Recuerdo muy vívidamente una tarde en casa de una amiga de mi madre. Yo debía tener unos quince o dieciséis años, me miré en el espejo y me eché a llorar porque me veía gorda.
Esa falta de amor por mis lorzas nunca me ha llevado a hacer tonterías con la comida, pero sí minó mi autoestima durante gran parte de la adolescencia. Con los años he ido aprendiendo a querer a mi cuerpo tal y como es, en toda su imperfección. Pero es una realidad que nos meten con calzador a diario y en cualquier lado el ideal de la figura femenina y masculina. A estas alturas de la película me preocupa mucho más llevar un estilo de vida saludable que moldear mis glúteos, pero no siempre ha sido así. Y como reminiscencia de esa época en que deseaba ser un pibonazo, a veces me miro en el espejo y me amonesto por los kilos de más pensando que debo dejar de pasarme con los bombones de Mr. X.
Y yo creía que lo hacía en silencio conmigo misma, pero resulta que el lapa de mi hijo se percató de alguna de mis reprobaciones y me preguntó, hace unos meses, si estaba gordo. Aluciné. Un crío de siete años que tiene más fibra en el cuerpo que un saco industrial de avena. Y me di cuenta del terrible ejemplo que le estaba dando al dudar de la idoneidad de mi body. Ni que decir tiene que desde entonces no se me ha ocurrido repetir el error, y en todo caso cuando se cachondea del volumen de mi pompis, lo que hago es agarrarme el pandero con amor y decirle que tengo el culo más hermoso del mundo.
Ser el ejemplo de conducta y pensamiento de un miniser puede ser algo perturbador, y no es hasta que ves en ellos tus propias pajas mentales cuando te das cuenta de qué peso tiene en la formación de su carácter lo que les muestras con hechos o palabras. Y dicho sea de paso, no hay mejor antídoto contra las imbecilidades de uno mismo que ver a tu vástago repitiendo esquemas para proceder a eliminar esa conducta de tu catálogo de majaderías.