lunes, 22 de enero de 2018

Mi cuerpo y yo


Recuerdo muy vívidamente una tarde en casa de una amiga de mi madre. Yo debía tener unos quince o dieciséis años, me miré en el espejo y me eché a llorar porque me veía gorda.

Esa falta de amor por mis lorzas nunca me ha llevado a hacer tonterías con la comida, pero sí minó mi autoestima durante gran parte de la adolescencia. Con los años he ido aprendiendo a querer a mi cuerpo tal y como es, en toda su imperfección. Pero es una realidad que nos meten con calzador a diario y en cualquier lado el ideal de la figura femenina y masculina. A estas alturas de la película me preocupa mucho más llevar un estilo de vida saludable que moldear mis glúteos, pero no siempre ha sido así. Y como reminiscencia de esa época en que deseaba ser un pibonazo, a veces me miro en el espejo y me amonesto por los kilos de más pensando que debo dejar de pasarme con los bombones de Mr. X.

Y yo creía que lo hacía en silencio conmigo misma, pero resulta que el lapa de mi hijo se percató de alguna de mis reprobaciones y me preguntó, hace unos meses, si estaba gordo. Aluciné. Un crío de siete años que tiene más fibra en el cuerpo que un saco industrial de avena. Y me di cuenta del terrible ejemplo que le estaba dando al dudar de la idoneidad de mi body. Ni que decir tiene que desde entonces no se me ha ocurrido repetir el error, y en todo caso cuando se cachondea del volumen de mi pompis, lo que hago es agarrarme el pandero con amor y decirle que tengo el culo más hermoso del mundo.

Ser el ejemplo de conducta y pensamiento de un miniser puede ser algo perturbador, y no es hasta que ves en ellos tus propias pajas mentales cuando te das cuenta de qué peso tiene en la formación de su carácter lo que les muestras con hechos o palabras. Y dicho sea de paso, no hay mejor antídoto contra las imbecilidades de uno mismo que ver a tu vástago repitiendo esquemas para proceder a eliminar esa conducta de tu catálogo de majaderías.



jueves, 18 de enero de 2018

Chabel, Chabel, ¡qué bien!


Hace unos días leía este artículo de la Psicomami, y reviví un pequeño trauma infantil. Resulta que con doce años quise la Super Van de Chabel. La quería con todas mis fuerzas, siempre me han entusiasmado las casitas miniatura con miles de cositas microscópicas, y la Super Van era el paradigma de los enseres en miniatura. Mi madre por aquel entonces trabajaba de forma temporal en una agencia de publicidad, y por mi cumpleaños sus compañeros quisieron hacerme un regalo (mi madre solía llevarme a la agencia y me los metí a todos en el bolsillo con mi célebre savoir faire –basado primordialmente en que para ser una preadolescente no daba nada por culo-). Debo decir que adoraba aquel lugar. En una habitación guardaban muestras de todos los productos que representaban, y me dejaban entrar a menudo en la sala de juntas, donde podía ver capítulos en primicia de las series de dibujos del momento. El paraíso terrenal para una niña prepúber.

El tema es que tantearon a ver qué quería. Y yo quería la Super Van. Ignoro si mi madre no hizo llegar el mensaje de forma correcta, si decidió motu propio que ellos fuesen los que escogiesen o si pensó que con doce tacos no estaba ya para casitas de muñecas sobre ruedas (creo recordar alguna conversación al respecto, pero pudiera estar equivocada, que estamos hablando de algo que ocurrió hace tres décadas). El caso es que mi regalo fue un peluche blanco descomunal con forma de algo parecido a un hipopótamo. Muy achuchable, sí. Pero la antítesis de una miniatura y desde luego algo muy lejano a mi Super Van. O, seamos realistas de una vez, la Super Van que nunca tuve.

Peque este año tenía una lista de regalos para Navidad muy particular. Particular por dos razones. Una, que era una lista de una sola cosa y dos, que me daba tres patadas que fuese lo que más ilusión le hiciese. Me estoy refiriendo a una pistola de juguete. Que sí, que es un regalo que piden habitualmente, que no lo voy a convertir en un delincuente juvenil por comprársela, ya lo sé. Pero me daba tres patadas. Así que me vi inmersa en pleno conflicto maternal: ¿cedía a los deseos de mi vástago cumpliendo su anhelo navideño, o me regía por mis sacrosantos códigos de crianza antibelicista?

Se la compré, claro. Con disgusto, pero se la compré. O de lo contrario me lo veía dentro de treinta años escribiendo su propio blog y preguntándose en un post, qué parte de "quiero una puñetera pistola de dardos" no habían pillado sus padres la Navidad del 2017. En el fondo tengo la esperanza de que una vez conseguida la dichosa pistola acabe en el cajón de los juguetes olvidados y que la próxima vez lo que me pida sea una copia inédita de La historia interminable o un set de científico cuántico. Pero vamos mal, porque allí donde va, se lleva su pistolita y se lía a tiros con lo que quiera que se le ponga por delante.

Al menos me queda el consuelo de que con cuarenta años no soñará con la Super Van. Digo con la pistola.


PS: Si algún lector de este humilde blog tiene una Super Van, que sepa que puede hacer feliz a la niña que aún habita en mí. Gracias.