Dos veces al año tengo que ir a ver al endocrino para que me haga una ITV de mi defectuosa glándula tiroides (defectuosa como en media población femenina del planeta, porque cada vez conozco más mujeres enganchadas a la levotiroxina sódica, sospechoso…).
Dado que el mundo es un pañuelo -lleno de mocos- mi médico es primo de la recepcionista de Mr. X y siempre que me ve me pregunta por él y por sus bichos exóticos. Un par de chistes por aquí, revisión de peso y analíticas por allá, y santas pascuas, visita acabada.
Peque suele acompañarme porque hago que la visita coincida con mi tarde libre. Para él es un soberano coñazo, sobre todo si hay que esperar mucho. En silencio. En una silla. Con mucha gente carraspeando, mirando al suelo o cuchicheando en voz baja con el de al lado. El infierno infantil.
En esta última ocasión el doctor le preguntó a Peque por las marquitas de su cara y él le explicó lo ocurrido. Para quitar hierro al asunto tras escuchar la narración, al endocrino no se le ocurrió nada más que preguntarle si quería que le hiciese una carota. Mi churumbel asintió divertido y va mi galeno y se lleva las manos a la cara para evertirse los párpados superiores. Grima es poco, y Peque empezó a gritar del susto, menudo acojone así en un pis pas.
Poco tardó el crío en poner los pies en polvorosa, y una vez fuera del la clínica me dirigí a parar un taxi ya que tenemos una conexión horripilante de transporte público para volver a casa desde allí. Peque me bajó la mano y me dijo:
-No mami, vamos caminando.
No es que es que sea un camino interminable, pero la hora y pico de subida no te la quita nadie. Iba a reconducir sus deseos usando mis artes de madre con casi cinco años de experiencia en estas lides cuando su último argumento me convenció:
-Es que mamá, quiero ver el mundo.
Cualquiera se niega. Me embargó una emoción infinita. Hablaba con pasión, con ganas de descubrir lo que está más allá de su universo conocido. Además, me pidió específicamente que fuésemos por lugares nuevos, a ver dónde nos llevaban. Acepté la propuesta con algunas condiciones, porque el objetivo final era llegar a casa para la cena, pero no pude evitar recordar una fantasía adolescente recurrente que tuve que consistía en coger el coche y pillar carretera sin destino fijo (después se me jodió la fantasía al descubrir que odio conducir).
Mientras emprendíamos el camino Peque añadió:
-Además mami, tengo que ponerme cachas para ir a la montaña con papá.
Aquí se me pudo ver poniendo los ojos en blanco. Está claro que Mr. X está haciendo campaña con el chiquillo.
Sin prisa y con muchas pausas, llegamos a un parquecito cerca de nuestra casa. A esas horas estaba desierto (porque la gente normal con hijos pequeños no está explorando el mundo, sino haciendo la cena), y lo de tener todas y cada una de las atracciones para nuestro disfrute personal nos dio subidón y nos fuimos directos a la centrífuga.
Hago aquí un inciso. Hay que ser gilipollas de remate para meterte en un instrumento de tortura así si sabes:
A- Que eres patosa y lo has demostrado.
B- La centrífuga la carga el diablo.
Vale, pues soy gilipollas.
A- Que eres patosa y lo has demostrado.
B- La centrífuga la carga el diablo.
Vale, pues soy gilipollas.
Me subí con Peque y mientras él se acomodaba en las barandillas, yo me puse en el centro y le metí caña al "volante". Tanta caña que de pronto me di cuenta de que todo el puto parque rodaba a mi alrededor a velocidad máxima. Me subió la primera papilla al esófago y traté de recular para sentarme en la barandilla. Todo lo que recuerdo es que mi equilibrio se fue a tomar por saco en algún momento de la maniobra mientras mis espinillas rebotaban contra el borde y mis piernas se centrifugaban colgando fuera de la estructura. Está claro que sobreviví o no estaría aquí dándole al teclado, pero tengo dos bultos color berenjena en las patas que no me hacen conjunto con ningún pantalón.
Cuando Peque quiere ver mundo, yo me acabo comiendo el suelo.
Bonus track:
Cuando Peque quiere ver mundo, yo me acabo comiendo el suelo.
Bonus track: