Hoy es un soleado día de junio. Me he puesto el primer vestido de la temporada, aunque quizás he sentido algo más de fresco de lo que esperaba, pero el preludio del verano siempre me trae ilusión, así que valía la pena catar esas sensaciones.
Los últimos meses no he escrito nada, ni aquí, ni en mis diarios. He catalizado mis emociones a través de los paseos con Suertudo, los ratos de música y pintura, y el tiempo en familia.
Ha sido un año difícil. Emprender, pasar mucho tiempo fuera de casa, educar a un cachorro que se ha comido medio mobiliario, torear la adolescencia de P y, sobre todo, acompañar en su enfermedad a mi querida amiga T, hasta su fallecimiento hace un mes y medio.
Es un resumen tosco de todo lo que hemos vivido. El cáncer se ha llevado a muchas personas amadas, y cada vez que alguien de mi alrededor recibe un diagnóstico, revivo todos esos procesos, y me pregunto si a mí también me va a tocar pronto. Otras dos amigas de mi grupo están en sendos tratamientos de sus cánceres, aunque por fortuna, en sus casos lo que se espera es la curación.
El caso de T fue complicado desde el principio, y tener conocimientos de medicina hace que sea más complicado esquivar la realidad. A finales del año pasado ya sabíamos que el desenlace cada vez estaba más cerca, y después de Navidad entramos en la cuenta atrás, sin una esperanza de vida definida, algunos meses con suerte, pero saboreando cada único segundo que nos quedaba juntas.
Conocí a T en la facultad de veterinaria. No fue una relación idílica al principio, T tenía un carácter complicado en aquella época, y fue justo entonces cuando comenzó a hacer terapia para entender de dónde venía ese resentimiento que sentía con el propósito firme de mejorar como persona y curar heridas antiguas. Conozco pocas personas que hayan hecho un trabajo tan concienzudo a lo largo de los años, y que hayan logrado tanto como ella. Creo que las enfermedades devastadoras como el cáncer, o bien sacan lo mejor de ti, o te llenan de amargura. T evolucionó aún más, y nos dio a todos cantidades ingentes de amor y fuerza para acompañarla en su padecimiento.
Pruebas, cirugías, visitas con los especialistas con ese miedo por lo que puedan augurar, incertidumbre, angustia… y al mismo tiempo, ratos para reír, bromas, cariño a raudales, sabiduría y aprendizaje. He hablado mucho de la muerte y la enfermedad en este blog, pienso que he dedicado gran parte de mis tribulaciones a estos temas, y que no es en vano, que debemos prepararnos para el final y aprender de los que nos preceden en el camino. Por eso, a pesar de todo el dolor, agradezco haber estado todo lo cerca que he podido de T.
Es complejo encajar la muerte de una persona joven. La hija de T aún no ha cumplido los cuatro años, y recordará a su madre a través de los que la hemos sobrevivido. Sé que T no temía morir, solo dejar a la pequeña C. Cualquier madre comprende ese terrible dolor. Y aún así, T encaró los últimos días con una sonrisa para su hija y para los demás. La vi consciente por última vez un viernes. Estuvimos hablando veinte minutos, lo que buenamente pudo. Cuando me fui, ella se quedó sentada en el sofá, mirando el jardín, pletórico en la incipiente primavera, con el sol bañando su silueta. Antes de franquear la puerta, la miré una última vez y le dije: “Te quiero”. Ella se giró para mirarme, asintió con serenidad y me susurró: “Yo también te quiero”. El lunes siguiente por la tarde me despedí de ella estando ya sedada, y tres horas después falleció.
No se me va de la cabeza ese precioso momento en el salón de su casa. Fue muy bello y reconfortante. No tuve la oportunidad de despedirme así de mi madre, mi padre o mi abuela, así que lo valoro enormemente.
T, floreta, te pienso mucho. Nos dijiste que viviésemos la vida, que la disfrutásemos. Hay días jodidos, no te voy a mentir, porque tenemos la manía de perder de vista lo importante, pero lo intentamos. Vaya si lo intentamos. Ha sido un honor tenerte como amiga y maestra de vida.
Te quiero.