En algún momento de mi recorrido vital asumí que no me gustaba el deporte. Muy probablemente las clases de gimnasia del colegio y luego del instituto colaboraron a ello. El potro, el plinton y los trampolines me parecían instrumentos de tortura, abandonaba la
course-navette al cuarto pitido con el hígado asomándome por la boca y los juegos en equipo se me daban como el culo. Conclusión: proferí un hurra sonoro cuando la gimnasia desapareció de mi vida.
Lo que pasa es que en el fondo sí me gusta el deporte y yo no lo sabía. El primero que disfruté de lo lindo fue el patinaje sobre hielo, aunque mis artríticas rodillas (y el embarazo de Peque) me alejaron de él. Mientras Peque fue un bebote no me planteé retomar ninguna actividad física, hasta que un día me di cuenta de que por la mañana tenía que reptar hasta el borde de la cama para poder salir de ella del daño que me hacían las lumbares. Supe que debía ponerme las pilas y cuidarme un poco si no quería asistir al deterioro prematuro de mi cuerpo serrano y acabar enganchada a los antiinflamatorios cual yonqui de estar por casa. Entonces
empecé con la natación, hace ya cuatro años, y desde entonces acudo religiosamente dos veces por semana, a las siete y media de la mañana, a la piscina municipal de mi barrio. Que hay quien se sorprende de mi fuerza de voluntad para perseverar con esa rutina, pero es que además de nadar, puedo desayunar tranquilamente y ducharme sin Peque aporreando la mampara, lo cual es uno de los lujos sibaritas de mi existencia (sí, hay alguno más).
Para acabar de arreglar las cosas, el verano pasado Peque estampó su bici contra la mía cuando pedaleábamos por el campo. Destrocé mi ya maltrecha rodilla derecha contra el manillar de la bicicleta de Peque para evitar -en una pirueta digna de Matrix- chocar contra mi churumbel. Pensé, ilusa de mí, que con algo de reposo mejoraría, pero nada. Acudí al traumatólogo para descartar lesiones serias, y vino a decirme que había llovido sobre mojado, agravando la
condromalacia rotuliana que padezco, pero sin haberse producido fracturas ni roturas de ligamentos. Me ofrecía como solución unas cuantas sesiones de recuperación o infiltraciones. Eso de que me metan una aguja en la articulación como que lo dejo para cuando ya no pueda caminar, y la fisioterapia siempre ayuda, pero mi problema es luego seguir en casa con una rutina.
Fui postergando la decisión hasta que un día comprobé que no podía bajar escaleras del
puto dolor. Algo había que hacer, y la palabra yoga empezó a resonar en mi cerebro. Muchas veces he deseado iniciarme en esta disciplina, pero nunca lograba dar con un centro que cuadrase con mi horario. Al final mi amiga T me recomendó las clases de E, una colega suya, y esa misma tarde la llamé y concerté una cita iniciando ocho sesiones de yoga terapéutico en las que me ha ido enseñando varias cosas. He aquí algunas de las razones por las que me he hecho fan del yoga:
-Aprendes a escuchar a tu cuerpo. Yo soy de sentarme cruzando las piernas y entrelazando los pies. Un ocho, vamos. Y estoy aprendiendo a reeducar mis posturas y darme cuenta de que en realidad no estaba cómoda cuando practicaba el contorsionismo en silla. Soy mucho más consciente de cómo me siento, estiro y camino, y sólo corrigiendo eso, creo que le estoy haciendo un favor a mis articulaciones.
-Entiendes que frenar la diarrea mental algunos minutos al día es necesario. Me mola pensar, divagar, crear entradas mientras cocino, blablablablabla… Pero de vez en cuando hay que parar el batiburrillo mental o el muy cabrón coge carrerilla y acabas lela. Sí, hablo de meditación. Que suena muy de maestro zen, y en realidad está al alcance de todos. Una amiga dudaba si meditaba bien o no porque las veces que lo había intentado no había sentido nada. La comprendí bien porque yo también había idealizado la meditación pensando que eso era para ultrahumanos que caminan sobre el agua y levitan en postura flor de loto. Más allá de conseguir llegar a niveles mayores de consciencia, meditar mola para bajar revoluciones, escucharse y en definitiva, sentirse mejor.
-¡Haces ejercicio! Yo tenía esa idea errónea de que el yoga es una cosa tranquila, de adoptar posturas raras y musitar “ommm”. Error. He acabado más de una clase sufriendo porque mi profe me oliese el alerón después de la sudada que me había pegado. Lo bueno es que cada uno puede regular la intensidad con que lo practica.
-Es personalizable. Absolutamente. Siempre habrá alguna postura para ti, incluso si tienes artrosis hasta en las pestañas.
-Peque también se beneficia. No sólo porque me imite, sino porque el yoga me lleva a estar más presente en cada actividad que realizo y porque una mami relajada y sin tanto dolor grita menos.
-Estoy aprendiendo a perdonarme y a confiar en mi cuerpo. Cuando bajaba las escaleras y me crujía la rodilla, me cabreaba sobremanera. Por estar tan averiada sin haber llegado a los cuarenta. Por no hacer todos los ejercicios que sabía que me ayudarían. Por algo indefinido que me llevaba a la culpabilidad. Pues no señor, hay que ser más indulgente con uno mismo, lo cual no significa que uno deba resignarse, pero sí ser más flexible, adaptarse, respirar y confiar en el poder sanador de su cuerpo.
-Aceptar. Aceptar que voy a tener cierto grado de dolor toda mi vida. Nunca me lo había planteado así, y verlo me ha quitado un peso de encima. Ya no tengo que pretender el dolor cero todo el tiempo, fuera frustraciones innecesarias. A ver si logro reconciliarme con mis dolores y usarlos para conocerme mejor y cuidarme con más esmero.
No todo va a ser bueno, claro está. El yoga también me ha llevado a momentos de vergüenza supersónica. ¿Recordáis
esta entrada? Pues digamos que mi profe de yoga ha asistido en directo a una demostración de mis capacidades. Glups.
Namaste.