No soy una persona de aniversarios. De aniversarios tristes, quiero decir. Hace años que el aniversario de la muerte de mi madre me pasa desapercibido, porque ni necesito un día para recordarla ni su ausencia es especialmente intensa ese día.
De todas formas, el primer año tras la muerte de alguien amado supone un ciclo importante. El primer verano sin él, las primeras navidades sin él. Todo… sin él. Hoy hace un año que murió mi padre.
Puedo decir que los muertos que me acompañan me han ayudado a encarar los duelos cada vez con más serenidad. Quizás, con más entendimiento. Una aceptación que desde luego no anula la tristeza, pero la alivia. Pienso a menudo en la muerte, pero sin la angustia de hace quince años. Pienso en la muerte para tratar de aprehenderla, para prepararme para ella, cada día un poco más.
Los muertos que me acompañan. Lo digo así porque así lo siento. Hay más presencia de todos ellos en mi vida que vacío por no tenerlos a mi lado físicamente. Cada uno está presente en una situación determinada. Mis padres, siempre.
No están siendo días fáciles. Estoy en medio de un conflicto con un cliente que me afecta más de lo que debiera. Él no está contento con mi actuación como profesional, y viene cada día para curar a su animal mientras repite como una letanía su lista de insatisfacciones (como les explicaba a mis amigas, es como el día de la marmota, pero versión cabrona). Sé que la vida del animal no corre peligro alguno. Sé que lo hice lo mejor que supe. Sé que el problema lo tiene él y no yo. Lo sé, y sigo permitiendo que me afecte. ¿Por qué? Siempre he sido un tanto sensiblera, supongo. Mis padres lo sabían, y me metían caña de la buena, de la que te hace reír, te anima y te sube el ánimo a la estratosfera cuando me notaban así. “Tú vales mucho”, me habrían dicho.
Hoy quiero proponerme sentarme a la mesa con ellos. Iremos a cenar fuera. Vomitaré mis penas y mis inseguridades. Regaremos la conversación con un buen Ribera (rosado para mamá). Charlaremos, reiremos, lloraré un poco para mitigar la tensión acumulada y acabaremos recordando como siempre las aventuras de papá en la selva venezolana. Un cálido confort mecerá mi corazón, y antes de irme a dormir los abrazaré fuerte para nutrirme de su amor. Papá olerá a Yacaré, y mamá a Opium. Y el efluvio de sus perfumes me acompañará mientras me adormezco.
Mañana no dejaré que nadie pisotee mi autoestima, porque ellos me acompañarán mientras planto cara a la adversidad, venga de donde venga y a ser posible, con una sonrisa.
Opium y Yacaré. Aún puedo olerlos.