Una se da cuenta de que ha dejado atrás la fase bebuna de su cría cuando tras una noche toledana se le resienten hasta la puntas del flequillo.
Si hace unos días Peque
se vanagloriaba de no vomitar casi nunca, hoy vengo yo a apostillar que las excepciones a esa norma son escasas pero triunfales.
Todo empezó el sábado volviendo de Ikea. Sí, sábado e Ikea en la misma frase. Porque yo lo valgo (y porque mis edredones estaban pidiendo a gritos que los jubilase).
Voy a hacer un inciso para deleitarme en el universo Ikea. No sé si me gusta más embelesarme con el buen hacer de los decoradores (don del que no he sido provista, ergo mi casa, a pesar de estar amueblada 75,87 % con Ikea no se asemejará a lo que allí enseñan en la puta vida –hemos de añadir el factor “niño/adolescentes” como agravante-) o por lo que disfruto observando a la fauna humana en todo su esplendor (parejas al borde del divorcio por una cómoda Askvoll, niños haciendo acopio de lápices y cintitas de papel, abuelos tratando de dirigir los ingobernables carritos que se emperran en chocar contra cualquier esquina y darte en la rabadilla si te despistas…). Y yo me pierdo entre todos esos detallitos cucos que sé que no tienen lugar en mi cueva del caos… mientras Mr. X me chilla desde la otra punta si queremos edredón fresco o cálido y Peque me mira con odio porque no atiendo a su peticiones peregrinas.
Al final siempre te gastas más de lo planeado y encima aún has de pasar por la tienda de comida que tienen a la salida. Y ahí precisamente comenzó nuestra odisea. Decidí delegar en Mr. X la compra de manduca mientras yo seguía con mi estudio antropológico. Vi salir a una niña comiendo una especie de pastelito de chocolate de aspecto infame (la bollería industrial no es lo mío) y mientras pensaba en lo poco nutritivo que tenía que ser eso como merienda, apareció Peque con un pastelito idéntico en las manos y una sonrisa victoriosa en la jeta. Eso por delegar en Mr. X, a ver si aprendo.
En el coche mi churumbel dio cuenta de dos pastelitos (que para más horror eran de malvavisco) y al rato empezó a quejarse de cierto malestar. En ese punto presumí que podía deberse al mareo por ir en coche y ahí quedó la cosa.
Por la noche Peque cenó poco (culpa nuestra por haberle dejado ingerir las cosas esas) y pronto cayó rendido.
2:43 de la mañana. Una voz quejicosa me susurró:
-Mami, me duele un poco el estómago.
Examiné por encima a mi churumbel, no advertí signos de gravedad, le hice carantoñas y mimitos y se calmó.
2:57 de la mañana:
-¡Ayyyyy! ¡Me duele muchoooo!
Le palpé la carita y estaba perlada de sudor, lo cual es sinónimo de alerta 1 en la escala de riesgo de vómito. Le pregunté si quería devolver y asintió en medio de nauseas.
-¡Rápido Peque! ¡Al baño!
Peque fue rápido, pero la fuerza de su malestar aún más, y cuando estábamos a medio metro de la taza del váter una arcada explosiva decoró mi lavabo. Trocitos de malvavisco chocolateado a medio digerir por cada jodido rincón de mi aseo. Desde luego, Ikea y yo no tenemos el mismo concepto de decoración.
Durante tres horas Peque vació el depósito y al día siguiente estuvo convaleciente. Finalmente, la causa de sus males creemos que fue un virus que ha inhabilitado a media ciudad anclándola al señor Roca.
Lo bueno es que Peque ha pasado a odiar el malvavisco y que, contra todo pronóstico, mis edredones nuevos han sobrevivido a la hecatombe.