viernes, 17 de noviembre de 2017

ET, teléfono, mi casa


Recuerdo a mi madre pronunciando esa frase en infinidad de ocasiones. Era una de esas muletillas familiares que usábamos casi en cualquier circunstancia.

ET se estrenó en diciembre de 1982, cuando yo tenía cinco años. No consigo visualizarme en el cine cuando la estrenaron, pero pienso que mi madre me dijo que sí me llevaron. Lo que está claro es que me fascinó. Mis tíos me confeccionaron una réplica perfecta del extraterrestre en plastelina y algún otro muñeco con su semblante cayó en mis manos.

La mire por donde la mire es una película redonda. Un equilibrio magnífico entre ciencia ficción -uno de mis géneros favoritos-, drama y comedia. Siendo pequeña me identificaba muchísimo con el protagonista, con ese amor tan tierno que siente por su nuevo amigo, con su instinto de protección y su conexión… aunque también me gustaba ponerme en la piel de la jovencísima Erika Eleniak cuando Elliot y ella se besan en medio de todos los batracios liberados. Adoro esa escena. Cuando Mr. X trae grillos para nuestro gecko leopardo siempre tengo la tentación de soltarlos emulando a mi héroe de la infancia.

Por mi cumpleaños, unos buenos amigos me regalaron entradas para ver ET en el auditorio con música sinfónica en directo. He tenido que esperar siete meses para disfrutar de mi regalo, pero la recompensa lo valía.

Sabía que iba a llorar, porque soy de lágrima fácil y me emociono hasta con los anuncios de detergente, pero esperaba que al menos el llanto llegase hacia media película siendo optimista. Me di cuenta de lo desacertada de mi predicción cuando con las primeras notas ya noté que se me encharcaban los ojos. Pero es que la banda sonora que compuso John Williams ha formado parte de mi infancia, adolescencia y madurez. En realidad, esa y muchas otras composiciones del maestro han ido forjando mi adn cinéfilo. Dado que después de la peli Mr. X y yo nos íbamos de restaurante y no quería llegar con maquillaje a lo Walking dead, tuve que esforzarme en contener el sollozo (léase pensar en otra cosa, no mirar la pantalla, o, mi truco preferido, clavarme una uña en el pulgar, que no sé por qué, pero me funciona).

Por primera vez en las ¿treinta? ocasiones en que he visto ET, lo hice en versión original, y eso siempre añade fuerza a las interpretaciones. Escuchar la orquesta in crescendo en los momentos álgidos provocaba un subidón de adrenalina impresionante (con el consecuente machaque de pulgar, claro). Cerca del final, con los mocos cayéndome nariz abajo cuando Elliot y ET se despiden, se me ocurrió echar un vistazo a Mr. X y pude comprobar cómo se secaba los lagrimones con la manga de la chaqueta, entregado al drama con la misma intensidad que servidora.

No es lo mismo ver una película con cinco años que con cuarenta (¡ay!), y si hace lustros me reconocía en Elliot, ahora sólo podía ver a mi hijo en él. Aunque algo me dice que Peque no podría contener las ganas de explicarme que tiene a un alienígena guardado en el armario…



                                                        



lunes, 6 de noviembre de 2017

Como decíamos ayer


A mí no me gusta el número seis. Tan poco me gusta que incluso me ha costado arrancar el post con su sola mención. Pero hace tiempo aprendí que las supersticiones están para superarlas y que aunque mi número preferido sea el siete, debo reconocer que el muy cabrón aportó una fecha fatídica a mi numerología personal. Así que, aunque sigue sin gustarme el seis y sigo adorando el siete, ni uno es tan malo ni el otro tan bueno. Y todo para decir que en septiembre hizo seis años que decidí abrir el blog.

Y la cuestión, después de más de cuatro meses de silencio, ha sido si escribía una entrada para despedirme del mundo blogger o para volver y seguir contando lo que me pase por la cabeza. Después de un intenso debate interno, me dejo llevar por el músculo cardíaco y ese que late y perfunde mis tejidos me ha hecho decantarme por la segunda opción.

Esta mañana Peque me ha abrazado en el autobús cuando llegábamos a nuestro destino. Era un abrazo gratis, sin motivo aparente. No le había dejado el móvil para juguetear durante el trayecto, no le había prometido ningún plan estupendo para la tarde. Nada que justificase ese arrebato de amor. Y precisamente por gratuito, espontáneo y cargado de cariño, me ha robado el corazón. Sé que estamos en un impás privilegiado, un compás de espera entre los agitados años de la primera infancia y las futuribles tormentas emocionales de la adolescencia, y que hay que paladearlo como si fuera néctar de los dioses. Además ha sazonado el gesto con un "te quiero" que ha hecho que hasta un par de señoras se girasen a mirar hechas gelatina pura poniendo ojitos mientras sonreían embelesadas como si observasen el gato de Schrek. Por supuesto, me he deleitado con el momento, grabándolo a fuego y guardándolo en el cajón de los instantes felices, esos que tanta falta hacen cuando la vida se pone porculera (que se pone, la muy cabrita, se pone).

En otro orden de cosas, estos meses han estado llenos de pequeños momentos invertidos en mí, algo que a menudo las madres dejamos en último lugar, y que no deja de ser fundamental para mantener la cordura y recargar el depósito energético a unos niveles que sean adecuados para no parecer un demogorgon (sí, yo también soy fan de Stranger Things... aunque como le comentaba a Bego el otro día, no recomiendo visionar la serie hasta la madrugada y tropezar luego con tu perra cuando vas a miccionar, porque me pegué el susto de mi vida pensando que tenía un demodog en casa). Ha habido muchas lecturas (destacaré porque son las más recientes y me han enganchado, la trilogía de Baztán de Dolores Redondo y El muñeco de nieve de Jo Nesbo), mucho pintar mandalas, darle al ganchillo, hacer algo de yoga y ahora estoy en plena campaña pre-navideña honrando a mi señor padre y tratando de emular su savoir faire con sus archiconocidas galletas.

Veremos si estoy a la altura del maestro.