... en Canarias. Millones de veces habré escuchado esa coletilla en la radio y en la tele. Como esta misma mañana mientras el agua caliente sacaba su jugo a los trocitos de té verde que danzaban en mi taza y yo los miraba hipnotizada al tiempo que Peque parloteaba a mi lado. Sólo me había quedado la última palabra impresionada en el cerebro. Canarias... Canarias... Canarias. Un lugar que durante años sólo ha sido la breve añadidura de la cháchara de un locutor. Y ahora es un universo entero de recuerdos, experiencias y sensaciones.
Qué mala es la depresión postvacacional. Porque sí, acabamos de volver de una escapada exprés a Canarias.
Es la tercera vez que visito las Islas Afortunadas, la segunda que vamos con
Peque. Y estoy convencida de que no será la última. Observo por mis experiencias vitales en lo que a viajes se refiere, que a mí me plantas en una isla con calorcito y las endorfinas me colonizan hasta las pestañas.
Más que una crónica del viaje, dibujaré un bosquejo de percepciones, porque ando medio rebelde y no me apetece seguir un orden.
-Luz. Este ha sido un viaje lleno de luz. Por el magnífico tiempo que nos ha acompañado y por todas las horas que hemos pasado al aire libre, pero sobre todo por la claridad omnipresente que bañaba la maravillosa casa en la que nos hemos alojado. Es el hogar de un amigo de Mr. X, y sin lugar a dudas, de todos las residencias que he pisado en mi vida, es la que más me ha impactado. La casa de mis sueños, directamente. Amplia, cálida, cómoda, práctica, bella, situada en una localización privilegiada, con un jardín esplendoroso...
-Miedos. Creo que no he comentado que adolezco de cierto grado de vértigo. No es algo muy limitante, pero me mareo cada vez que me acerco a un balcón que tenga la barandilla demasiado baja para mi gusto. Si mis rodillas no fuesen el principal handicap para acompañar a Mr. X en sus excursiones, lo sería el vértigo, porque este hombre mío parece que ha nacido con vocación de provocarme un infarto. Una tarde, nuestros amigos, veterinario él, psicóloga ella, nos acompañaron de excursión al
Roque Nublo. No es una excursión especialmente peligrosa, y Peque no era el único niño que iba dando botes por ahí, pero cada vez que se acercaba de lejos a un barranco el corazón me botaba histérico en la caja torácica. Mr. X me decía que no me pusiese nerviosa, que él controlaba, y nuestra amiga apostillaba que no pasaba nada, y que con mi actitud iba a transferir mis miedos al niño. Supongo que tenía razón, pero hay cosas que escapan a mi control, y el pánico a que se cayese por ahí es una de ellas. Hasta que no llegamos de nuevo al coche no estuve tranquila. Eso sí, las vistas del Teide desde el picacho eran una delicia. Aunque a mí en fotos casi que ya me vale.
-Tursiops truncatus. Cuando acabé la carrera, uno de los sueños de veterinaria recién licenciada que tuve fue dedicarme a la fauna marina, en concreto a la medicina de cetáceos. Para acercarme un poco al mundillo hice un curso en el Zoológico de mi ciudad, y me enamoré (si no lo estaba ya) de los delfines. Incluso me apunté a una bolsa de trabajo y voluntariado de avistamiento de cetáceos (y tentada estuve de solicitar una plaza vacante en Hawai, en esa época en que todos los caminos están por explorar y no hay nada que parezca imposible). Al final mi trabajo se ha centrado en especies algo más peludas, pero sigo sintiendo una fascinación absoluta por esas criaturas de mirada inteligente y piel suave.
Este viaje me ha proporcionado la oportunidad impagable de estar cerca de ellos. Decidimos con Mr. X hacer una salida en barquito para verlos donde deberían estar todos, en su medio natural. Dos horas y media pegados a la proa de la embarcación oteando el horizonte. Morenito saludable cogimos, pero el único bicho que vimos fue un
pez volador (bueno, doce, para ser exactos). Los encargados del bote nos dieron un vale para repetir cualquier día de la semana, y tanteamos a Peque para ver si se animaba a pasar dos horas y media más ola arriba, ola abajo. Ni se lo pensó. Sí rotundo.
Al día siguiente a la misma hora nos plantamos allí. El agua estaba algo más agitada, y eso, según nos contaron, era buena cosa, porque los animales se acercan a la costa cuando hay mala mar. Después de hora y pico de travesía, la primera emoción, el lomo inconfundible de una ballena, un
rorcual común. Casi se me cae la lagrimilla y todo... Unos diez minutos después oí que la gente murmuraba excitada y Mr. X me avisó: "Allí delante hay un montón de delfines" (cosas de la miopía). Por suerte nos acercamos lo suficiente como para poder ver a dos palmos de nuestras narices una manada de veinte o treinta delfines que aprovechaban la estela del barquito para jugar, saltar y hacer cabriolas. Una emoción indescriptible me hizo abrazar a Peque y disfrutar juntos de esa experiencia inigualable. Y de paso, el vientito disimuló los lagrimones de felicidad y emoción que esta vez no pude contener.
Aunque no acaba aquí la aventura cetácea. El fin de semana visitamos un parque zoológico y botánico de la isla (maravillosamente cuidado, por cierto) y dado que el veterinario del centro es conocido de Mr. X y han colaborado alguna vez, decidió ofrecernos una sorpresita. Nos dijo que acudiésemos al delfinario media hora antes de la actuación y que nos presentásemos ante el jefe de los entrenadores, que nos estaría esperando. Dicho y hecho, llegamos puntuales a la cita. Nuestro anfitrión, encantador y atento nos dijo que Peque se quedase cerca de él durante el espectáculo y lo llamaría. No sé si estaba más emocionado él o yo... A los diez minutos de haber empezado el show, los entrenadores avisaron a Peque y buscaron algún voluntario más, pero los niños que estaban por la zona y que en principio iban a salir sufrieron un ataque de timidez y Peque, más lanzado que un torpedo, cogió la directa hasta la piscina. Lo subieron a una barquita, y al son de una musiquilla pegadiza, los delfines se lo llevaron de paseo por la instalación para saltar luego por encima suyo. Se despidió de ellos con un besito y me devolvieron al crío con la ropa empapada y una sonrisa imborrable. Suerte que estábamos a 35ºC y pudo pasearse por el parque en gayumbos mientras la ropa se secaba. Yo estaba feliz, pletórica, extasiada... pero no me imaginaba que aún habría más. Cuando ya nos íbamos, el entrenador jefe nos hizo unas señas para que nos quedásemos. Unos minutos más tarde nos permitió subir a saludar nosotros mismos a los delfines y acariciarlos. Resbaladizos, tersos, cálidos, simpáticos... todo a la vez. Y juguetones. Mientras Mr. X hablaba con el entrenador, Peque y yo nos sentamos en las gradas a ver cómo nadaban los delfines. Al poco, tres de ellos se nos acercaron con unas pelotas de goma. Al principio las llevaban con el morro de un lado a otro, pero finalmente la lanzaron fuera de la piscina hasta nuestros pies. Peque y yo nos miramos y sin dudarlo aceptamos la invitación y estuvimos jugando un rato con ellos. Todo lo que diga se queda corto, un regalo mayúsculo.
-Paranoias. Ya sabemos que hemos de restar una hora en nuestro periplo a Canarias. Llegamos y el móvil se adecua al cambio de huso automáticamente. Luego llega el cambio de hora estacional, y descubro que mi móvil no ha cambiado de hora, pero el de Mr. X sí. Me levanto a las ocho. En casa serían las nueve. ¿He cambiado ya la hora de mi móvil? Si no lo he cambiado, ¿qué hora es aquí? ¿Qué hora es para mi cuerpo? ¿Qué desfase horario llevo acumulado? No sirvo para estas cosas.
-Conciliación. No pinta mucho este término en el relato de unas vacaciones, pero pasar tiempo de calidad con Peque siempre me hace pensar en todo lo que no podemos disfrutar durante el año. Ha vuelto con ganas al cole, pero sin dejar de manifestar que él quiere pasar más tiempo con nosotros, que porqué tenemos que trabajar tanto. Y a mí se me queda cara de póquer, porque si bien disfruto de mi trabajo, lo necesito a nivel personal y doy gracias por tener un curro en los tiempos que corren, no es menos cierto que desearía poder pasar más horas a su lado, ahora que él lo requiere, que goza jugando con nosotros. El tiempo vuela, y no veo nada lejano el día en que ya le parezcamos pesados y aburridos.
En fin... Siempre nos quedará Canarias.