La casa está en una zona tranquila, a más de medio quilómetro de la carretera más cercana, un pequeño oasis rodeado de floresta a medio camino entre la ciudad y el pueblo más cercano. Habíamos estado el fin de semana anterior, pero aún así la casa estaba fría. Decidimos no tirar de calefacción, que funciona con gasoil y habría costado una fortuna, y parte de nuestras tareas diarias consistieron a partir de entonces en ir a buscar madera al bosque, cortarla, y disponerla para la estufa de leña.
Las primeras noches me costaba conciliar el sueño. Por lo extraño de la situación y porque el silencio era absoluto. Pero muy absoluto. Normalmente se oye algún coche a lo lejos en la carretera. Nada. Silencio abrumador hasta que con el amanecer llegaba la sinfonía de pájaros piando con los primeros rayos de sol (parecía toda una rave de la naturaleza). Me despertaba la primera, encendía la estufa, dejaba salir a Perra a husmear el rocío de la mañana y hacer sus necesidades, y tomaba un té en silencio leyendo -o viendo Netflix, seamos sinceros y estropeemos un poco lo bucólico de la imagen- hasta que algún otro habitante amanecía, no antes de las nueve de la mañana.
Aunque se recomendaba mantener rutinas parecidas a las habituales, nos lo pasamos bastante por el forro. P se levantaba cuando su cuerpo serrano ya no podía aguantar más en horizontal y nos acostábamos todos tarde. A decir verdad, las noches eran lo más divertido. Cenábamos viendo una serie en la cadena autonómica y después, si había quorum, jugábamos al pinacle hasta que alguno lograba fulminar al resto. Enseñé a P a elaborar refrescantes San Franciscos sin alcohol, y se convirtió en el barman oficial del lugar.
En mi día a día suelo caminar bastante, y la segunda semana vi que los valores del podómetro de mi teléfono caían en picado, así que me propuse poner remedio a la situación. Aunque al principio podíamos salir a pasear por el bosque (después nos lo prohibieron), yo no solía hacerlo. Por un lado, Mr. X seguía trabajando y yo me quedaba sola con la juventud y sin coche. Por otro, fuera de la propiedad la cobertura es mínima, y me he acostumbrado a deambular escuchando podcasts, en concreto los tres del cuarteto calavera formado por Juan Gómez-Jurado, Arturo González-Campos, Rodrigo Cortés y Javier Cansado (es decir, Cinemascopazo, Todopoderosos y Aquí hay dragones), por lo que me tenía que quedar en el jardín para pillar algo de señal. Dadas las circunstancias, lloviese, hiciese un frío de tres pares o el sol me abrasase la piel, cada día salía dos horas a caminar alrededor de la casa. Y no es un edificio tan grande, tardaba minuto en dar una vuelta corta y dos y algo en dar una vuelta larga (según los árboles que esquivaba). Acabé conociendo cada nido en las ramas, cada arbusto escondido, y cada grieta en la pared. Y qué bien me lo pasé. Al cabo de una semana, mi recorrido quedó marcado en el suelo, aplastando la hierba y abriendo un surco en las zonas pedregosas. Un poco hámster en la rueda, pero para mí, del todo relajante. Eso, más los ratos de lectura, escritura y dibujo fueron mi terapia particular.
Nuestro periplo del confinamiento no estuvo exento de contratiempos que amenizaron las jornadas. Se atascaron las cañerías y eso supuso levantar medio jardín (menos mal que un “vecino” manitas nos echó una mano y se encargó de las obras, cosa que alteró mi recorrido hamsteriano y me obligó a incorporar saltos y filigranas a mi andadura); cuando se activaron las clases online nos dimos cuenta de que la conexión no daba de sí y solicitamos que nos instalasen fibra óptica (algo que, milagrosamente, al final conseguimos) y Perra tuvo achaques varios que superó perfectamente (menos mal que en casa, de bichos, algo sabemos).
Gracias al whatsapp mantenía contacto diario con mi abuela, que en la residencia dejó de poder recibir visitas, y también con el resto de amigos y familia. Hacíamos llamadas grupales semanales y eso nos permitía estar conectados con el exterior. Además, las nuevas tecnologías nos posibilitaron mantenernos en forma haciendo deporte online con el dojo de P y con mi amiga yogui Eli.
Seguíamos las noticias lo justo y necesario para estar informados de la normativa vigente según se actualizaba, pero nada más (y mantenemos esa tónica). Nos perdimos la hora de los aplausos en los balcones, y la camaradería vecinal, pero somos conscientes de que nuestro confinamiento fue privilegiado. Y una oportunidad de oro para hablar muchísimo en familia de varios temas pendientes, algunos más dolorosos que otros, pero todos terapéuticos y sanadores.
En mi caso, lo que me costó más sobrellevar fue la educación online. Quien me conoce sabe que suelo disponer de una paciencia considerable. Pues con P y los deberes queda demostrado que será ingente, pero no es infinita (vamos, que con P es una puta mierda de paciencia). Él, las tareas y yo formamos una combinación explosiva que ni la Coca-Cola y los Mentos. En fin, corramos un estúpido velo, porque lo cierto es que P acabó el curso muy dignamente y haciendo los dos un esfuerzo por no enviar a cagar al otro cada dos minutos.
Pasado el primer mes yo retomé mi trabajo con visitas programadas y encadenamos el confinamiento con el verano, con lo que pasamos medio año entero seguido en la casa. Ver el paso de las estaciones a través de los cambios en la vegetación y en el comportamiento de las aves, insectos y demás criaturas fue una experiencia que disfrutamos sobre manera. Eso sí, una vez acabado el estado de alarma, los jóvenes pusieron pies en polvorosa. Ellos aún necesitan volar y conocer, y salir, y socializar, y explorar. Yo, en el pequeño mundo boscoso alrededor de la casa, con mi gente y mis ratos de introspección, ya soy feliz.