Soy una persona obsesiva. Siempre lo he sido, y es un rasgo de mi carácter que me define bastante bien. Se traduce en que durante temporadas más o menos largas mi mente y mis sentidos están abocados a tratar un único tema.
Hay ideas recurrentes y otras transitorias, pero ese ramalazo ofuscador suele andar por ahí dando la vara. Lo bueno es que con la edad una aprende a conocerse, y dado que tengo bastante claro que las obsesiones no dejarán de monopolizar mi tarro, al menos intento sacarles provecho mientras duran. Porque sé que acaban desapareciendo (menos mal), y un día me levanto y ya no hay rastro de lo que llevaba carcomiéndome el pensamiento durante días o semanas. Se desvanece y a por otra cosa mariposa (excepto en el caso de las obsesiones recurrentes, esas las dejaremos para otra ocasión).
Vale, ¿y qué es lo que lleva exactamente dos semanas sorbiéndome el seso a casi todas horas?
El Everest.
Venga va, os dejo cachondearos a gusto. Desde luego no soy una tipa caracterizada por mi estupenda forma física (más bien al contrario), pero mis queridas neuras no entienden de límites de ningún género y desde luego el tema es del todo apasionante.
Todo empezó el día en que decidí homenajear al montañero de la familia (aka Mr. X) con una sesión de cine. Me pareció que la peli que estrenaban sobre la tragedia de 1996 en el Everest le interesaría, y aunque a mí me daba cierto yuyu angustiarme con el dramón, me hice con dos entradas. Ojo si la vais a ir a ver y no tenéis ni flowers de qué va, que igual os estropeo un poco la trama.
La peli logró engancharme desde el principio y mantenerme pendiente de cada minuto de proyección. Como Mr. X conocía los acontecimientos bastante bien, yo le iba preguntando sobre la marcha, rezando para que me dijese que Rob Hall iba a sobrevivir y que al final conocería a su hija. Pero si una va a ver una tragedia, ha de atenerse a las consecuencias.
Al salir del cine Mr. X me ilustró sobre algunos de los protagonistas de la hazaña y me dijo que en casa teníamos un libro que escribió uno de ellos, periodista y escalador. Me chivó el título en catalán, y hasta que no me comentó que el escritor era Jon Krakauer, no caí en la cuenta de que lo tenía en mi libro electrónico (los títulos en castellano y catalán son bastante diferentes). Abrí con ansiedad mi Kindle y allí estaba:
Mal de altura. Y supe que la obsesión había comenzado.
Esto me hace reflexionar sobre cómo los libros llegan a tu vida, y sobre cómo es de importante leerlos en el momento justo para poder disfrutarlos. Hace dos años que tenía
Mal de altura en mi bolso y cada vez que leía la sinopsis pasaba de largo sin que me apeteciese comenzarlo. Ahora sin embargo, lo he devorado.
Nada más empezar hay una lista de
dramatis personae con todos aquellos que estuvieron en el Everest la primavera del 96. Me llamó la atención encontrar a Araceli Segarra (que formaba parte de la expedición IMAX) y descubrí a raíz de eso que recientemente había publicado un libro:
Ni tan alto ni tan difícil. Las cosas como son, eso de que con una conexión wifi y un click (vale, y una tarjeta de crédito) te puedas hacer en cinco segundos con casi cualquier libro, es una tentación y de las gordas. Y caí, por supuesto.
Así que en diez días me he leído
Mal de altura y
Ni tan alto ni tan difícil, y he navegado durante horas por internet conociendo un poco más a Scott Fischer, Rob Hall, Jon Krakauer, Anatoli Brukréyev, Beck Weathers, Yasuko Namba… Lo sé, lo sé, una lista de nombres que quizás no os digan nada, como nada me decían a mí hace unas semanas. Pero vale la pena acercarse a la sonrisa contagiosa de Fischer, al compromiso y la tenacidad de Hall, a la increíble fortaleza física de Brukréyev, a la milagrosa historia de superación de Weathers, a la motivación de Namba, y a los muchos otros protagonistas de esta narración cuyo destino se une en el Sagarmatha. Por no hablar de los sherpas y sirdars, cuya religión condiciona de forma clara su relación con la montaña y cuya implicación y tremendo trabajo físico es determinante para que muchos puedan lograr su sueño. Tampoco conocía la realidad de las expediciones comerciales y lo que ello supone, con las toneladas de porquería generada a miles de metros de altitud entre otros dilemas éticos no menos interesantes.
La belleza y el reto seducen, imagino, a los que pretenden hacer cima. La miríada de motivaciones que lleva a cada uno a escalar una montaña como el Everest, en la que detrás de un recodo puedes cruzarte con el cadáver congelado de otro que lo intentó antes que tú, me fascina.
Ha sido un descubrimiento también el libro de Araceli Segarra, tanto por su narrativa fresca y nada pretenciosa como por su forma de aprender de las experiencias vividas y aprovecharlas para llevar la montaña a la vida y conseguir transmitir con lucidez que las cosas pueden simplificarse, disfrutarse y llevarte adonde tú quieres (emocionalmente hablando). Porque no hay nada que quede tan alto ni sea tan difícil.
Yo de momento, en mitad de mi obsesión y cuando tengo un rato de relax, cierro los ojos y trato de ponerme en la piel de todos los que estuvieron allí. Y me imagino ese aire fino, de oxígeno escurridizo, que se resiste a ser inhalado mientras tu agotado organismo pide a gritos un descanso que no puedes concederte. Y la incógnita de si el clima y la fortuna te permitirán hacer cima, y sobre todo, volver a casa sano y salvo. Y el peso de la certeza al saber que has dado un paso en falso en una zona del planeta donde errar se paga caro.
En fin, que voy a tener que darle la razón a Mr. X. La montaña engancha.