jueves, 26 de febrero de 2015

El duelo y los niños


Sigo en mi planeta duelo. No lo digo como algo negativo, sé que es un camino que debo recorrer y me entrego a él día a día esperando sanar las heridas y crecer un poco más. Mañana hará un mes que papá se fue y paulatinamente recupero pequeñas ilusiones y ganas de disfrutar junto a los míos.

Muchas personas me han preguntado cómo hemos enfocado el duelo con Peque. La combinación niños y muerte parece aterradora, y por nuestra angustia a no saber tratar con ellos el tema se genera, creo yo, el inicio de ese tabú que supone la muerte para nuestra sociedad.

A Peque le hemos explicado la verdad, sin más. Es algo que ya hemos tratado en numerosas ocasiones, como cuando me dijo que él no quería morirse, o cuando estuvimos hablando del universo.

Ha visto como su Opa enfermaba, que íbamos a verlo a menudo para cuidarlo, y el día que murió se lo dijimos sin rodeos ni versiones extrañas. Digo esto porque en mi trabajo, cuando tengo que asistir a un animal y practicar la eutanasia, suelo ver como muchas familias inventan historias para no decir la verdad a sus niños (como por ejemplo una abuela que le dijo a su nieto que el perro se iba a quedar a dormir en la clínica, y cada día cuando pasaban por delante el crío preguntaba si ya se había despertado). Responder las cuestiones metafísicas es más complicado (especialmente si no se recurre a ningún credo en concreto), pero es cuestión de paciencia y, de nuevo, ser lo más sincero y coherente con las creencias de cada uno.

Peque fue al funeral de su abuelo. Para él no fue triste. Nos reunimos prácticamente las mismas personas que en nuestra boda, y se dedicó a repartir caramelos y recordatorios a todos nuestros amigos y familiares. Durante mi discurso quiso venir conmigo e hizo un poco el cabra con el micro. Desde luego, no fue nada protocolario, pero me gustó que pudiese expresarse sin –demasiadas- limitaciones. Una vez acabó la ceremonia vino con nosotros al crematorio y se despidió de su Opa colocando un dibujo que le había hecho en el ataúd. En ese momento, y no antes, entendió que no iba a volver a verlo y se puso a llorar mientras lo sostenía en brazos.

Más tarde mi suegra me comentó que unas mujeres que asistían a otro sepelio criticaban con reprobación que un niño estuviese en un tanatorio. No llevaré a Peque a todos los funerales a los que yo tenga que asistir, pero al de su abuelo claro que sí, no veo el problema (especialmente porque conozco a mi hijo y sabía que no lo iba a vivir mal, está claro que cada familia y sus circunstancias son particulares y en función de ello cada cual actúa como considera conveniente). Desde mi punto de vista, al contrario de lo que pensaban esas mujeres, si escondes, si no enseñas, los miedos y preguntas que se crean alrededor de ese hecho que has ocultado son peores que la simple realidad.

Cuando mi abuelo murió yo tenía diez años. Me enteré cuando ya lo habían enterrado, y me dio mucha pena no haber podido despedirme. Más tarde, mi madre me relataría que verlo en el tanatorio le había afectado mucho y que había querido ahorrarme ese trance. Aquello se me grabó en el cerebro y he tardado años en poder enfrentarme a la imagen de un cadáver. Incluso rechacé verla a ella cuando murió. No me arrepiento, en ese momento lo sentí así, y así debía ser, pero el tiempo, las vivencias de otras muertes y la experiencia que me da también mi trabajo me han hecho dejar de tener miedo a un difunto. Cuando veo un cuerpo muerto sólo veo un envoltorio. Nada más. Es difícil de explicar, pero lo que nos mantiene con vida, nuestra esencia, desaparece y se desprende del individuo de una forma que no sólo puede explicarse -para mí- con el cese de un cúmulo de reacciones químicas entre células.

Mientras gestaba esta entrada me llegó a través de una red social la entrevista que le hicieron a Elisabet Pedrosa en un medio digital hace unos días. La hija de Elisabet –Gina- falleció en 2014 como consecuencia del síndrome de Rett. Sus palabras me han conmovido y me he sentido identificada con muchísimas de sus reflexiones. Podéis leerla aquí (os lo recomiendo, es un texto maravilloso, si no habláis catalán podéis traducir el escrito con facilidad aquí). También podéis escuchar y ver una entrevista que le han hecho en Catalunya Ràdio aquí. Por último, os animo a comprar su último libro “Seguirem vivint” en catalán o “Seguiremos viviendo” en castellano. Los derechos de la autora serán donados al equipo de curas paliativas pediátricas de Sant Joan de Déu.





viernes, 13 de febrero de 2015

Una herencia peluda


No, no voy a hablar de lo tedioso, exasperante, doloroso y angustioso que supone hacerse cargo de los múltiples temas legales que se suceden tras la muerte de un ser querido (aunque sería terapéutico, sin duda). Me voy a referir a otro legado.

La herencia que nos ha dejado mi padre tiene ocho patas, dos estómagos sin fondo y mucho, pero que mucho pelo. Por aquello de preservar su canino anonimato, les llamaremos Perro y Perra. En un primer momento dudé si sería posible quedarme con ellos porque Mr. X tiene bastante alergia al pelo de muchos bichos, pero parece que ese problema lo vamos toreando.

Perro siempre ha tenido un carácter más agrio que Perra. A veces incluso te llevas un gruñido... el pobre es un tanto amargado, qué le vamos a hacer. Lo farruco lo compensa con su belleza natural (que se esfuma, eso sí, a la que le quitas la mata de pelo y lo dejas en versión rata).

Perra se muere por un arrumaco. Adora que la sobes, ya sea en la panza, en la cabeza o en las pestañas, lo importante es que la toques. Y lo hace saber poniéndote la zarpa encima a la que te tiene a tiro (lo cual lleva a cabo con muy poco arte y acabas esquivando sus demandas de amor para evitar los rasguños). Eso sí, no hay que fiarse de su inocente semblante porque es una cazadora de primera, y ella no mira un tierno gorrión con los mismos ojos que tú. Es mejor mantener cualquier bicho fuera de su alcance.

Ambos dos han vivido desde cachorros con mi padre y están acostumbrados a tener un jardín para campar a sus anchas, ergo, su socialización con otros perros es nula. Consecuencia directa: pasear con ellos es un infierno, se tiran como locos contra cualquier can que se cruce por su camino. En cuando tenga un hueco le haré una consultita a mi etóloga de cabecera porque lo cierto es que la gente me mira con lástima por la calle cuando vuelo detrás de ellos al pasearlos (o pasearme ellos a mí, más bien). Muchos se atreven a dar consejos, diciéndome que es mejor que los lleve sueltos (es la moda en mi barrio). Sí claro, yo dejo a Perra suelta y ya verás lo que tarda en venir hasta mí con tu precioso Yorkie entre las fauces. Esto es asín.

Peque lo lleva entre bien y mal, rollo celos de hermano mayor. Si juego con los perros reclama mi atención diciéndome quejumbroso que quiero más a los perros que a él. Entonces es cuando yo saco mi arsenal y le recuerdo que él quería tener un perro. Y tan campante me contesta que él sólo quería uno (mentira), a Perra. Porque lo de Peque y Perra es un idilio en toda regla (hasta que Perra reclama más mimos con la zarpa y ya la hemos cagado).

A pesar de la movida que implica hacernos cargo en estos momentos de Perro y Perra, no puedo obviar la tremenda compañía que le han ofrecido a mi padre durante estos últimos años. Han sido sus nietos peludos, le han sacado sonrisas y lo han custodiado. Me siento incapaz de buscarles otro hogar que no sea el mío, y cada vez que los miro me siento más cerca de mi padre.

Así que Papá, no te preocupes, ya he hecho todo el papeleo para pasar a ser la distinguida propietaria legal de Perro y Perra.

Ah, y los he puesto a dieta.

Te quiero.





miércoles, 11 de febrero de 2015

Paraules d'amor


Ayer, los virus invernales me proporcionaron un día de reposo casero totalmente imprevisto y lleno de magia.

Mientras Peque dormitaba o veía los dibujos emanando calor a mi lado, me hice un ovillo a su vera y con toda la calma del mundo, ignorando los pitidos ocasionales del móvil y las malditas prisas de la rutina habitual, me sumergí en mi pasado.

Este fin de semana hemos comenzado la dolorosa e inevitable tarea de vaciar la casa de mi padre. Nos llevará tiempo acabar, porque una vida entera da para acumular muchas cosas. Además, tengo que preservar toda la obra de mi madre, cerca de cien cuadros.

Cuando murió ella ya pasé por el trance de ocuparme de sus cosas, pero más bien de las que eran de uso diario. Al morir mi padre han llegado a mis manos otro tipo de enseres, entre ellos, muchos documentos tanto de él como de ella. Sus certificados de nacimiento, algunos apuntes de la escuela, calificaciones del colegio, tarjetas de distintas asociaciones, nóminas varias, cartas que yo escribía por Navidad... y sus misivas de amor.

Da cierto apuro colarse en la intimidad de una pareja, aunque esas personas ya no estén y sean tan próximas como tus propios padres. En uno de sus correos mi madre escribía acerca de un conflicto familiar: "no me atrevo a explicarte todos los detalles porque quien sabe dónde puede acabar esta carta". Seguro que en ese momento no me imaginaba a mí leyéndola.

Podría anclarme en el dolor. En que no es justo que no estén. En que deberían haber tenido más tiempo para disfrutarse. Pero como le decía a alguien en un comentario, no me planteo la vida en términos de justicia, no creo que lleve a ninguna parte. Suelo leer a menudo el blog de Albert Espinosa. Me enganchó su fortaleza vital cuando devoré El mundo amarillo y sigo fiel sus publicaciones. Definitivamente, uno puede elegir cómo encaja los avatares de la vida. Él lo tiene claro, y yo cada día un poquito más. No niego mi sufrimiento y que me entristece pensar en todo lo que no pudieron vivir. Pero me quedo con que se encontraron cuando más se necesitaban. Con que su pasión fue intensa y arrebatadora. Con que plantaron cara a los que dudaron y pusieron trabas. Con que lo lograron.

Ayer, al lado de Peque, imaginaba a mi madre bolígrafo en mano mientras escribía unas líneas preocupada… "porque la niña tiene fiebre desde que salió anoche de piscina, y verla temblorosa en la cama me hace sufrir a mí también". El paralelismo que viví en esos instantes con mi propio hijo tiritando agarrado a mi brazo fue abrumador. Un capricho del destino, un lazo a través de las décadas.

En otra carta le daba las gracias a mi padre por haberme comprado un disfraz de princesa que ella no se podía permitir. Recuerdo perfectamente aquel disfraz. No sabía que me lo había regalado él.

Carta tras carta descubrí una vulnerabilidad que no conocía en mi madre, a la que siempre vi tan fuerte y tenaz a mi lado. Aunque no es de extrañar, porque esos mensajes los escribía con ocho años menos de los que tengo yo ahora y una pizca de ingenuidad se trasluce de sus escritos.

Ayer, leyendo el amor de mis padres conocí a dos personas que estaban dando los primeros pasos hacia un futuro en común, construyendo vivencias que más tarde formarían parte de mis recuerdos de infancia al oír una y mil veces cómo se conocieron.

Ayer, leyendo el amor de mis padres di gracias por conservar estas cartas. Porque así permanecerá en mi memoria la imagen de dos jóvenes enamorados que lucharon y lo lograron.




miércoles, 4 de febrero de 2015

Conozco el camino


Ya he pasado por aquí... El camino me es familiar. Y curiosamente en mi imaginación se parece a los senderos que surcan los agrestes paisajes de Cumbres Borrascosas.

Como si en efecto estuviese en la novela de Emily Brontë, me veo caminar bajo mi capucha contra vientos perpetuos, con un movimiento lento y avanzando cabizbaja. Desde luego, el puto frío no ayuda para nada.

De todas formas, como decía, ya he pasado por aquí, conozco el camino y sé a dónde lleva.

La gente que me rodea dice que tengo una forma ejemplar de llevar el duelo. Que acepto mi tristeza y hablo de ella con serenidad. Parece ser que mis niveles de resiliencia son adecuados. Pero notar que me recupero me jode. Sentirme mejor me aleja del momento en que se fue y pone tiempo de por medio. Y me da miedo olvidar su voz, sus gestos e incluso sus broncas.

Se dice que el duelo consta de negación, ira, negociación, tristeza y aceptación. Yo me he saltado negación-ira-negociación y he aterrizado directamente en la tristeza. En mi experiencia, los tres primeros días son los peores. El dolor es casi físico, la emoción incontenible y la ausencia, inabarcable. Esas noventa y seis horas de la semana pasada lloré cada vez que la idea de su partida me cruzó la mente y Peque se quejó de verme triste, pero le insistí en que llorar es bueno, y en que es mi forma de echar de menos al Opa (intentaré hablar otro día de cómo hemos llevado el proceso con Peque). El duelo es un proceso extraño, salvaje, como me decía un amigo, y te sorprende seguir teniendo hambre, que por la calle todo luzca una irreal normalidad y que el sol continúe iluminando los días.

Durante ese principio vivir pierde su gracia. No te apetece disfrutar de nada, y en mi caso, lo único que anhelo es algo que mantenga mi mente distraída. Con mi madre fueron los puzles (nunca antes y nunca después me ha apetecido hacer uno). Con mi padre ha sido el ganchillo. De hecho estaba confeccionando unos patucos para el bebé de una amiga y como no me salían bauticé mi creación como "Puto Patuco" (hay que ser irreverente en esta vida). Estoy haciéndome con un surtido que no se acaba y al final voy a tener que montar una paradita.

Esos tres primeros días no atendí llamadas y contesté los mensajes de apoyo escuetamente por la falta de ánimo, pero debo decir fueron un bálsamo para el dolor. Aunque no apetezca salir de tu parcela de sufrimiento, sentirse acompañada es vital. Gracias a todos los que están, estuvieron y estarán.

Lloré, lloré y lloré hasta que me creí seca. Y digo creí porque voy por la calle (a mi flemático ritmo) y algo o alguien activa un recuerdo y de pronto las lágrimas inundan de nuevo mi mirada... Ahora por norma general lloro más por dentro, regando una oscura cavidad que ha quedado en el centro de mi ser. Pero conozco el camino, y sé que empapando la brecha reverdecerá, abonando el terreno para que en sintonía con la primavera, la ilusión y la alegría broten de nuevo. I promise. Por ti. Por vosotros.