Verano es sinónimo, especialmente desde que nació Peque, de pasar varias semanas en la casa de campo de la familia de Mr. X. Es tradición que tanto su madre como algunos de sus hermanos y/o sobrinos se turnen para disfrutar allí del período estival, convirtiéndose en una especie de convivencias caseras.
Lo cierto es que es una casa con solera, con personalidad propia, y con una historia que no me corresponde a mí explicar, pero que posee todos los ingredientes de un buen culebrón (y le tengo cariño porque, ejem, fue nuestro picadero particular cuando Mr. X y yo empezamos el cortejo).
Cada año descubro cosas nuevas en ella, y tiene un encanto que no pasa desapercibido a los que exploran la zona, que por cierto es un área cercana a la ciudad pero a la vez boscosa y agreste, una isla verde que cuesta creer que tengamos tan próxima.
Ya he explicado que vengo de un núcleo familiar reducido. Crecí como hija única, y mis padres fueron tirando a sedentarios y reposados. No asistí a campamentos, no tenía un pueblo al que acudir cuando acababan las clases… Disfrutaba de mis salidas puntuales con amigos y el resto de tiempo leía, escribía, etc.
Pero claro, una va y se enamora de un miembro del Clan X y la cosa cambia. Para empezar porque Mr. X ya traía tres niños en la mochila, pero el resto de su familia no es moco de pavo. Tres hermanos y todos con churumbeles varios. Además, a mi suegra le gusta el bullicio y la algarabía y tanto le da cocinar para cinco (cuando somos poquísimos) como para veinticinco, y los invitados, vengan del lado que vengan, siempre son bienvenidos. Así que el follón está servido.
Ni que decir tiene que he acabado disfrutando como una camella de esas comidas veraniegas de veinte en la pérgola, de esas cenas escandaleras de treinta y tantos, de las pelis nocturnas al aire libre para los que aguanten el tipo, y de los desayunos eternos en la cocina en los que estás de cháchara con la suegra mientras empieza a preparar la comida al tiempo que madrugadores y marmotillas van apareciendo en escena para explicar sus sueños y desvelos.
No deja de sorprenderme lo bien que funcionan las cosas siendo tantos y tan distintos. Está claro que a veces hay roces y hasta alguna bronca, pero doy fe de que es la excepción y no la regla. Y se compra cada día, se cocina (ahí mi suegra siempre está al pie del cañón), se limpia, se ponen lavadoras, se tienden… Se hace todo sin necesidad de calendarios que programen las tareas. Todo fluye de un modo que me pasma y el engranaje de la convivencia aprendida a lo largo de tantos años se lubrica con amor y respeto.
Peque tiene suerte de pertenecer a este lugar. De explorar sus confines, de conocer sus rutas secretas, de convivir con tantas personas de las que aprender, de poder estar en contacto con la naturaleza, de descubrir bichos nuevos y ayudar en la cocina recolectando las plantas que crecen en el jardín.
Por poner una pega, que no todo va a ser bucólico-pastoril, ese yo que creció con tendencia al recogimiento y ensimismamiento, echa de menos de vez en cuando un ratillo para disfrutar de la casa a sus anchas y sin tropezarse con nadie. Por eso, cuando una tarde de agosto los astros se alinearon para que eso ocurriera, yo ni me lo creía. Peque se iba con una tía de excursión, Mr. X curraba, mi suegra se iba con una hija a comprar a la ciudad y el resto de la gente lost in combat. A mi suegra le daba cosa dejarme sola, y yo le decía con carita de no haber roto un plato: “no mujer, ya me entretendré con cualquier cosa, no sufras”.
Así que cuando cerré la verja tras el último coche que se largó del lugar, me repanchingué en una tumbona al sol, le di un sorbo al refresco burbujeante que me había servido, y no pude evitar acordarme del bueno de Tom.