miércoles, 14 de diciembre de 2016

Kitschmas is coming


El día uno de diciembre, inaugurando nuestro calendario de adviento, Peque y yo procedimos a decorar la casa. Si ya de por sí tiende a ser de un barroco abigarrado, sumándole guirnaldas, lucecitas psicodélicas, tions y caganers, el resultado es cuanto menos, curioso. Tomé una foto de nuestro pesebre surrealista, la subí a instagram y en un alarde de ingenio creativo la titulé: “Kitschmas time”. Luego descubrí que el palabro ya estaba inventado, pero no importa, nadie se percató de mi súper juego de palabras.

Hablando del calendario de adviento, cada vez me cuesta más encontrar actividades con las que satisfacer a mi vástago. Es el tercer año que me lanzo a la aventura de idear veinticuatro actividades en un mes (¡veinticuatro!), y creo que cada edición es peor que la anterior. Bueno, hemos hecho cosas muy chulas (como patinar sobre hielo o ver ayer mismo Vaiana -¡muy recomendable!-), pero en esta recta final before Xmas estoy seca de ideas. Me quedan dos o tres ases en la manga, el resto es un desierto de inventiva maternal que ríete tú del síndrome de la hoja en blanco. Hoy la casita correspondiente al día catorce ha amanecido vacía y Peque se ha pillado un mosqueo XXL. Con lo que yo aún me he mosqueado más y he tenido que hacer acopio de toda mi reserva zen para resetear y no empezar el día de esa gloriosa manera. Y conseguido lo he (muy Yoda me veo).

Por fortuna, mi labor de mamá noela-reina maga está finiquitada desde la semana pasada y ahora sólo me queda pensar en qué manjares exquisitos prepararé para Nochebuena, única festividad en la que me toca currarme la comida. Tengo claro que como acompañamiento haré spätzle, una pasta que preparaba mi padre y que es éxito asegurado entre la población menor de edad que habita mi reino, pero aún rumio que cocinaré de plato principal.

Aunque confieso que ir de compras navideñas, ver los escaparates y las luces, pensar cosas chulas que hacer con mi estirpe y elevar mi espíritu navideño a la estratosfera tiene su punto, una parte de mí nada despreciable bucea en la nostalgia. Creo que me mola más el papel de niña que el de madre directora de eventos en lo que a las navidades se refiere. Quiero levantarme y que papá esté haciendo galletas de chocolate. Que el aroma a vainilla inunde el comedor. Que mi abuela me haga una coleta y me repeine con colonia. Que mi madre busque el disco de villancicos de Francia. Que en Nochebuena mi tía me prometa que iremos a patinar y me vaya a dormir con la convicción de que he visto el trineo de Papá Noel por la ventana. Que me levante en Navidad y descubra que la Nancy y la bicicleta están bajo el árbol. Que tenga quince días por delante para jugar, comer chocolate, divertirme y aborrecer la idea de volver al cole.

En el fondo, soy mucho más niña que adulta, sólo que lo disimulo muy bien.








miércoles, 7 de diciembre de 2016

Dreaming


Al principio, todo es difuso. Está esa sensación, tan intensa y real, de volar. Pero no vuelo, me deslizo. La pista está inmaculada, una finísima neblina la cubre por completo y se oye el ruido provocado por mis patines en un rítmico y perfecto siseo que únicamente puede indicar que el movimiento de las cuchillas es impecable, exento de roces, sin señal alguna de que ha habido un fallo en la técnica.

Me muevo sin miedo, con la confianza plena de que no me voy a caer. Avanzo a velocidad creciente, cojo la curva con unos cruzados ágiles, y me giro para seguir de espaldas, con los brazos acompañando un desplazamiento impoluto.

No salto, practico concienzudamente algunas piruetas y pasos que me provocan esa sensación de no rozar apenas el hielo. Siento el frío en mi cara. Soy etérea. No me duelen las rodillas. Mi cuerpo es fuerte, flexible y dinámico.

Y ahí me despierto.

Es uno de mis sueños –buenos- recurrentes (tengo unos cuantos), y diría que mi preferido. En esos sueños patino siempre como una campeona olímpica (puestos a soñar, ¡mejor hacerlo a lo grande!). La realidad, sobra decirlo, difiere bastante de ese estupendo mundo onírico.

Patinar sobre hielo es una afición que he tenido a épocas intermitentes –una intermitencia derivada de las circunstancias, no de las ganas-. Hice un par de cursos cuando era adolescente, y unos cuantos más con mi amiga E justo antes de tener a Peque. Con E superamos varios niveles básicos y nos adentrábamos ya en el fantabuloso mundo del patinaje artístico cuando descubrí que estaba embarazada. Desde entonces no había vuelto a patinar. Me parece un deporte muy complejo. Cuando veo a un patinador ejecutar una secuencia de pasos, pienso en los años de práctica que conlleva aprender cada ínfimo cambio en la posición de la cuchilla, mutando la posición del cuerpo, el centro de gravedad… Complicado de cojones. Y de ovarios. Y de todas las gónadas habidas y por haber.

Pero quiso el calendario de adviento obsequiarnos con una entraditas para la pista de hielo. Bajé del altillo mis patines (los adoro, fetichismo puro modo on), y nos fuimos con Peque y sus hermanos a quemar calorías sobre un par de cuchillas.

Me daba pánico entrar a patinar y pegarme el leñazo padre, pero para mi sorpresa, este cuerpo serrano que tengo aún recuerda como mantener el equilibrio. No me atreví a hacer demasiadas cabriolas para no tentar a la suerte –y porque no me acordaba de casi nada, que la maternidad me ha fundido unas cuantas neuronas-, pero fue maravilloso volver. Peque disfrutó de lo lindo… cayéndose. Sí, a él le moló mas tirarse al hielo que conquistarlo en vertical, pero ya me ha pedido dos o cuatrocientas veces que volvamos. Y para qué negarlo, con este tema, soy muy, pero que muy fácil de convencer.











lunes, 21 de noviembre de 2016

Qué verde era mi Cambridge


Hace unas semanas mi amiga E nos invitó al primer cumpleaños de su primogénito, que resulta ser mi ahijado. Ganas de asistir no nos faltaban, pero había un pequeño inconveniente: unos 1500 km de distancia, más o menos (hace unos cuantos años que mi amiga cambió el sol de California por la llovizna de Cambridge).

Lo de viajar nos pirra, e Inglaterra estaba en mi wishlist de peregrinajes desde hacía tiempo, pero nunca encontrábamos la oportunidad, hasta que E me llamó. Después de consultar parámetros varios, decidimos ir al cumple (¡yuhuuuu!). Y yo empecé a hiperventilar, porque mi pasión por los viajes es directamente proporcional al yuyu que me da coger un avión.

Cambridge nos ha enamorado. Y eso que hacía un frío de tres pares de cojones. Un frío húmedo gracias al chirimiri casi continuo y al río que recorre la ciudad, el río Cam (de ahí lo de su nombre). A pesar de eso, por lo que nos dijo E, es una de las ciudades con más horas de sol de todo el país, y lo cierto es que un día soleado sí tuvimos.

Para llegar a Cambridge lo ideal es aterrizar en London Stansted y coger allí un tren que en media horita te deja en la ciudad. Lo único pesado es pasar la frontera (por llegar un sábado nos chupamos como cuarenta minutos de cola interminable –con un niño que ha dormido cuatro horas y que está entre agotado y excitado, puede ser un lindo calvario-). Dicho esto, la señora que estaba en la aduana fue muy simpática y se marcó unas palabritas en castellano a Peque que le sacaron una sonrisa (en general hemos dado con unos brittish muy agradables).

Cosas de Cambridge…

-Vale mucho la pena ver por dentro los famosos Colleges. Las visitas son gratuitas en algunos y de pago en otros, pero la espectacularidad de los edificios bien lo merece (y la universidad de Cambridge es la más antigua de habla inglesa después de Oxford -desde 1200 y algo, toma ya-). Nosotros fuimos a St John’s y a Gonville and Caius. Para la próxima no nos perderemos King’s College, pero desde St John’s se puede ver un puente monérrimo imitación del de los suspiros de Venecia.

                                                                 


Una curiosidad. Según me explicó E, la hierba (verde a más no poder y tupida como ella sola), sólo puede ser pisada por un estudiante de Cambridge, así que nada de selfies en medio del verdor. Forbidden!



-Puedes darte un paseo por el río Cam en batea (punting, le llaman, y durante tus vueltas por el centro te avasallarán con el tema y hay que regatear el precio; nosotros conseguimos un garbeo por veinte libras). Desde la batea se pueden atisbar todos los colleges y mientras tanto el gondolero te explica anécdotas varias (de las cuales sólo pillé la mitad o menos porque mi inglés británico está por pulir).





-En Cambridge no hay palomas, hay cuervos (y patos, y algún cisne), por todas partes. A Mr. X y a mí nos llamó mucho la atención, deformación profesional. Y también muchas bicis. Ojo al cruzar una calle, hay que mirar para todos los lados antes de aventurarse o te juegas el tipo.

       


-La comida, ay la comida. Bueno, los ingleses no son precisamente famosos por sus artes culinarios, pero hemos de decir que comimos muy bien. Nuestra amiga E nos llevó el primer día a tomar un brunch a una cadena de restaurantes, y estaba riquísimo. Eso sí, lo típico es tomarlo con té y por ahí no pasé. Mr. X le dio a una pinta de Guinness, y yo, que no soporto la cerveza que no sea helada y llena de gas, me tiré a la Corona. En otros sitios fui aún peor y bebí Estrella. Sí señor, Estrella everywhere. Hay que ser guiri…




Para la cena nos recomendaron un pub que estaba cerca de nuestro hotel. Un pub tailandés. Ese concepto me produjo un poco de cruce de cables, porque mi idea de un pub era un tugurio oscuro lleno de hombres de mediana edad en la barra dándole a las ale, pero no, también sirven comidas. Atención al funcionamiento, porque es curioso. Cuando llegas lo primero es pedir la bebida en la barra, y te la llevas a la mesa. Después pides la comida, pagas, y los camareros te la sirven cuando está lista. Después de mi experiencia en USA -donde me llevó mi tiempo descubrir que la propina es obligatoria y cerca del veinte por ciento de la factura- le pregunté a E sobre la conveniencia de dejar o no propina. En general no es necesario, y en los pubs hasta se lo pueden tomar mal.

El domingo comimos en The Eagle, otro pub de renombre. Al parecer Watson y Creek siempre iban allí a tomar algo, y según te vende el local, en uno de sus rincones se inspiraron y descifraron la estructura del ADN (o DNA en english). La mesa que frecuentaban tiene la plaquita correspondiente. Anécdotas aparte, es un pub enorme y las mesas van muy buscadas. Te toca entrar, investigar, y plantarte delante de la que veas con opciones hasta que se vacía. Es la guerra. Pero vale la pena por catar un sunday roast o unas salchichas con puré de patatas (ligero, ligero).

-Durante nuestros paseos descubrimos que el dulce típico de Cambridge es el fudge, una especie de caramelo con todos los azúcares posibles que elaboran en una enorme mesa de mármol dándole forma hasta que se solidifica. No soy muy de dulces, pero el de chocolate negro y ron está que se sale.

-Las tonalidades de las hojas otoñales se comieron varios megas de mi tarjeta de memoria. Qué colores...

                                   



Peque lo ha vivido como toda una aventura y decía “hello” y “good bye” con un acento de lo más británico. Me da que vamos a tener que repetir. Todo sea por su formación académica...


                                 





jueves, 10 de noviembre de 2016

Sustos postizos y castizos


El susto castizo, muy de la tierra porque aquí el carterismo está a la orden del día, me lo llevé hace dos días. Después de una tarde de compras con Peque (chantaje mediante para que no estuviese de morros mientras yo me decidía entre dos pijamas monérrimos de la muerte), fuimos a coger el autobús para volver a casa. Busqué las tarjetas de transporte justo antes de subir y cuando iba a poner un pie en el bus oí unas monedas caer al suelo. No pudo pasar más de un segundo, pero en ese lapso de tiempo y tras mirar mi bolso, el suelo y un hombre que se alejaba de mí, entendí que las monedas eran mías, pero que no se me habían caído a mí, sino al tipo que me había birlado la cartera y que se alejaba rápidamente de la cola. Cosa extraña en la menda, reaccioné ipso facto y grité que me habían robado. Dejé a Peque ahí plantado (sin pensarlo, de hecho) y salí detrás del tipo, al que agarré por la manga exigiéndole mi cartera. Por un momento se llevó la mano al bolsillo y se me pasó por la mente que iba a sacar una navaja, pero por fortuna eso no ocurrió y verme rodeaba de varias personas me dio fuelle para seguir reclamando lo mío. Como el tío se hacía el loco, le pedí ayuda a dos chavales de unos veinte años que pasaban por allí: "Chicos, ¿me ayudáis?, me ha robado y no me quiere devolver la cartera". Supongo que el ladrón, al sentirse rodeado se acobardó y dejó caer algo al suelo. Mi cartera. Detrás de mí iba una señora mayor que lo había visto todo y que se lanzó encima de él. En ese momento me di cuenta de que Peque lloraba en la cola del bus, recogí la cartera y me fui corriendo a ver cómo estaba. También me di cuenta entonces de que el autobús me estaba esperando, y me subí con Peque mientras lo tranquilizaba. La señora mayor vino corriendo y me dijo victoriosa: "Nena, ¡yo le he dado con el bolso en toda la cabeza!". Las puertas se cerraron y me giré para descubrir que todo el mundo me miraba en silencio. De esas cosas que pasan en segundos, que a saber si has actuado correctamente o no... pero el tipo no lo logró.
El otro susto -postizo porque fue menos de lo que mi mente enferma imaginó- me lo llevé por Halloween. Mr. X, Peque and me nos fuimos a la casa de veraneo de la familia de mi consorte hace dos findes con objeto de preparar la morada para una Castaween (híbrido catalanoamericano de castanayada y Halloween). Mi suegra, muy de decorar cualquier guateque, le regaló a Peque telarañas, esqueletos y una careta. Una careta horrible a matar. La de Scream, vamos. Para Peque es sólo una careta de fantasma, para mí es el icono del miedo cinematográfico de mi post-adolescencia.

Hallábame yo mismamente en la cocina preparando un aromático risotto con funghi, cuando el cabronáceo de mi hijo apareció de un salto enfrente de mí con la consabida careta. Una que es de susto fácil pegó un buen alarido y ya estaba a punto de cagarme en sus ancestros cuando se fue la luz. Pam, de golpe. Y como elemento tenebroso añadido, la radio seguía sonando. Comencé a gritar: "¡Mr. X! ¡Mr. XXXXXX!". Nada. Y Peque, muy divertido él, persiguiéndome con la puta careta. Como suele decirse, toda mi vida pasó antes mis ojos. Bueno, mentira. Pasaron Scream 1, Scream 2, Scream 3, Scream 4 y la madre que las parió a todas. Después de desgañitarme llamando a mi señor marido, este pasó como una exhalación por mi lado (lo que me llevó a preguntarme si era él o el asesino halloweenense de turno) y unos segundos después se hizo la luz -justo cuando llegó al cuadro eléctrico de la casa y accionó el diferencial que había saltado, pura magia-.

Ya me lo tengo dicho, "no veas pelis de miedo nena". Pero no me hago caso.




viernes, 4 de noviembre de 2016

Hay un bar…


… al lado de mi trabajo, que me tiene el corazón robado.

Cuando dejo a Peque en el cole dispongo de cuarenta y cinco minutos sólo para mí. Cuarenta y cinco minutos sagrados en los que puedo hacer lo que quiera (un lujo que las madres apreciamos como caviar ruso). Antes me sentaba en una plaza a leer, pero cuando el frío comenzaba a apretar no me quedaba otra que entrar antes en el curro. No había descubierto aún un rincón que me encandilase para pasar ese tiempo sacrosanto. Hace un par de años abrieron EL bar, probé y desde entonces forma parte de mi rutina.

Los camareros me conocen, los saludo al entrar -casi siempre soy la primera- y no hace falta que añada nada más. Cinco minutos más tarde depositan un humeante té verde al lado de mi libro electrónico, compañero inseparable de fatigas.

Hay un asiento que suelo preferir, pero no soy maniática, existen alternativas sugerentes si algún cliente madrugador decide usurpar mi trono.

Los muebles son antiguos, de madera. Hay una gramola y otros cachivaches con solera, y la música siempre me resulta acertada, logrando incluso mutar mi estado de ánimo y llevarlo a parajes más seductores. Jazz de Nueva Orleans, cantos africanos, canciones en árabe, rock de los cincuenta, música folk o simplemente cantantes que no conozco y que se quedan en mi horizonte para ser explorados.

Hoy pensaba mientras le daba vueltas al té con la cucharilla y agitaba el pie al son de esa canción* que Halloween me ha hecho meditar, más si cabe, sobre la muerte, tan presente en mi vida (y en un sentido más bien positivo, dado que hace que saboree cada instante como único e irrepetible). Pasan los años, crecen los achaques, y el envejecer es palpable. Y la muerte, más o menos rápido -¡quién lo sabe!- se acerca. Recuerdo que cuando el padre de Mr. X estaba en sus últimas semanas de vida dijo algo como: “Así que morirse es esto...”. Me pareció revelador. Cada cosa nueva que hacemos y conquistamos se viste de la misma sensación de descubrimiento. Y la muerte no debe ser diferente, imagino.

Me gusta mi vida. Con sus cosas buenas y no tan buenas (como dice Matt, todo el mundo tiene su ración de mierda, cómo me mola esa teoría colega). Me encanta disfrutar del té verde por la mañana, del rato en autobús con Peque, de los besos de Mr. X, de las conversaciones "vamos a arreglar el mundo" con mis amigas, de salir del gimnasio después de nadar y notar una ligereza reparadora en el caminar, de apreciar como un catarro se va y respiro mejor, de descubrir por la primera página que un libro me va a encantar, de comer rollitos de primavera que he preparado yo y de beber una buena copa de Ribera.

Cuando mi madre enfermó justo cuando mi padre se había jubilado e iban a emprender una nueva etapa juntos, muchos dijeron:”Qué pena, ahora que podían disfrutar de la vida…”. Y no señores, mis padres tenían la lección bien aprendida. La vida se disfruta aquí y ahora y cada vez que te da un respiro. Sin más. Así que… a disfrutar.

*Esta canción:









                      







miércoles, 26 de octubre de 2016

Querido Planeta DeAgostini


Como ya se sabe que en esto de la maternidad te vas enfrentado a un marrón nuevo cada mes lunar o cada puñetero día, ahora estamos en pleno proceso de aborrecer el quiosco. De aborrecerlo yo, claro.

El año pasado rozamos el drama a final de curso, pero Peque sólo cayó en el afán consumista el último mes de cole. Este año hemos entrado por la puerta grande en el pantanoso mundo de los coleccionables. Colecciones efímeras y curiosas que lanzan cada dos por tres desde el universo-quiosco para tener a los críos enganchados a sus productos.

Al principio me resistía a dejarme los duros en esos trozos de plástico fabricados con dudoso gusto estético, pero claro, Peque usó un arma infalible:

-¡Es que mamiii, soy el único de mis amigos que sólo tiene unoooo!

Vamos, que me estaba haciendo directamente responsable de ser el marginado de la clase. El muy cabrito supo exactamente donde golpear. Así que para el quiosco que nos fuimos con la condición, eso sí, de gastarse sus propios ahorros en los cachivaches. Le quedan diez euros, que parecerá mucho, pero según el bicho que se compre cuesta la friolera de tres euros y medio, y este niño no se da cuenta de que está a un paso de la bancarrota. El día que le enseñe la hucha vacía ya me veo llegar a los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Dentro de lo malo, algunas de estas colecciones tienen a animalillos como protagonistas y explican datos curiosos de su biología, cosa que tiene su punto, pero o los creativos de la empresa que los fabrica andan un poco pez en zoología o piensan que para qué ceñirse al título de la colección cuando hay un bicho molón y feo que se parece y que puede colar. Porque en la cole de pirañas hay una anguila, y en la de murciélagos, tenemos un coipo o una rata para animar el cotarro. Ah, y siempre, siempre, siempre, hay algunos bichos que son fosforescentes, y que por supuesto son el objeto de deseo de todo chiquillo y que es condición sine qua non para alcanzar el nirvana.

En fin, que cada tarde me veo inmersa en una negociación nivel presupuestos-del-estado para decidir si la jefa de gobierno autoriza o no la partida para esparcimiento propuesta por el ministro de Asuntos Lúdicos. Ahí es nada.

   


                                                       Y a mí que me recuerda a Fujur...




martes, 18 de octubre de 2016

La discreción, la gran prueba y el abismo generacional


La discreción

Cada vez que le pido a Peque que, en una situación comprometida, hable en susurros, él me deleita con un discurso a voz en grito que me sube los colores. La última vez, ayer mismo. Entramos en un bazar para buscar una caja donde guardar sus legos (es decir, más o menos un container tamaño transatlántico) y él fue directo a las chucherías para perros obsesionado con comprarle unos palitos a Perra. Los que me enseñó tenían un aspecto de lo más sospechoso, y me fije en que eran Made in China. Le dije que esos no eran buenos, y el solicitó información detallada al respecto (gritando, claro). Me acerqué a él pidiéndole cierta discreción y le dije que la comida hecha en China no era buena, a lo que él contestó con cara de susto:

-Pero mamá… ¡el sushi!

Por un lado le va a dar por pensar que llevamos años intoxicándonos con premeditación y alevosía, y por otro, le hace falta una lección de geografía.


La gran prueba

Lo de Peque, lo he dicho muchas veces, es un apodo que voy a tener que desechar. Este niño crece a ritmo exponencial. Una tarde, entrando en la portería, comenzó a driblar en un partido imaginario tirándose por el suelo. Después de llamarlo como veinte veces mientras yo sostenía la puerta del ascensor abierta, se dignó a levantarse, y fue uno de esos momentos en los que te das cuenta de lo enorme que está y se lo dije. Y él me explicó riendo:

-Si mamá, estoy mayor. Pero aún me queda una gran prueba.

Le pregunté cuál era y me contestó con una sonrisa de lo más pícara:

-La adolescencia mamá.

Que dior nos pille confesados...


El abismo generacional

En casa siempre hay bichos. Tenemos un imán. O una profesión que nos lo pone a huevo, según se mire. Iguanas, hámsters, perros, ranas, serpientes, insectos palo… Y alguno me dejaré. Pero lo importante es que tenemos un nuevo inquilino. Mr. X y Peque se fueron a una feria de reptiles, y hoy sé que debería haber ido con ellos para hacer de poli malo y prohibir la entrada del bicho en casa (no porque no me guste, sino porque hay que proporcionarle un terrario, comidita –viva-, una fuente de calor… y yo figura que estaba en fase de deshacerme de cosas, no de adquirirlas).

Así que mientras yo me iba al cine con el pequeño de Mr. X a ver El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares, ellos se hacían con un precioso gecko leopardo. Y cuando llegué a casa ya estaba hasta bautizado. Peque me lo enseñó extasiado y me dijo:

-Mira mamá, ¡se llama Flash!

Y yo le pregunté:

-¿Como Flash Gordon?

A lo que me contestó indignado:

-Jo mamá, que no está gordo…

Nevermind.

                 




miércoles, 5 de octubre de 2016

La magia del orden


Hace semanas que le tenía el ojo puesto a este libro, pero andaba yo perdida entre las páginas de El amor en los tiempos del cólera y todavía no había llegado su momento.

Por fin, la semana pasada, lo ataqué. A bote pronto, pasar de García Márquez a Marie Kondo ha sido un poco heavy metal. Todos estos libros de autoayuda (yo lo incluiría en esta categoría) tienen a menudo una retórica repetitiva que me carga bastante, pero bueno, lo importante en estos manuales es el contenido, no el continente.

Empezaré por lo que me ha gustado. En primer lugar, la Marie y yo somos unas frikis del orden. Y desde pequeñas. Ella recuerda comprar revistas sobre almacenaje con cinco años, y yo me evoco yendo a casa de mis amigos y poniéndome a ordenar antes de jugar. Así de frikis (aunque ella me gana por goleada). Por esa razón, muchas de sus consignas son las mías desde hace tiempo y hemos llegado a conclusiones y métodos similares en varias cosas.

En segundo lugar, me ha servido para convencerme de que aún tengo que tirar más cosas. Y conste que poco me cuesta, pero hay por casa algunos objetos de los que no me he desprendido no sé muy bien por qué, y ahora ya están en mi punto de mira. Un ejemplo son los apuntes de la facultad. Cuando aprobaba cada asignatura encuadernaba todo el material con esmero y lo iba clasificando por curso. Con los años me he dado cuenta de que ya no lo consulto, y más de una vez rumiaba que lo tenía que tirar, pero luego me acordaba del trabajo que me dio encuadernarlos, blablablá… Marie me ha convencido de que cada objeto tiene su momento, y ahora toca darles carpetazo agradeciéndoles, por supuesto, el servicio prestado.

También me ha gustado la reflexión que hace sobre los recuerdos. A veces no tiras algo pensando que cada vez que lo miras invocas algo bonito/divertido/emotivo que ocurrió y que si te desprendes del objeto –al que, en sí, no le tienes cariño- perderás ese recuerdo, y eso es una falacia. Según Marie, has de coger el objeto y sentir si te da felicidad, y si no, al container.

Ahora vienen las discrepancias. Por un lado, le da una “vida” a los objetos que me chirría cosa mala (no podemos doblar unos calcetines en forma de bola porque es una falta de respeto después de las fricciones que nos ha evitado entre pie y zapato…).

Por otro, me da la sensación de que vive en un universo paralelo que yo no he conocido. Explica que al llegar a casa la saluda (a la casa, sí), se descalza agradeciendo el trabajo duro a los zapatos, entra en la cocina, enciende la tetera, va a la cama, deja su bolso en un tapete, lo vacía, guarda cada cosa en su lugar, se quita el reloj y las joyas, vuelve a la cocina, se sirve el té y se relaja. He resumido, porque hay más ritual por en medio (y siempre agradeciendo a cada objeto su función).

Mmmm… Veamos. Cuando yo llego a casa cada tarde con Peque, Perra, que nos ha oído desde el portal, se pone a ladrar y Peque le chilla que no ladre más. Cuando logro dejar en el suelo las bolsas de la compra, las cartas del buzón y la bolsa de deporte de Peque, hurgo en el bolso durante tiempo infinito hasta que doy con las putas llaves mientras trato de hacer callar a niño y perro de una vez. Abro a la velocidad del rayo para que no salgan los vecinos con la escandalera y Peque se pone a saludar a Perra, Perra a saltar sobre los dos, y yo trato de franquear la puerta cargada como una mula mientras los otros dos se hacen mimitos. Peque comienza a bramar que tiene hambre y Perra me urge para que la saque a hacer pis. Tiro mi bolso en una silla, enchufo unos frutos secos a Peque y nos largamos con Perra para que se relaje. ¿Dónde está mi té?

De esto deduzco que para entrar en el mundo Marie Kondo no has de tener ni hijos ni animales. Y no solo por el momento de paz al llegar a casa. También por lo del tirar alguna cosa. Cada vez que trato de hacer limpieza y vaciar un armario, Mr. X y Peque me hacen un placaje como dos hooligans enfurecidos para inspeccionar lo que me llevo entre manos, no sea que se me ocurra tirar alguna de sus valiosas pertenencias.

Además, Marie dice que sus clientes no rebrotan jamás, que una vez han catado el orden y la paz espiritual asociada, mantienen la armonía forever and ever. Pues qué mala suerte he tenido yo que no he conseguido reconducir ni a uno solo de los seres desorganizados que pululan en mi hábitat. Pero no desisto.

Podrá parecer que no me ha gustado el libro… todo lo contrario. De hecho, la Marie y yo somos almas gemelas, estoy convencida.

A todo esto, me he enterado de que el año pasado fue madre. ¿Le habrá dado ya un parraque?






jueves, 29 de septiembre de 2016

Let’s talk about sex, baby


De la marisma de incógnitas que se generan en tu cuerpo de madre cuando te enfrentas a la titánica tarea de educar a tu churumbel, la de la educación sexual nunca fue una de ellas para servidora.

Mi madre utilizó un método muy expeditivo para iniciarme en los misterios de la sexualidad humana: respondiendo a mis preguntas conforme las formulaba sin recurrir a circunloquios ni eufemismos variados. A ver, que de vez en cuando hablábamos de “chichis” y de “pichas”, pero cuando se ponía didáctica, mamá se refería al pene, la vulva y si me apuras hasta el prepucio y el periné. He de aclarar que mi progenitora se ganó una muy merecida fama en lo que a sexología se refiere y cuando mis amigas y yo andábamos adolescentes perdidas, ella era nuestra gurú del sexo, nuestra dalai lama del erotismo, nuestra puñetera ídola, vamos (y mi padre no se quedaba corto en sus aportaciones, vaya uno…). No olvidemos, además, que aquí la menda redactora fue fruto de una socorrida marcha atrás que mi madre –gracias a su nefasta educación sexual- creyó ingenuamente el súmmum de la anticoncepción. Gracias a lo vivido siempre tuvo muy clarinete que a mí me iba a dar toda la información y medios para que no me pasara lo mismo y gozase del sexo sin el miedo a una maternidad no deseada.

Con Peque empezamos su instrucción con el mismo libro que mi madre utilizó conmigo (y que guardo como un tesoro) para ilustrarle con facilidad la maravilla de la génesis de un ser humano. A partir de ahí ha sido un no parar de ahondar en dudas cada vez más específicas a la par que comprometedoras (y que por supuesto, son formuladas a voz en grito en medio del autobús).

He de confesar que a veces me dejo llevar por la vena científica y me paso en mis explicaciones profundizando más allá de lo meramente necesario. Y si no, a las pruebas me remito.

Una tarde de la semana pasada. Cinco PM. Salida del cole. Algarabía generalizada y un sudoroso Peque que sale precipitadamente a buscarme a mí y a su merienda. Le pregunto cómo le ha ido el día y me suelta a bocajarro con una sonrisa (y bien alto para que puedan oírlo todos los padres que nos rodean):

-¡Muy bien mami! Ya le he explicado a mi amiga A que me cuelgan los testículos porque necesitan estar más frescos que el resto del cuerpo para hacer espermatozoides.

Ole ahí, con un par. De testículos, claro.



miércoles, 28 de septiembre de 2016

Besos por la parálisis cerebral


Ayer, disfrutando de la lectura de unos cuantos blogs, llegué al de mi tocaya mexicana, Desmadreando, y me dejó pensativa la carta abierta de una madre, Maria José, sobre la parálisis cerebral (trastorno que padece su hijo y del que habla en su blog Dani, mi ángel). En especial, estos párrafos:

"Si me preguntas a qué tengo miedo, te diré que mi mayor temor es que mi hijo sufra, probablemente igual que tú, ¿verdad?. Siempre he dicho que la discapacidad en casa no existe, solo existe fuera, cuando te sientes observado por los demás, cuando te hacen preguntas inesperadas a las que es difícil responder, cuando tienes que escuchar a tu hijo decirte que se aburre en el recreo porque no juega con nadie. Por eso quiero aprovechar esta carta para pedirte que en la educación de tu hijo, le des especial valor a la inclusión de niños con dificultades, cuando tu hijo te pregunte, dile que todos somos diferentes, que a unos les cuesta más hacer las cosas y necesitan un poco más de ayuda. Pero que esos niños a los que ven diferentes a ellos, tienen también un corazón, y ese corazón sufre y disfruta como el suyo. Que esos niños, como él, solo quieren divertirse, tener amigos para jugar, que se alegran infinito cuando cuentan con ellos y les invitan a cumpleaños y que sobretodo, son niños como ellos."


Peque comparte clase con tres niños con necesidades especiales desde que empezó P3. El año pasado fue especialmente complicado porque a menudo discutía con uno de ellos. Nunca me ha costado identificarme con los niños que lo pasan mal en el colegio, quizás porque durante una época el hecho de ser hija de madre soltera me tenía en el punto de mira, y a pesar de no sentirme marginada y tener mi grupo de amigas, mi naturaleza tímida e introspectiva dio cancha a que algunos críos se cebaran conmigo a la hora del patio. Peque es diametralmente opuesto a mí, y aunque es muy sensible, no tiene ningún problema para relacionarse con otros niños y hacer piña con los que son como él. Y ahí es donde surgió el problema el año pasado, se dio cuenta de la diferencia. Y no la comprendía.

Cada vez que Peque y G se peleaban en la escuela, yo trataba de hablar con mi hijo y explicarle que debía tener paciencia, que a veces G necesitaba ayuda y que estaría muy bien que él se la brindase. Pero no había forma, y llegó un punto en que cuanto más intentaba hablar del tema más se bloqueaba, así que al final le dije que si no podían ser amigos, tampoco había que forzar la situación, pero que lo respetase como a un compañero más.

La semana pasada Peque me sorprendió con una petición: quería ir un día a la piscina con su amigo G. Su amigo G. Me quedé sin palabras. Parece que de pronto ha encontrado puntos en común con él, y ahora disfruta de su compañía. Ni que decir tiene que fuimos a la piscina todos juntos. Charlé con la madre de G mientras ellos hacían aguadillas arriba y abajo, y compartimos nuestras alegrías y miedos de madre, tan parecidos al fin y al cabo.

Espero que la amistad con G, dure lo que dure (porque cada vez que cambian de compañeros de mesa Peque recicla sus amistades), sirva para hacerle crecer como persona y entender que la diferencia es solo una característica de cada ser humano, y que no hay que temer lo que no se comprende.

Y, por supuesto, nos sumamos a esos besos por la parálisis cerebral.







miércoles, 14 de septiembre de 2016

De jabalíes y tejones


La casa de verano de la familia de Mr. X está en medio de un parque natural. Eso implica estar en contacto con su fauna y con su flora. La flora este año se notaba seca por la falta de lluvia, daba penita pasear y ver el bosque tirando a mustio. La fauna, en cambio, ha vivido una auténtica explosión. En julio el gorjeo de los pájaros te despertaba quisieras o no a eso de las seis de la mañana. Al parecer andaban todos locos por procrear y con cantos de cortejo a toda mecha. Parece bucólico, pero raya en lo psicodélico el griterío que se monta. Como una pandilla de angry birds en plena rave matinal.

También hemos constatado que el sector invertebrado estaba pletórico. Mariposas, libélulas, coleópteros… Mr. X quiso agarrar un escarabajo resultón para enseñárselo a Peque y le arreó un mordisco en el dedo que ríete tú de lo que te hace un hámster cabreado…

Igualmente hemos podido ver animalejos que hacía años que no aparecían (luciérnagas –¡la primera que contemplo en mi vida!-, insectos palo, mantis religiosas…).

Si los insectos brotaban por doquier, los mamíferos no se han quedado atrás. Un buen día llegó por el camino un conejo hecho fosfatina (estaba hasta las cejas de parásitos y con una más que probable encefalitozoonosis). Lo pusimos en un cercado para poder medicarlo y cuidarlo, peeero… me ahorraré la parte gore en que mi perra decidió darse un festín de foie.

Nuestra habitación está en la planta baja y da a un avellano que en agosto nos regala su fruto sabrosón. Es habitual ver a algún miembro de la familia acosar al pobre árbol a media mañana para un piscolabis antes de la comida. Lo que pasa es que a los jabalíes también les parece un manjar de dioses y de madrugada suelen hociquear el suelo en busca del tesoro. Curiosamente, hacen un ruido al que nos hemos acostumbrado y no nos rompe el sueño. Una noche, sin embargo, Mr. X y yo nos despertamos al mismo tiempo. Era crujido inconfundible de bicho masticando, pero no el de siempre. Nos asomamos a la ventana y oh, sorpresa, aquello no era un jabalí. Y no estaba al otro lado de la valla, sino al ladito mismo de nuestra habitación. Al principio pensamos que era una marmota, pero al girarse y verle la cabeza con sus inconfundibles francas blancas, constatamos que era un tejón. Desde que mi suegra era niña no se veía uno cerca de la casa, por lo que al día siguiente toda la familia se emocionó con el acontecimiento y decidimos ponerle al animal una ración extra de avellanas para poder observarlo en grupo. Pasamos la noche en guardia esperando su aparición, pero no hubo éxito.

La noche siguiente, al irnos a la cama yo me puse a ver una peli en el ordenador (El Gran Hotel Budapest, ¡me encantó!). A pesar de llevar los auriculares puestos, cuando hacía diez minutos que todo el mundo estaba en sus alcobas, oí un “crec” inimitable. Mr. X y yo saltamos a la ventana y allí estaba el bicho. Mandé una alarma vía whatsapp al chat familiar y todos abandonaron sus aposentos en una carrera silenciosa para otear desde el lavabo y nuestra habitación al tejón. Después de la cuarta noche el “crec” ya no levantaba a nadie de su cama, pero era agradable sentir su ruidosa compañía.

Una tarde de la semana pasada me fui con Peque a la masía de al lado, que es de unos amigos, para hacer fotos de los cuadros de mi madre (me los guardan ellos y me he propuesto hacer una web con su obra, veremos si lo consigo). Para desplazarme de nuestra casa a la suya usamos un atajo por el bosque. Al volver a casa al atardecer nuestro amigo J se ofreció para llevarnos en coche. La distancia no es demasiada y me gusta el paseo, por lo que decliné el ofrecimiento y le dije que no nos costaba nada volver caminando. Él me comentó que había muchos jabalíes merodeando la zona a esa hora. A mí no suelen darme yuyu, andan medio domesticados por la comida que les ponen algunas personas… pero no dejan de ser animales salvajes. J nos advirtió que algún macho de la zona era imponente, y le dije que para evitar sustos iría por la carretera en vez de usar el atajo. Y para allí que nos íbamos mi churumbel y yo cuando Peque me gritó: “¡Mamá, un jabalí!”. La hueva, era el padre de todos los jabalíes del puto bosque. A veinte metros. Un pedazo de bicho más grande que un mamut, el muy verraco. Ipso facto me giré hacia J mientras ponía pies en polvorosa hacia el coche y le decía que me lo había repensado y que gracias por llevarnos.

Ahora, dormir en la ciudad sin tejones noctámbulos y pasear por el barrio sin puercos salvajes acechando, no es ni la mitad de divertido.

                   





martes, 13 de septiembre de 2016

Ya no tan Peque


Peque empieza primaria este curso. Lo de llamarle así voy a tener que reconsiderarlo en vistas de su exponencial crecimiento y de lo poco que falta para que me supere en tamaño.

El otro día me quejaba del estirón que estaba pegando y me soltó: “no tengo la culpa mami, es el cuerpo que me sube”.

Le sube el cuerpo y la bilirrubina, porque anda medio enamoriscao de cuanta niña-chica-mujer le llame la atención. Y yo feliz de que me lo cuente, a ver si mantengo el estatus de confidente cuando entre en la pubertad (que visto lo visto está al caer).

Lo cierto es que este año he notado un cambio. Cada vez hace más cosas sin mi ayuda, su cabeza se plantea cuestiones complejas y se da cuenta del mundo que le rodea y de cómo interacciona con él. Yo vivo la transición de ser madre de un niño pequeño a ser madre de un preadolescente. Que le queda, ya lo sé, pero muchísimo menos del tiempo que ha pasado desde que vi el positivo en el test de orina. Evolucionar como hijo es difícil, pero como progenitor tiene tela. Los cambios son sutiles pero irreversibles, y a veces me tengo que dar una colleja mental para no caer en automatismos muy de madre que me llevarían a darle una cucharada de comida, a ponerle la camiseta o a abrirle un tetra brick. Ahora para eso solo necesita que esté a su lado y le diga que puede hacerlo solo. Ayer en el parque escaló por primera vez la barra de metal hasta arriba y vino corriendo a decirme: “¿Lo has visto? ¡Nunca lo había conseguido! Pero he pensado que yo podía y… ¡hale, he podido!”.

Aún me quedan muchos pasos que dar a su lado, pero comienzo a notar esa fisura dolorosa y necesaria entre él y yo. Y no puedo evitar acordarme del poema de Kahlil Gibran sobre nuestros hijos:


“Tus hijos no son tus hijos

Son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma.

No vienen de ti, sino a través de ti y aunque estén contigo no te pertenecen.

Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos,

Pues ellos tienen sus propios pensamientos.

Puedes hospedar sus cuerpos, pero no sus almas,

Porque ellas viven en la casa del mañana, que no puedes visitar ni siquiera en sueños.

Puedes esforzarte en ser como ellos, pero no procures hacerlos semejantes a ti

porque la vida no retrocede, ni se detiene en el ayer.

Tú eres el arco del cual tus hijos, como flechas vivas, son lanzados (…).

Deja que la inclinación en tu mano de arquero sea hacia la felicidad”.







miércoles, 7 de septiembre de 2016

Septiembre


Septiembre es de verdad el mes en el que se renueva el año. Acaba mi estación favorita y siento la necesidad de emprender nuevos proyectos. En algún rincón de mi cabeza hay un libro que quiere ser escrito, pero aún no he encontrado el modo. Quizás haya llegado el momento.

La semana que viene volvemos a la ciudad. A vivir, digo, porque a currar hace ya unos cuantos días que hemos vuelto. Peque empieza primaria, madredelamorhermoso, y toca asistir a reuniones, adquirir algunas cosas que aún están en la lista de pendientes y asumir que este niño va a ser más alto que yo a la que me despiste.

Volver… con la frente marchita…

Volver a la rutina otoñal.

Que no quiero volver, quiero quedarme en la casa de verano y que sea verano, siempre verano. ¿Cuánto queda para el próximo verano?

Ay… se me van las neuronas. Habrá que regarlas, que están mustias de pensar en días cortos, cambio de hora, despertadores y abrigos y bufandas.

Y es que este verano ha sido tranquilo, sin viajes a parajes lejanos, sin grandes aventuras que relatar. Tranquilo, disfrutado, descansado. Las siestas bajo los pinos, las excursiones a fuentes en el bosque, recoger moras, cine vespertino en el jardín, descubrir las incursiones nocturnas de un tejón en nuestro terreno para comer avellanas, pasar horas restaurando una antigua casa de muñecas, patuquear, leer, comer, amar y dormir.









martes, 26 de julio de 2016

De Facebook y la escombroidosis


Tenía yo pensado aparcar el blog hasta pasados los calores veraniegos, pero dos curiosas circunstancias me han sacado de mi letargo y aquí me tienen dándole a la tecla.

Empezaré por lo más antipático. Y es que el gigante FB me ha bloqueado la cuenta. Resulta que se ha percatado de que usaba un nick en vez de mi nombre real, y así, sin previo aviso, sin un “no eres tú, soy yo” me ha cerrado la cuenta. Con mucha caballerosidad me ha ofrecido mantener nuestro idilio con la condición de usar mi verdadero nombre, pero resulta que yo no tengo la más mínima intención de salir del armario, así que mucho me temo que lo nuestro se ha acabado. Me duele por la gente que sé que me seguía por esa vía, y por eso escribo esta entrada, para que no piensen que desaparecí sin más. Qué le vamos a hacer, fue bonito mientras duró.

La segunda aventura estival va por otros derroteros. Una noche de la semana pasada, estábamos cenando con la familia en la casa de veraneo, cuando de pronto noté las orejas de un calenturiento sospechoso. Debo confesar que mi primera conjetura fue que le había dado al vino con demasiada fruición… pero justo en ese momento mi cuñada me preguntó extrañada si no me había pasado con la exposición solar, e ipso facto la sana cháchara de sobremesa cesó y todos los ojos allí congregados se posaron en mí para constatar, no sin cierta alarma, que mi piel había mutado de bronceado saludable a rojo guiri. Hasta la fecha lo único que me ha dado alergia en mi vida es un gel de cuya marca no quiero acordarme, por lo que pasamos a repasar el menú en busca del culpable, y de pronto nos dimos cuenta de que con bastante seguridad teníamos un responsable en la mesa: el atún. Ya al comenzar a comerlo coincidimos en que tenía un singular sabor picante. Pues lección aprendida, si el atún pica, intoxica. Así es como he vivido en mis carnes la escombroidosis o intoxicación por histamina. Después de mi mutación de color me dio un dolor del cabeza del copón, pero por suerte teníamos antihistamínicos en casa y al tomarlos los síntomas fueron desapareciendo. Mis compañeros de mesa no digievolucionaron como yo, pero se pasaron la noche de paseo al WC, cosa de la que me libré, a dior gracias.



Y hasta aquí mi pequeña incursión estival en el blog, sean ustedes muy felices mientras surfean las olas de calor.




                                






                              

lunes, 20 de junio de 2016

Tiempo de verbena


A las puertas de la verbena de San Juan está a punto de acontecer el éxodo masivo de gran parte de la familia de Mr. X a la casa de verano. Una casa que durante casi tres meses cobra vida y se convierte en la anfitriona de un Gran Hermano doméstico, pero sin malos rollos (o no demasiados, que teniendo en cuenta que de media vivimos allí quince personas, no es moco de pavo).

El otro día me di cuenta de que no es sólo que sea una casa bonita en un emplazamiento privilegiado, es algo más. Mi cuñada diría que se debe a la mística confluencia de unas poderosas fuerzas telúricas. Mi suegra, que se palpa en el ambiente lo bien que se lo han pasado varias generaciones de niños y no tan niños. Mr. X, que la naturaleza le da poder. Cada uno vemos en ella todo lo bueno que quiere darnos.

El sábado por la tarde llegamos allí después de una potente tormenta. Salió el sol y el agua empezó a evaporarse creando una neblina ascendente a través de los rayos de luz. Peque saltaba entre los árboles, sin destino definido, explorando y observando los cambios producidos por la lluvia.

No se ha dado cuenta todavía del enorme privilegio que supone crecer en un lugar así. Su única misión este verano es levantarse cada mañana y dejar que el día le sorprenda. Buscará lagartijas, se irá de excursión, se raspará las rodillas al caer de la bici, se aburrirá y me pedirá que me bañe con él en la gélida agua de la balsa, charlará con Perra de lo divino y lo perruno y al final estará deseando volver a ver a sus compañeros de cole. Pero no será el mismo niño que mañana acaba las clases, porque habrá almacenado en mente y corazón una miríada de recuerdos que lo alimentarán todo el invierno.



¡Feliz verano!


                                           






jueves, 16 de junio de 2016

Maniática


Me fascinan las manías de la gente. Leí hace poco las de Trax, luego las de la Desmadrosa y más tarde las de Peinetapintxos. Y comencé a apuntar en un papelito las mías. Debo decir que he erradicado unas cuantas. Fue cuando murió mi madre. Durante su enfermedad mis manías más estúpidas alcanzaron cotas estratosféricas. En mi mente, si no cumplía alguno de los preceptos establecidos por mis numerosas obsesiones (como por ejemplo, contar hasta siete antes de cerrar una botella), algo malo pasaría. Al final, lo más malo que podía ocurrirme sucedió, y tras su muerte me liberé de muchas de esas chocantes extravagancias (lo cual, debo decir, fue todo un alivio).

Aún así, conservo mi propio catálogo de excentricidades. A saber:

-Pongo nombre a todas las fotos que hago. Después de fotografiar una cena, excursión, viaje… descarto las imágenes que no me gustan y nombro y clasifico las seleccionadas. Lo hacía mi madre y me encantaba, porque al verlas de nuevo y leer sus títulos, podía intuir lo que le hacía sentir cada foto. Además es muy práctico para buscarlas después en el archivo.

-No me seco el pelo. Nunca. Bueno, un poco si justo después me voy a la cama, es pleno invierno y tengo anginas.

-Me arranco las canas. Porque de momento son pocas y cobardes. Veremos cuando se desmadre el tema.

-Me da asco recoger los trozos de comida que quedan en el desagüe. Superior a mí, lo reconozco.

-Recojo clips por la calle. Eso ya lo conté aquí.

-Si paso delante de un espejo, tengo que mirarme. Los escaparates reflectantes también cuentan.

-Siempre camino por mi derecha en la calle, y sería genial que todo el mundo lo hiciese. Ironía modo on.

-Me peso cada día. Excepto los fines de semana, porque en casa no tengo báscula. Pero en el curro sí, y entre perro y perro controlo que mis lorzas se mantengan a raya.

-Me lavo las manos cada vez que toco algo que deja algún rastro en mi piel. Y si no he podido hacerlo, evito rozarme la cara.

-Cuando estoy concentrada leyendo o estudiando, me rasco la cabeza. Busco con las uñas pequeñas imperfecciones de la piel. Lo malo es que parece que tenga la cabeza plagada de piojos, pero no, doy fe.

-Necesito música por la mañana mientras desayunamos y también cuando cocino, pero no la aguanto mientras leo o escribo, me desconcentra (y eso que me empollé las materias de la selectividad con Chris Isaak de fondo, cómo hemos cambiado…).

-Cada diciembre me compro el mismo modelo de agenda.

-Siento una fuerte necesidad de acabar los proyectos que comienzo. Por supuesto, hay honrosas excepciones.

-El orden. Amo el orden, y el orden me ama a mí. Díselo luego a los adolescentes que habitan mi hogar.


Seguro que podría añadir alguna cosa más al repertorio (hacer listas es otra manía), pero mantener algo de misterio tiene su glamour…








jueves, 9 de junio de 2016

Summer


Anoche me fui a la cama con la ventana abierta y el pelo mojado. Algo de brisa agitaba la persiana de madera y me dormí con el libro sobre el pecho tras leer tres frases de esa novela que no me engancha, pero que me lleva de la manita a Morfeo en medio de junglas genéticamente diseñadas y animales extraños con una peculiar chispa en los ojos.

Me he despertado antes de que sonase la alarma, descansada, sin la pereza habitual que me entra al despegarme de las sábanas, porque la temperatura era justo la perfecta y porque Perra me apremiaba desde hacía rato para que le pusiese comida.

Me he vestido en dos minutos, de negro, como ayer. Aunque ande experimentando con tonos más vistosos, el negro es mi color, y esta camiseta que llevo, a pesar de haber sido ultrajada por una furtiva gota de lejía, sigue haciendo que con su ligereza yo me sienta fresca y optimista.

Peque también se ha levantado de buen humor y hemos desayunado juntos en la cocina escuchando chorradas radiofónicas que nos han hecho reír.

Tras dejarlo en el cole he caminado sin prisa hasta el trabajo. Antes de entrar tengo cuarenta minutos para tomar un té y leer un rato, navegar, jugar, pensar y decidir, por ejemplo, escribir esta entrada. Un post que simplemente sea un alegato en favor del buen tiempo.

Adoro el verano, y eso que oficialmente ni ha llegado, pero a mí me simplifica la vida. Poca ropa, mucha luz, más sonrisas, menos dolor en las rodillas, adiós apatía, hola vida.




BSO cortesía del marchoso de mi hijo 






    

viernes, 3 de junio de 2016

Te soñé


Mi abuela me explicó hace poco algo que no ha dejado de rondarme la cabeza. Según me contó, uno de los planes que siempre quiso llevar a cabo con mi abuelo fue viajar a Mallorca. Durante su vida juntos vivieron en Barcelona, pequeñas poblaciones colindantes, Valencia e incluso París. Pero jamás pudieron ir a Mallorca. Cuando acabó su relato, añadió:

-¿Sabes? Yo es que siempre he sido muy soñadora... pero con los pies en el suelo.

Y sonrió.

Acto seguido pensé: justo como yo. Soñadora incorregible, tejedora de fantasías y a ratos crédula y hasta ingenua. Pero con ese punto de raciocinio que me hace anclarme a la realidad y no perderme en mis quimeras. Una curiosa paradoja vital que permanentemente me ha definido, y que ahora veo claro de dónde proviene.

Siento que la vida ha sido generosa conmigo, a pesar de las pérdidas y adversidades. Y cada año que pasa y veo crecer a mi hijo sano y feliz, me siento afortunada por poder observar como ese sueño que tuve se hace mayor delante mío a pasos agigantados. 

Peque mañana cumple seis añazos. Lleva toda la semana calculando una y otra vez los días y horas que faltan para su aniversario. Y me dice: "Soy nueve meses mayor que E, y cuatro años mayor que P, ¡y el año que viene tendré siete!".

No corras tanto amor mío, que el vértigo que siento ya es bastante desmedido sin tus cómputos continuos. No tengas prisa y déjame saborear a sorbitos esa inocencia que aún posees, ese amor inmenso que todavía me muestras sin rubor, esas ganas de vivir que espero que siempre conserves. No seas impaciente y paladea cada instante que se presenta mientras yo te miro... y sigo soñando.



miércoles, 27 de abril de 2016

Mami


En casa, mami no era mi madre, era mi abuela. La llamaba –y la llamo- así por una costumbre francesa. Ella me crió durante mi primera infancia porque mamá trabajaba de noche y a duras penas se mantenía despierta para llevarme al colegio por la mañana.

Mami son cientos de refranes, botellitas de colonia, fanta de limón, abanicos de colores, agujas de punto y ganchillo y plis para el pelo. Y macarrones, sopa de pescado, croquetas, canalones… ¡qué bien cocinaba!

Cuando mamá y papá se fueron a vivir juntos y yo con ellos, la eché terriblemente de menos. Cada noche la llamaba para desearle las buenas noches, y muchos fines de semana me quedaba con ella. El domingo, cuando mis padres me recogían, yo no podía evitar sentir una nostalgia infinita, y a veces, tras girarme por última vez y verla despedirme desde el marco de la puerta, me ponía a llorar pensando que quizás se moría al cabo de poco y era el adiós definitivo (a melodramática no me ganaba nadie). Entonces no podía ni imaginar que iba a sobrevivir a sus dos hijas.

Mi abuela tiene ochenta y ocho años, es viuda desde los cincuenta y nueve, tiene tres hijos vivos, seis nietos y un bisnieto. Hasta el año pasado vivió en su pisito de alquiler. Una mañana se levantó y sus piernas ya no la sostuvieron más. La condena de la silla de ruedas significó tener que dejar su hogar y que mis tíos se ocupasen de sus pertenencias, que hoy en día están en un trastero urbano. Desde entonces, vive en una residencia de mi ciudad.

En los últimos años, mi contacto con ella era más bien esporádico. Por un lado porque la rutina diaria te arrastra con sus exigencias y por otro porque yo estaba más volcada en cuidar a mi padre. Al morir papá e ir mi abuela a la residencia, retomé el contacto continuo.

Visitarla en ese lugar al principio me costaba un mundo (y no solo porque esté donde cristo perdió el gorro, como diría ella). Aunque mami no es de quejarse, le supone una penitencia tener que estar allí. Es una persona mayor, pero la cabeza le rige perfectamente, y la mayoría de ancianos que la rodean están, por desgracia, muy deteriorados. De todas formas, ha encontrado un buen entretenimiento. Se me ocurrió llevarle un libro electrónico y ver cómo se apañaba y ya lleva leídos treinta ejemplares (¡y ahora está con Cincuenta sombras de Grey!).

Ya no me supone tanto esfuerzo ir allí. Noto buen ambiente, las enfermeras y celadores son agradables y la tratan con mucho cariño. A veces voy con Peque, pero entiendo que para él es un soberano coñazo. Ha visto poco a su bisabuela, y no tiene un vínculo afectivo con ella.

A mí me encanta pasar un rato a su lado, porque primero me cuenta los cotilleos más recientes de la resi y después rememora algunas anécdotas de su vida, como cuando en los años cuarenta fue de excursión a un pueblito de la costa y tardaron ocho horas en autocar, o cuando vivió los bombardeos de la guerra civil, o cuando nació mi madre… A mis casi cuarenta puedo entenderla desde una perspectiva mucho más enriquecedora. Qué lástima no tener una nómina plagada de ceros y pagarle una casa donde pueda mantener sus cosas y pasar así los años que le queden, entre sus recuerdos.

Eso sí, cada vez que me despido de ella y la veo agitar la mano desde la silla de ruedas, vuelvo a ser aquella niña de diez años que sentía una nostalgia infinita cuando, justo antes de perderla de vista, se giraba y le decía adiós con el corazón en un puño.





lunes, 25 de abril de 2016

Abril


Abril mola. Podría decirse que es mi mes favorito (sin menospreciar de ninguna manera a los meses de verano, que sólo por mantener mi cuerpo serrano a la solana ya merecen toda mi veneración).

Abril es primavera, luz, lluvia, sol y aniversarios.

Hace trece abriles que Mr. X me pidió que cenásemos juntos a la luz de una lámpara de quirófano y con una iguana recuperándose de la anestesia entre nosotros. Será por eso que las iguanas me parecen encantadoras a pesar de lo bien que saben morder, arañar y darte un latigazo con la cola que ni Indiana Jones en sus buenos tiempos.
La adolescencia fue bastante perra conmigo. Me regaló un cuerpo lleno de curvas que tardé mucho tiempo en apreciar y un carácter tirando a agrio que no me lo ponía fácil a la hora de flirtear. Y pensaba yo en mis llantinas adolescentes fruto del desamor que ojalá todo ese martirio no fuese en vano y me esperase un hombre como Dior manda al otro lado del túnel. Lástima no tener un Delorean a mano, viajar a los noventa y chivarle a esa pubescente lacrimosa cuatro cosas... ¡Valdrá la pena, muchacha, valdrá la pena!

Per molts anys més fent camí junts, Mr. X!



Abril es también el mes que me vio nacer, hace la friolera de treinta y nueve vueltas al sol. Este año no estaba yo muy animada, pero fue despertarme el 19 y empezar a sentir una rumbita por el cuerpo. No lo puedo evitar, me encanta cumplir años, aunque los próximos sean ya los ¿temidos? cuarenta, madre-del-amor-hermoso. Y cómo no sentir rumba, cumbia y chachachá si lo primero que vieron mis ojos fue una amorosa dedicatoria escrita en chocolate y un regalito estratosférico que my man me ha hecho (un cachivache de marca muy frutal que me tiene loquita).


Y por último, Sant Jordi. Una fiesta que llena la ciudad de flores, libros, dragones y damiselas cada vez más guerrilleras y dispuestas a ser ellas las que se salven y regalen rosas a sus tiernos hombres. Como la que le tuve que regalar a Peque, que él sin flor no se iba a quedar, hombreya. Los tiempos cambian, por fortuna.


Sí, abril mola.

                                     







martes, 12 de abril de 2016

Viejos tiempos


Sigo con la muda. La metafórica y la literal, porque para amenizar mi existencia, el período premenstrual ha decidido regalarme cada mes un surtido de dolorosísimos granos que pueblan mi cutis sin piedad. Y yo, que soy incapaz de ver un bultito en mi faz sin exprimirlo, acabo con unas inflamaciones que me dejan de un grotesco que lo flipas.

La muda metafórica ahí va, dando un poco por saco. No es como ponerse un guante. Hay dobleces, zonas que se irritan, lágrimas que tratan de lubricar la nueva piel. Pero como siempre, me entrego al camino sin demasiados miramientos, no sea que la pena me inunde (que una es resiliente, pero no de piedra).

En fin, críptico preámbulo aparte, me apetecía teclear un rato, y solazarme en algunas anécdotas divertidas de las que tienen a bien sucederse con relativa frecuencia gracias a las criaturas que conviven conmigo.

Una tarde cualquiera, tras la ducha de rigor a la que nos sometemos Peque y yo a diario en nuestro spa casero, estaba yo secándome cuando mi vástago se acercó furtivamente y se me enganchó al pecho como un bebé. Debe estar pasando una fase o algo, porque últimamente lo hace con asiduidad. El caso es que me preguntó:

-¿Te importe que te chupe la teta?

Y yo le contesté que no, pero que poca leche iba a salir a estas alturas de la película… a lo que me contestó, con un aire de Humphrey Bogart melancólico al piano con Sam:

-No importa mamá, es por los viejos tiempos…

Ay, los viejos tiempos. Parece que el tema es recurrente. Una noche, la hija mediana de Mr. X vino a cenar con una amiga, J. Estaban planeando con fruición lo que iban a hacer después de la cena, y de pronto la hija de Mr. X dijo:

-Ya sé, ¡veremos Dirty Dancing!

Me puse a sonreír recordando al buenorro de Patrick y su “cucum, cucum”, cuando J contestó con cara de asco:

-Uy no, a mí no me van las pelis antiguas.

Si me pinchan no sale ni un mísero eritrocito. Dirty Dancing, ¡antigua! Vale, tiene su solera, pero es que dijo antigua como si hablase de un nivel Ben-Hur, ¡por Dior! En medio de la indignación me dio por contar los años que tenía la peli… Veintiocho. Vale, igual no queda tan lejos de Ben-Hur.

Para más inri, al día siguiente el hijo de Mr. X me dijo que había visto otra peli “antigua” que seguro que me iba a gustar: Doce monos. Oído cocina, me voy a ir comprando un taca taca para salir de juerga y dar alpiste a las palomas.





martes, 22 de marzo de 2016

Mudando de piel


Perra empezó en Navidad a tener dolor. Al principió creí que era dolor cervical. Me costó darme cuenta de que era una otitis (ya dicen que en casa de herrero cuchillo de palo). Le puse tratamiento y mejoró parcialmente. Más tarde el problema recidivó con más intensidad y tuve que hacer mil pruebas antes de llegar recientemente a diagnosticar una enfermedad autoinmune que le provoca úlceras y costras en varias partes del cuerpo. Por fortuna, está respondiendo bien al tratamiento. Ayer la bañé para aliviar su malestar y para eliminar las costras secas. La tumbé encima de mí, y sin prisa le sequé el pelo, se lo cepillé, y con gasas y mucho mimo fui retirando los trocitos de piel marchita. Fue algo catártico, casi ceremonial. No sé si ese rato fue más beneficioso para ella o para mí.

Así como Perra muda la piel tras su enfermedad, yo también lo hago. Por una parte, para recibir a mi tan esperada primavera y su promesa de sol y temperaturas benignas. Por otra parte, para adaptarme a una nueva realidad. La semana pasada una persona que amamos pasó, y sigue pasando, por una situación complicada que inevitablemente nos lleva a aterrizar en un escenario diferente al que estábamos habituados. Me recuerda poderosamente a la metáfora de Emily Kingsley y su “Bienvenidos a Holanda”. Nos adentramos en terreno desconocido con miedos inevitables y naturales, pero con la férrea convicción de que con amor y paciencia lograremos superar este bache.

Pienso que la vida es eso, ir cambiando de piel cada vez que surge algo nuevo, para poder sentirla como merece, adaptándonos a la nueva intensidad de luz, de humedad, de frío o calor. Pienso que resistirse es inútil, que hay que fluir, abrazar el momento presente, llorar si hace falta y seguir transitando los días con espíritu positivo y flexible. Pienso que, al fin y al cabo, es el camino que debemos recorrer.







lunes, 14 de marzo de 2016

Terapia de choque


Tengo vértigo. No es algo muy exagerado, pero los balcones bajos me dan grima, y cuando vamos al monte a hacer el cabra con Mr. X and Co, acabo en algún rincón hiperventilando mientras ellos peregrinan al pico más alto y escarpado.

Mr. X hace años que me insinuaba que le gustaría ir el globo. Yo le decía que vale, que yo le pagaba el viaje y que se fuese él solito. Pero él contestaba que no, que quería compartir la experiencia conmigo. Cabronazo.

Además de tener vértigo, me pico con facilidad. Como aquella vez en que Mr. X me arrastró a hacer submarinismo, o cuando probamos el vuelo sin motor… A ver, que hay experiencias que dudo que cate (véase el paracaidismo, por ejemplo), pero hay otras que me tientan lo suficiente como para pincharme y llevarme a pensar “¿y me lo voy a perder?”.

Así que ese fue mi regalo de cumpleaños para Mr. X, un vuelo en globo para tres personas (Peque no se lo quería perder).

Llegamos a las siete y media de la mañana al punto de encuentro, donde otras cincuenta personas se congregaban para ver como se inflaban –con sorprendente rapidez- los cinco globos que nos iban a transportar por los cielos.

Soy más de acojonarme en los días previos, una vez en el sarao, de perdidos al río, así que me puse a hacer fotos y me dejé contagiar por la excitación que se respiraban entre los asistentes. Unos cuantos saltitos histéricos para alejar el frío y los nervios me ayudaron pasar el rato (no muchos, que luego las rodillas se quejan).

En menos que nada ya estábamos dentro de la cabina, compartimentada en cinco zonas, una para el piloto, y las otras cuatro para los pasajeros. En una esquina íbamos Peque y yo, Mr. X iba con otro chico en diagonal a nosotros. Después de un buen chorro de fuego para calentar el aire del globo, soltaron las amarras y empezamos a levitar. Un metro, cinco, diez, veinte… Y ahí bajé el culo arrastrándolo hasta la pared opuesta del compartimiento buscando una cierta sensación de seguridad y me negué a ver como crecía la distancia entre el suelo y nosotros. Quien me mandaría…

El piloto iba calentando el aire y aquello subía y subía. Cuando para mí ya estábamos en la puta estratosfera, el piloto dijo: “Mil metros, a por los dos mil”. Dos mil tres cientos metros de altitud, alcanzamos. Las vistas debían ser espectaculares, pero yo prefería ver la cara de Mr. X, que estaba disfrutando de lo lindo y que cuando se giraba y veía mi jeta de sufridora se partía de risa, el muy... (¡lo que no se haga por amor!).

En ese punto el piloto sacó unas copas de cava y un pastelito, y aquello fue mi salvación. El burbujeante líquido rosado templó mi inquietud, y tras llenar mi copa dos o tres veces, empecé a asomarme al vacío. Y oye, qué pasada de vistas. Miraba unos segundos y volvía a la pared, que estaba serena, pero no borracha.

El piloto entonces le dio unos cubitos de hielo a Peque y a la otra niña que viajaba con nosotros y los animó a tirarlos por la borda y seguirlos con la mirada. Yo grabé el experimento y casi me da un soponcio al imaginar que era mi cuerpo y no un fragmento de hielo el que caía… Menudas ideas. Que por cierto, el hielo cayó en el bosque, pero Mr. X duda que se deshiciese por el camino, y me pregunté “¿habrá caído encima de un algún pobre pájaro o un zorro que campaban alegremente?”. De lo que estoy segura es de que algún móvil se habrá precipitado tras un selfie desafortunado.

Cuando empezó el descenso Peque y yo nos alegramos. Peque porque tenía los pies helados, yo porque deseaba pisar tierra firme. Después de haber estado tan altos, cien metros me pareció una altitud relativamente cómoda y disfruté mucho de esa parte del trayecto y de los numerosos intentos de aterrizaje (porque lo de aterrizar tiene su intríngulis, que si el globo acaba en un campo cultivado se arma una buena con el propietario del terreno). Después de comernos un árbol -cosa que me pareció hasta graciosa- la cabina tocó tierra suavemente y dimos por concluido el viaje.



No sé si tengo el vértigo controlado, pero por intentarlo, que nunca quede.











viernes, 4 de marzo de 2016

Por qué me gusta el yoga


En algún momento de mi recorrido vital asumí que no me gustaba el deporte. Muy probablemente las clases de gimnasia del colegio y luego del instituto colaboraron a ello. El potro, el plinton y los trampolines me parecían instrumentos de tortura, abandonaba la course-navette al cuarto pitido con el hígado asomándome por la boca y los juegos en equipo se me daban como el culo. Conclusión: proferí un hurra sonoro cuando la gimnasia desapareció de mi vida.

Lo que pasa es que en el fondo sí me gusta el deporte y yo no lo sabía. El primero que disfruté de lo lindo fue el patinaje sobre hielo, aunque mis artríticas rodillas (y el embarazo de Peque) me alejaron de él. Mientras Peque fue un bebote no me planteé retomar ninguna actividad física, hasta que un día me di cuenta de que por la mañana tenía que reptar hasta el borde de la cama para poder salir de ella del daño que me hacían las lumbares. Supe que debía ponerme las pilas y cuidarme un poco si no quería asistir al deterioro prematuro de mi cuerpo serrano y acabar enganchada a los antiinflamatorios cual yonqui de estar por casa. Entonces empecé con la natación, hace ya cuatro años, y desde entonces acudo religiosamente dos veces por semana, a las siete y media de la mañana, a la piscina municipal de mi barrio. Que hay quien se sorprende de mi fuerza de voluntad para perseverar con esa rutina, pero es que además de nadar, puedo desayunar tranquilamente y ducharme sin Peque aporreando la mampara, lo cual es uno de los lujos sibaritas de mi existencia (sí, hay alguno más).

Para acabar de arreglar las cosas, el verano pasado Peque estampó su bici contra la mía cuando pedaleábamos por el campo. Destrocé mi ya maltrecha rodilla derecha contra el manillar de la bicicleta de Peque para evitar -en una pirueta digna de Matrix- chocar contra mi churumbel. Pensé, ilusa de mí, que con algo de reposo mejoraría, pero nada. Acudí al traumatólogo para descartar lesiones serias, y vino a decirme que había llovido sobre mojado, agravando la condromalacia rotuliana que padezco, pero sin haberse producido fracturas ni roturas de ligamentos. Me ofrecía como solución unas cuantas sesiones de recuperación o infiltraciones. Eso de que me metan una aguja en la articulación como que lo dejo para cuando ya no pueda caminar, y la fisioterapia siempre ayuda, pero mi problema es luego seguir en casa con una rutina.

Fui postergando la decisión hasta que un día comprobé que no podía bajar escaleras del puto dolor. Algo había que hacer, y la palabra yoga empezó a resonar en mi cerebro. Muchas veces he deseado iniciarme en esta disciplina, pero nunca lograba dar con un centro que cuadrase con mi horario. Al final mi amiga T me recomendó las clases de E, una colega suya, y esa misma tarde la llamé y concerté una cita iniciando ocho sesiones de yoga terapéutico en las que me ha ido enseñando varias cosas. He aquí algunas de las razones por las que me he hecho fan del yoga:

-Aprendes a escuchar a tu cuerpo. Yo soy de sentarme cruzando las piernas y entrelazando los pies. Un ocho, vamos. Y estoy aprendiendo a reeducar mis posturas y darme cuenta de que en realidad no estaba cómoda cuando practicaba el contorsionismo en silla. Soy mucho más consciente de cómo me siento, estiro y camino, y sólo corrigiendo eso, creo que le estoy haciendo un favor a mis articulaciones.

-Entiendes que frenar la diarrea mental algunos minutos al día es necesario. Me mola pensar, divagar, crear entradas mientras cocino, blablablablabla… Pero de vez en cuando hay que parar el batiburrillo mental o el muy cabrón coge carrerilla y acabas lela. Sí, hablo de meditación. Que suena muy de maestro zen, y en realidad está al alcance de todos. Una amiga dudaba si meditaba bien o no porque las veces que lo había intentado no había sentido nada. La comprendí bien porque yo también había idealizado la meditación pensando que eso era para ultrahumanos que caminan sobre el agua y levitan en postura flor de loto. Más allá de conseguir llegar a niveles mayores de consciencia, meditar mola para bajar revoluciones, escucharse y en definitiva, sentirse mejor.

-¡Haces ejercicio! Yo tenía esa idea errónea de que el yoga es una cosa tranquila, de adoptar posturas raras y musitar “ommm”. Error. He acabado más de una clase sufriendo porque mi profe me oliese el alerón después de la sudada que me había pegado. Lo bueno es que cada uno puede regular la intensidad con que lo practica.

-Es personalizable. Absolutamente. Siempre habrá alguna postura para ti, incluso si tienes artrosis hasta en las pestañas.

-Peque también se beneficia. No sólo porque me imite, sino porque el yoga me lleva a estar más presente en cada actividad que realizo y porque una mami relajada y sin tanto dolor grita menos.

-Estoy aprendiendo a perdonarme y a confiar en mi cuerpo. Cuando bajaba las escaleras y me crujía la rodilla, me cabreaba sobremanera. Por estar tan averiada sin haber llegado a los cuarenta. Por no hacer todos los ejercicios que sabía que me ayudarían. Por algo indefinido que me llevaba a la culpabilidad. Pues no señor, hay que ser más indulgente con uno mismo, lo cual no significa que uno deba resignarse, pero sí ser más flexible, adaptarse, respirar y confiar en el poder sanador de su cuerpo.

-Aceptar. Aceptar que voy a tener cierto grado de dolor toda mi vida. Nunca me lo había planteado así, y verlo me ha quitado un peso de encima. Ya no tengo que pretender el dolor cero todo el tiempo, fuera frustraciones innecesarias. A ver si logro reconciliarme con mis dolores y usarlos para conocerme mejor y cuidarme con más esmero.

No todo va a ser bueno, claro está. El yoga también me ha llevado a momentos de vergüenza supersónica. ¿Recordáis esta entrada?  Pues digamos que mi profe de yoga ha asistido en directo a una demostración de mis capacidades. Glups.

Namaste.




miércoles, 24 de febrero de 2016

Cuarenta y siete


Hoy Mr. X cumple años. Todo un cuarentañero sexy que dentro de no mucho será un cincuentañero sexy y eso que hace nada empezábamos nuestra historia… él en sus treintas y yo en mis veintes. Decir que el tiempo vuela se queda corto, pero en esta ocasión y sin que sirva de precedente, voy a intentar no quejarme de ese discurrir vertiginoso de los días y los años.

Soy una tipa con suerte. Me enamoré por televisión de un veterinario buenorro que curaba camaleones y cada mañana ese hombre se levanta a mi lado. Bueno, en realidad me levanto yo primero, pero tampoco hay que ser puristas. El caso es que compartimos catre, vida, desdichas e ilusiones y aún siento mariposillas en el estómago cuando lo veo en el curro con su pijama de Dr. Macizo.

Para placer de unos cuantos, le ha pillado afición a la chocolatería y día sí día también inunda nuestro salón de bombones exóticos que elabora por la noche. Yo, que soy más de salado, no valoro su savoir faire goloso como merece, pero en cualquier caso me gusta que sea un chico dulce.

Como la vida no es perfecta ni debe serlo, a veces nos cabreamos, nos mandamos a la mierda mutuamente en silencio, y nos reconciliamos (que es lo más mejor), pero puede decirse que formamos un buen equipo. Él pasea a Perra y yo baño a Peque, él diseña un bombón, y yo le hago un arroz negro, él necesitar subir a un monte para desconectar, y yo me voy a la piscina y me hago unos largos.

Por todo eso y mucho más Mr. X se ha convertido en uno de los pilares de mi vida, en mi hogar. Espero evolucionar a uva pasa a su lado y poder decirle durante muchos, muchos años… ¡feliz cumpleaños mi amor!


T’estimo!





miércoles, 17 de febrero de 2016

La culpa no fue del malvavisco


Una se da cuenta de que ha dejado atrás la fase bebuna de su cría cuando tras una noche toledana se le resienten hasta la puntas del flequillo.

Si hace unos días Peque se vanagloriaba de no vomitar casi nunca, hoy vengo yo a apostillar que las excepciones a esa norma son escasas pero triunfales.

Todo empezó el sábado volviendo de Ikea. Sí, sábado e Ikea en la misma frase. Porque yo lo valgo (y porque mis edredones estaban pidiendo a gritos que los jubilase).

Voy a hacer un inciso para deleitarme en el universo Ikea. No sé si me gusta más embelesarme con el buen hacer de los decoradores (don del que no he sido provista, ergo mi casa, a pesar de estar amueblada 75,87 % con Ikea no se asemejará a lo que allí enseñan en la puta vida –hemos de añadir el factor “niño/adolescentes” como agravante-) o por lo que disfruto observando a la fauna humana en todo su esplendor (parejas al borde del divorcio por una cómoda Askvoll, niños haciendo acopio de lápices y cintitas de papel, abuelos tratando de dirigir los ingobernables carritos que se emperran en chocar contra cualquier esquina y darte en la rabadilla si te despistas…). Y yo me pierdo entre todos esos detallitos cucos que sé que no tienen lugar en mi cueva del caos… mientras Mr. X me chilla desde la otra punta si queremos edredón fresco o cálido y Peque me mira con odio porque no atiendo a su peticiones peregrinas.

Al final siempre te gastas más de lo planeado y encima aún has de pasar por la tienda de comida que tienen a la salida. Y ahí precisamente comenzó nuestra odisea. Decidí delegar en Mr. X la compra de manduca mientras yo seguía con mi estudio antropológico. Vi salir a una niña comiendo una especie de pastelito de chocolate de aspecto infame (la bollería industrial no es lo mío) y mientras pensaba en lo poco nutritivo que tenía que ser eso como merienda, apareció Peque con un pastelito idéntico en las manos y una sonrisa victoriosa en la jeta. Eso por delegar en Mr. X, a ver si aprendo.

En el coche mi churumbel dio cuenta de dos pastelitos (que para más horror eran de malvavisco) y al rato empezó a quejarse de cierto malestar. En ese punto presumí que podía deberse al mareo por ir en coche y ahí quedó la cosa.

Por la noche Peque cenó poco (culpa nuestra por haberle dejado ingerir las cosas esas) y pronto cayó rendido.

2:43 de la mañana. Una voz quejicosa me susurró:

-Mami, me duele un poco el estómago.

Examiné por encima a mi churumbel, no advertí signos de gravedad, le hice carantoñas y mimitos y se calmó.

2:57 de la mañana:

-¡Ayyyyy! ¡Me duele muchoooo!

Le palpé la carita y estaba perlada de sudor, lo cual es sinónimo de alerta 1 en la escala de riesgo de vómito. Le pregunté si quería devolver y asintió en medio de nauseas.

-¡Rápido Peque! ¡Al baño!

Peque fue rápido, pero la fuerza de su malestar aún más, y cuando estábamos a medio metro de la taza del váter una arcada explosiva decoró mi lavabo. Trocitos de malvavisco chocolateado a medio digerir por cada jodido rincón de mi aseo. Desde luego, Ikea y yo no tenemos el mismo concepto de decoración.

Durante tres horas Peque vació el depósito y al día siguiente estuvo convaleciente. Finalmente, la causa de sus males creemos que fue un virus que ha inhabilitado a media ciudad anclándola al señor Roca.

Lo bueno es que Peque ha pasado a odiar el malvavisco y que, contra todo pronóstico, mis edredones nuevos han sobrevivido a la hecatombe.