Sigo en mi planeta duelo. No lo digo como algo negativo, sé que es un camino que debo recorrer y me entrego a él día a día esperando sanar las heridas y crecer un poco más. Mañana hará un mes que papá se fue y paulatinamente recupero pequeñas ilusiones y ganas de disfrutar junto a los míos.
Muchas personas me han preguntado cómo hemos enfocado el duelo con Peque. La combinación niños y muerte parece aterradora, y por nuestra angustia a no saber tratar con ellos el tema se genera, creo yo, el inicio de ese tabú que supone la muerte para nuestra sociedad.
A Peque le hemos explicado la verdad, sin más. Es algo que ya hemos tratado en numerosas ocasiones, como cuando me dijo que él no quería morirse, o cuando estuvimos hablando del universo.
Ha visto como su Opa enfermaba, que íbamos a verlo a menudo para cuidarlo, y el día que murió se lo dijimos sin rodeos ni versiones extrañas. Digo esto porque en mi trabajo, cuando tengo que asistir a un animal y practicar la eutanasia, suelo ver como muchas familias inventan historias para no decir la verdad a sus niños (como por ejemplo una abuela que le dijo a su nieto que el perro se iba a quedar a dormir en la clínica, y cada día cuando pasaban por delante el crío preguntaba si ya se había despertado). Responder las cuestiones metafísicas es más complicado (especialmente si no se recurre a ningún credo en concreto), pero es cuestión de paciencia y, de nuevo, ser lo más sincero y coherente con las creencias de cada uno.
Peque fue al funeral de su abuelo. Para él no fue triste. Nos reunimos prácticamente las mismas personas que en nuestra boda, y se dedicó a repartir caramelos y recordatorios a todos nuestros amigos y familiares. Durante mi discurso quiso venir conmigo e hizo un poco el cabra con el micro. Desde luego, no fue nada protocolario, pero me gustó que pudiese expresarse sin –demasiadas- limitaciones. Una vez acabó la ceremonia vino con nosotros al crematorio y se despidió de su Opa colocando un dibujo que le había hecho en el ataúd. En ese momento, y no antes, entendió que no iba a volver a verlo y se puso a llorar mientras lo sostenía en brazos.
Más tarde mi suegra me comentó que unas mujeres que asistían a otro sepelio criticaban con reprobación que un niño estuviese en un tanatorio. No llevaré a Peque a todos los funerales a los que yo tenga que asistir, pero al de su abuelo claro que sí, no veo el problema (especialmente porque conozco a mi hijo y sabía que no lo iba a vivir mal, está claro que cada familia y sus circunstancias son particulares y en función de ello cada cual actúa como considera conveniente). Desde mi punto de vista, al contrario de lo que pensaban esas mujeres, si escondes, si no enseñas, los miedos y preguntas que se crean alrededor de ese hecho que has ocultado son peores que la simple realidad.
Cuando mi abuelo murió yo tenía diez años. Me enteré cuando ya lo habían enterrado, y me dio mucha pena no haber podido despedirme. Más tarde, mi madre me relataría que verlo en el tanatorio le había afectado mucho y que había querido ahorrarme ese trance. Aquello se me grabó en el cerebro y he tardado años en poder enfrentarme a la imagen de un cadáver. Incluso rechacé verla a ella cuando murió. No me arrepiento, en ese momento lo sentí así, y así debía ser, pero el tiempo, las vivencias de otras muertes y la experiencia que me da también mi trabajo me han hecho dejar de tener miedo a un difunto. Cuando veo un cuerpo muerto sólo veo un envoltorio. Nada más. Es difícil de explicar, pero lo que nos mantiene con vida, nuestra esencia, desaparece y se desprende del individuo de una forma que no sólo puede explicarse -para mí- con el cese de un cúmulo de reacciones químicas entre células.
Mientras gestaba esta entrada me llegó a través de una red social la entrevista que le hicieron a Elisabet Pedrosa en un medio digital hace unos días. La hija de Elisabet –Gina- falleció en 2014 como consecuencia del síndrome de Rett. Sus palabras me han conmovido y me he sentido identificada con muchísimas de sus reflexiones. Podéis leerla aquí (os lo recomiendo, es un texto maravilloso, si no habláis catalán podéis traducir el escrito con facilidad aquí). También podéis escuchar y ver una entrevista que le han hecho en Catalunya Ràdio aquí. Por último, os animo a comprar su último libro “Seguirem vivint” en catalán o “Seguiremos viviendo” en castellano. Los derechos de la autora serán donados al equipo de curas paliativas pediátricas de Sant Joan de Déu.
Ha visto como su Opa enfermaba, que íbamos a verlo a menudo para cuidarlo, y el día que murió se lo dijimos sin rodeos ni versiones extrañas. Digo esto porque en mi trabajo, cuando tengo que asistir a un animal y practicar la eutanasia, suelo ver como muchas familias inventan historias para no decir la verdad a sus niños (como por ejemplo una abuela que le dijo a su nieto que el perro se iba a quedar a dormir en la clínica, y cada día cuando pasaban por delante el crío preguntaba si ya se había despertado). Responder las cuestiones metafísicas es más complicado (especialmente si no se recurre a ningún credo en concreto), pero es cuestión de paciencia y, de nuevo, ser lo más sincero y coherente con las creencias de cada uno.
Peque fue al funeral de su abuelo. Para él no fue triste. Nos reunimos prácticamente las mismas personas que en nuestra boda, y se dedicó a repartir caramelos y recordatorios a todos nuestros amigos y familiares. Durante mi discurso quiso venir conmigo e hizo un poco el cabra con el micro. Desde luego, no fue nada protocolario, pero me gustó que pudiese expresarse sin –demasiadas- limitaciones. Una vez acabó la ceremonia vino con nosotros al crematorio y se despidió de su Opa colocando un dibujo que le había hecho en el ataúd. En ese momento, y no antes, entendió que no iba a volver a verlo y se puso a llorar mientras lo sostenía en brazos.
Más tarde mi suegra me comentó que unas mujeres que asistían a otro sepelio criticaban con reprobación que un niño estuviese en un tanatorio. No llevaré a Peque a todos los funerales a los que yo tenga que asistir, pero al de su abuelo claro que sí, no veo el problema (especialmente porque conozco a mi hijo y sabía que no lo iba a vivir mal, está claro que cada familia y sus circunstancias son particulares y en función de ello cada cual actúa como considera conveniente). Desde mi punto de vista, al contrario de lo que pensaban esas mujeres, si escondes, si no enseñas, los miedos y preguntas que se crean alrededor de ese hecho que has ocultado son peores que la simple realidad.
Cuando mi abuelo murió yo tenía diez años. Me enteré cuando ya lo habían enterrado, y me dio mucha pena no haber podido despedirme. Más tarde, mi madre me relataría que verlo en el tanatorio le había afectado mucho y que había querido ahorrarme ese trance. Aquello se me grabó en el cerebro y he tardado años en poder enfrentarme a la imagen de un cadáver. Incluso rechacé verla a ella cuando murió. No me arrepiento, en ese momento lo sentí así, y así debía ser, pero el tiempo, las vivencias de otras muertes y la experiencia que me da también mi trabajo me han hecho dejar de tener miedo a un difunto. Cuando veo un cuerpo muerto sólo veo un envoltorio. Nada más. Es difícil de explicar, pero lo que nos mantiene con vida, nuestra esencia, desaparece y se desprende del individuo de una forma que no sólo puede explicarse -para mí- con el cese de un cúmulo de reacciones químicas entre células.
Mientras gestaba esta entrada me llegó a través de una red social la entrevista que le hicieron a Elisabet Pedrosa en un medio digital hace unos días. La hija de Elisabet –Gina- falleció en 2014 como consecuencia del síndrome de Rett. Sus palabras me han conmovido y me he sentido identificada con muchísimas de sus reflexiones. Podéis leerla aquí (os lo recomiendo, es un texto maravilloso, si no habláis catalán podéis traducir el escrito con facilidad aquí). También podéis escuchar y ver una entrevista que le han hecho en Catalunya Ràdio aquí. Por último, os animo a comprar su último libro “Seguirem vivint” en catalán o “Seguiremos viviendo” en castellano. Los derechos de la autora serán donados al equipo de curas paliativas pediátricas de Sant Joan de Déu.