de los que no me he desprendido no sé muy bien por qué, y ahora ya están en mi punto de mira. Un ejemplo son los apuntes de la facultad. Cuando aprobaba cada asignatura encuadernaba todo el material con esmero y lo iba clasificando por curso. Con los años me he dado cuenta de que ya no lo consulto, y más de una vez rumiaba que lo tenía que tirar, pero luego me acordaba del trabajo que me dio encuadernarlos, blablablá… Marie me ha convencido de que cada objeto tiene su momento, y ahora toca darles carpetazo agradeciéndoles, por supuesto, el servicio prestado.

También me ha gustado la reflexión que hace sobre los recuerdos. A veces no tiras algo pensando que cada vez que lo miras invocas algo bonito/divertido/emotivo que ocurrió y que si te desprendes del objeto –al que, en sí, no le tienes cariño- perderás ese recuerdo, y eso es una falacia. Según Marie, has de coger el objeto y sentir si te da felicidad, y si no, al container.

Ahora vienen las discrepancias. Por un lado, le da una “vida” a los objetos que me chirría cosa mala (no podemos doblar unos calcetines en forma de bola porque es una falta de respeto después de las fricciones que nos ha evitado entre pie y zapato…).

Por otro, me da la sensación de que vive en un universo paralelo que yo no he conocido. Explica que al llegar a casa la saluda (a la casa, sí), se descalza agradeciendo el trabajo duro a los zapatos, entra en la cocina, enciende la tetera, va a la cama, deja su bolso en un tapete, lo vacía, guarda cada cosa en su lugar, se quita el reloj y las joyas, vuelve a la cocina, se sirve el té y se relaja. He resumido, porque hay más ritual por en medio (y siempre agradeciendo a cada objeto su función).

Mmmm… Veamos. Cuando yo llego a casa cada tarde con Peque, Perra, que nos ha oído desde el portal, se pone a ladrar y Peque le chilla que no ladre más. Cuando logro dejar en el suelo las bolsas de la compra, las cartas del buzón y la bolsa de deporte de Peque, hurgo en el bolso durante tiempo infinito hasta que doy con las putas llaves mientras trato de hacer callar a niño y perro de una vez. Abro a la velocidad del rayo para que no salgan los vecinos con la escandalera y Peque se pone a saludar a Perra, Perra a saltar sobre los dos, y yo trato de franquear la puerta cargada como una mula mientras los otros dos se hacen mimitos. Peque comienza a bramar que tiene hambre y Perra me urge para que la saque a hacer pis. Tiro mi bolso en una silla, enchufo unos frutos secos a Peque y nos largamos con Perra para que se relaje. ¿Dónde está mi té?

De esto deduzco que para entrar en el mundo Marie Kondo no has de tener ni hijos ni animales. Y no solo por el momento de paz al llegar a casa. También por lo del tirar alguna cosa. Cada vez que trato de hacer limpieza y vaciar un armario, Mr. X y Peque me hacen un placaje como dos hooligans enfurecidos para inspeccionar lo que me llevo entre manos, no sea que se me ocurra tirar alguna de sus valiosas pertenencias.

Además, Marie dice que sus clientes no rebrotan jamás, que una vez han catado el orden y la paz espiritual asociada, mantienen la armonía forever and ever. Pues qué mala suerte he tenido yo que no he conseguido reconducir ni a uno solo de los seres desorganizados que pululan en mi hábitat. Pero no desisto.

Podrá parecer que no me ha gustado el libro… todo lo contrario. De hecho, la Marie y yo somos almas gemelas, estoy convencida.

A todo esto, me he enterado de que el año pasado fue madre. ¿Le habrá dado ya un parraque?