miércoles, 19 de abril de 2017

Cuarenta


Hoy cumplo cuarenta. Cuarenta. ¿Cuarenta? 40. XL. Forty.

Aunque he hecho mucha coña con la famosa crisis de la década que estreno, la verdad es que estoy feliz de estar en el tiempo y el lugar en que me encuentro. Vamos, que me pirra cumplir años.

No negaré que cierta nostalgia me invade. Si mi madre estuviese viva, llevaría semanas preparando alguna celebración apoteósica y buscando la manera de sorprenderme y de regalarme, en la medida de lo posible, algo que me hiciera mucha, pero que mucha ilusión. Si mi padre estuviera vivo, se habría olvidado de mi cumpleaños, como siempre, hasta que mi madre se lo hubiera recordado y me hubiesen llamado juntos para felicitarme (eso sí, habría rescatado de su recetario algún pastel divino con el que homenajearme en la celebración apoteósica). Mamá, papá, estáis siempre conmigo, hoy más que nunca. Y a falta de vuestros soberbios ágapes, sé, que me lo ha dicho un pajarito, que mi suegra y señor esposo la están liando parda para no dejarme sin sorpresa y celebración.

Llego al cambio de década con algunas taras, todo sea dicho. Hubiese estado bien no tener las rodillas artrósicas dando por culo y disfrutar de una columna menos serpenteante que una boa constrictor, pero aunque mi sistema locomotor es bastante defectuoso sigue sosteniéndome y llevándome a los sitios que le pido con relativa dignidad, así que obviaremos el tener que correr como un pingüino escayolado cada vez que se me escapa el autobús.

En mis fantasías juveniles imaginaba una vida futura llena de aventuras, con éxitos prodigiosos, descubrimientos clave para la humanidad y viajes interminables por todo el planeta. Ni que decir tiene que no he conseguido ningún Óscar, Pulitzer o Nobel, pero oye, que no está nada mal ser del montón, disfrutar de los pequeños placeres diarios y saber que en tu microcosmos todo fluye de manera más que satisfactoria.

Mr. X, gracias por invitarme a operar aquella iguana. De no haber sido por aquel reptil con retención de huevos, a saber cuándo habría empezado nuestra love story (gracias a la iguana, dicho sea de paso, por ofrecernos un marco incomparable para flirtear). Gracias por ser, amado mío, simply the best. Gracias a Peque por hacerme la madre cuarentañera más orgullosa y babeante del mundo mundial –y vale, a ratos también la más desquiciada-. En fin, que gracias a la vida, que me ha dado tanto.

Pues ya está. Que tengo cuarenta. ¡Ozú!

PS: No sé nada de la fiesta sorpresa. Doy fe.


                                                                     





lunes, 10 de abril de 2017

Vértigo y claustrofobia


Cualquiera diría que vengo a hablar de los últimos viajes de los que he disfrutado, pero sí, a eso vengo. Con nocturnidad y alevosía.


Lisboa

Una de las cosas buenas, muy, muy buenas que tiene estar casada con un hombre que es un crack en lo suyo es que de vez en cuando lo invitan a dar conferencias all over the world y puedo apuntarme de acompañante. Mi regalo de las pasadas navidades fue una escapada romántica a Portugal aprovechando que Mr. X tenía que dar una palestra en Lisboa. Romántica porque dejábamos a Peque aquí a cargo de una de sus madrinas (que tiene tres, cual Bello Durmiente). He de confesar que a pesar de que no es la primera vez que viajamos sin él, sigo odiando dejarlo. Y si además he de coger un avión, peor. ¿He dicho ya que odio volar?

Pero como le comentaba a Matt el otro día, cuando surge la oportunidad de pasar tiempo en modo binomio, te das cuenta de lo aparcada que dejas la relación en el maremágnum de crianza-curro-intendencia doméstica. Así que sí, a pesar de que detesto viajar sin Peque, luego sé disfrutar del regalo que es tener a mi hombre para pasear, descubrir sitios nuevos, hablar sin interrupciones cada cinco segundos y otras cosas divertentes.

Aunque el tiempo no fue todo lo radiante que hubiésemos deseado, Lisboa nos enamoró. Cada vez que nos cruzábamos con un tranvía sacaba una foto, modo japo on, pero es que son preciosos. Se respira un aire levemente decadente, pero la ciudad se ve cuidada, con azulejos lustrosos y coloridos en la mayoría de edificios. Nos fascinó el suelo, un empedrado que es perfecto para caminar. No tan perfectas para mis rodillas son las numerosas subidas-bajadas-escaleras que hay que sortear, pero ese es mi calvario único y personal. La comida merece capítulo aparte, ni un solo día comimos algo que no fuese excelente, y me sacié de pescado sabroso.



                                                   
Como apunte práctico, decir que vale mucho la pena hacerse con un pase de transporte diario. El primer día compras una tarjeta de cartón que puede recargarse durante un año como te convenga, y lo que conviene es el pase de veinticuatro horas, porque así puedes acceder a todos los tranvías, que son mucho más caros que el metro, con el mismo título de transporte. Al día siguiente recargas y listos. He de confesar en este punto, que nada más comprar la tarjeta, Mr. X y yo pasamos por un momento de capullismo máximo. En nuestra ciudad los títulos se validan pasándolos por una ranura en la puerta de acceso al andén, y al llegar a ese lugar nos volvimos majaras buscando la ranura. Inútilmente, porque no hay. Simplemente hay que pasar la tarjeta por una zona señalada en rojo y se abre la puerta.

                                      


Subimos en el elevador de Santa Justa (¡aquí también vale la tarjeta de transporte!), visitamos el barrio alto, el mirador de San Pedro de Alcántara, callejeamos, cogimos el 28 (mítico, recorre la ciudad con su traqueteo hipnótico), fuimos al Monumento a los Descubrimientos y también a la torre de Belém, a la que le tenía muchas ganas. Es bonita porque sí, pero ahí llegó mi momento claustrofóbico. En los sótanos de la torre hay lo que en tiempos fue una armería y cuando la cosa se ponía chunga, una prisión. La afluencia de turistas a la torre es brutal, y cuando de golpe me vi en una marea de guiris en el sótano con los techos bajos cayéndome encima y asfixiándome, me dio el telele y salí pitando para respirar aire fresco. Creo que si me dejan en un sitio así me finiquitan rápido, qué angustiazo. Pero eh, la torre es muy bonita.

Nos quedamos con las ganas de ir al castillo de San Jorge y de visitar Sintra, y además Peque fliparía con tanto tranvía parriba y pabajo, así que si se puede, algún día repetiremos con él.

                                      


País Vasco

El fin de semana siguiente teníamos planeada otra escapada exprés para dejar a la hermana mediana de Peque en el País Vasco unos días.

En algún momento de mi infancia, quizás con ocho o diez años, fui a esa zona del país con mis padres. Recuerdo el verdor, San Sebastián brumoso y haber ido hasta Biarritz en un día de lluvia (aluciné con los surfistas dándolo todo en un mar picado y lleno de espuma). Recuerdo también un cómic que me regalaron con un detective como protagonista. Y recuerdo la habitación del hotel en penumbra. Tenía ganas de volver allí como adulta.

Salimos el sábado después de comer e hicimos una primera parada en Calahorra. Llegamos bastante tarde, así que mucho no pudimos ver, pero comer, comimos como dioses en un restaurante que nos recomendaron cerca de donde nos hospedábamos.

A la mañana siguiente partimos hacia nuestro destino, y aunque a ratos la lluvia volvió a ser compañera de viaje, las nubes se disiparon lo suficiente para poder disfrutar del paisaje soleado y verdísimo de esa tierra.

Hicimos una primera parada en Idiazábal para comer, y porque nos hacía una ilusión tremenda llevarnos un cacho de queso autóctono para casa. Después de llenar la panza nos dirigimos a nuestro destino, Oñati, y nos dimos el regalo de alojarnos en una preciosa torre medieval que corona la villa.
Antes de la cena hicimos una visita al santuario de Aránzazu. Ahí llegó el momento vertiginoso. Se me ocurrió asomarme a una balconada y casi se me sale el corazón por la boca. Desde luego, no sé cómo tuve narices de subirme a un globo con lo mal que lo paso en los abismos. El paisaje es espectacular, aunque la edificación en sí me pareció extraña, como de peli futurista. Al día siguiente el sol nos hizo de cicerone por el lugar, y nos encantó a todos. Peque se encariñó de una locomotora que había en una plaza y que casualmente se había fabricado en Barcelona.

                            


Como era un viaje exprés tuvimos que volver antes de lo que nos hubiera gustado, pero no sin antes parar a picar algo en los Mallos de Riglos, que después de tanta ciudad Mr. X tenía mono de pedrusco.



Y hasta aquí nuestras crónicas viajeras. Abril no promete más desplazamientos, pero sí emociones fuertes, porque aquí la menda cambia de década en apenas diez días y Peque ya me ha largado (sin chivarse demasiado) que algo se cuece…