jueves, 29 de octubre de 2015

It's a kind of magic


La vida es una acción mágica. Eso decía A, mi prima, que se fue pronto de este mundo. Su historia la explicó su padre en un libro que he releído varias veces (y que os recomiendo). A y yo no tuvimos mucha relación.  Nos separaban conflictos familiares de nuestros abuelos y vivir en países distintos, pero nuestras madres, primas hermanas, se reencontraron y eso nos ofreció la oportunidad de coincidir y compartir algunos momentos muy especiales que recuerdo a menudo. Aprendí mucho de A. De la vida y de la muerte. Pero hoy no quería hablar de eso, sino de la magia (por eso he recordado a A y su frase).

Peque empieza a preguntarse (y preguntarme) si lo de los Reyes y Papá Noel no es una tomadura de pelo. En parte es por mi culpa, porque siempre trato de darle explicaciones científicas y racionales a las cosas. Sobre todo a las que le asustan (zombies, viajes en el tiempo con Deloreans, etc.). Y claro, si en un momento dado le cuento que lo que sale en las pelis es ficción, que los coches –de momento- no vuelan, que los trucos de los magos son sólo trucos… cuando al instante siguiente me pregunta si es posible que un reno vuele y cómo se lo montan los de Papá Noel, pues entro en cortocircuito. Y suelo salir del apuro preguntándole a él que opina. Parece que de momento creer en la magia de la Navidad ya le va bien.

Sé que hay padres que opinan que es mejor no mentir nunca, incluyendo la fantasía de los seres mágicos que nos hacen regalitos. Una parte de mí debe estar de acuerdo con esos padres, porque la verdad es que me siento incómoda cuando tengo que contestar las preguntas de Peque al respecto ya que si perpetúo la tradición le tengo que decir una mentira. Y como no me gusta mentirle, llega el cortocircuito. Pero al mismo tiempo he sido una niña con mucha imaginación, y el ensueño y la magia han empapado mi infancia, por lo que pienso que robarle eso a Peque es una putada. Aún me acuerdo de cuando, ya muy mayorcita, mi madre tuvo que contarme la verdad sobre el tema para que no me convirtiese en una adolescente marginada por los escarnios de mis compañeros. Menudo disgusto.

El caso es que, ya fuese por esos años de creencia fervorosa, ya sea porque en el fondo una es como es, yo sí creo en la magia.

En la magia de miradas que se encuentran.

En la magia de coincidencias asombrosas que te llevan a situaciones y lugares que nunca imaginaste.

En la magia del amor, la amistad, la bondad y la alegría.

En la magia de las mariposas en el estómago, de los sueños por cumplir, del ayudar a los que lo necesitan, de construir un mundo mejor.


Peque, algún día descubrirás que tal y como sospechabas acertadamente, tres tipos en camello no pueden surtir de juguetes en una noche a todos los niños del planeta. Pero oye, créeme, porque ya sabes que yo –casi- nunca miento, la magia está mucho más cerca de lo que crees. La magia está en tu corazón.







martes, 27 de octubre de 2015

Bajo la lluvia


Estudiar medicina (en mi caso medicina veterinaria) es apasionante. Disfruté muchísimo de mis años en la facultad, acercándome progresivamente a un mundo nuevo lleno de conceptos por conocer. Personalmente, me maravilló descubrir la existencia de las células madre, es decir, células indiferenciadas que pueden dar lugar a cualquier tipo de tejido porque son pluripotenciales.

Me gusta pensar en la “pluripotencialidad” del ser humano. Cualquiera de nosotros seríamos absolutamente distinto si los estímulos recibidos durante nuestro desarrollo hubieran sido otros. Pero más allá de eso, que no está en nuestra mano modificar, cada ser alberga en su interior un potencial para hacer algo radicalmente distinto a lo que suele hacer. Tenemos una idea fija de nuestras características y de lo que podemos o no podemos realizar, y en realidad eso es tan solo una limitación mental. Con empezar a imaginar lo que podríamos llegar a conseguir, iniciamos un camino que puede conducirnos a lugares insospechados.

Lo único malo es que una sola vida sea demasiado corta para poder explorar todos los caminos que nos gustaría recorrer.

Lo que tengo claro, es que sean cuales sean mis potenciales ocultos, necesito orden en mi vida. Puedo tolerar cierto grado de caos (impepinable para mantener la cordura cuando se convive con niños y adolescentes), pero sin darme cuenta voy colocando las cosas en su sitio, agrupando, doblando, encajando… Recientemente he logrado clasificar todas las fotos que tenía de la boda. Unas tres mil. Deseché las malas, las ordené cronológicamente, les puse nombre, seleccioné unas setecientas, las retoqué, volví a seleccionar las trescientas mejores e hice dos álbumes. En realidad, suelo hacerlo con todas mis fotos. La gente considera especialmente friki mi manía de ponerles nombre. Es herencia de mi madre, y me encanta. Por un lado es útil porque cuando quiero buscar fotos concretas, con teclear nombres o lugares salen todas. Por otro, ponerles nombre transmite lo que pienso de ellas, y me gusta que quede, porque yo disfruto viendo las fotos que guardó y nombró mi madre, me acerca a ella, y pienso que lo mismo puede ocurrirle a Peque dentro de cincuenta años cuando yo, presumiblemente, ya no esté.

Pluripotencialidad y orden, a esas cosas les daba vueltas mi cabeza esta mañana de camino al trabajo bajo la lluvia torrencial. A eso, y a la última ocurrencia de Peque (léase con tono preocupado y circunspecto):

-Mami, ¿porque hay pedos que se encallan en el culo cuando salen poco a poco?



No hay como tener un pequeño saltamontes en casa para resetear el cerebro.





miércoles, 21 de octubre de 2015

21 de Octubre de 2015


Y se hizo el futuro. Sin coches voladores, pero se hizo.

Si no me lo llega a decir el hijo de Mr. X, ni caigo en que esta semana se cumplía el plazo. ¡Por fin ha llegado la fecha a la que viajaba Marty McFly en su Delorean!

Madrecita de mi vida, que vieja me he hecho de golpe. De los ocho años que tenía cuando se estrenó Regreso al Futuro a los treinta y ocho actuales. Vertiginoso.

Yo estaba enamorada hasta las trancas de Michael J. Fox. No me perdía ni un capítulo de Enredos de familia, y eso que hacía de repelentillo republicano. Siempre he sido muy mitómana y enamoradiza, así que Michael inició el panteón de mis ídolos cinematográficos (al que seguirían Rob Lowe, Tom Cruise, River Phoenix, James Spader, Keanu Reeves, Patrick Swayze, Brad Pitt... y mi malogrado Paul Walker).

No sé cuantas veces habré visto la primera parte de la trilogía de Robert Zemeckis, pero me la sé de memoria, y los cinco primeros minutos, con la intro de los relojes y los artilugios para dar de comer al perro es perfecta. Y esa pedazo de canción: The power of love, aún consigue ponerme las pilas y activar el chip del buen humor de mi cerebro.

Mi madre prendió en servidora la mecha de la cinefilia, y las pelis de aventuras y fantasía de los ochenta la espolearon a base de bien: ET, Los Goonies, La historia interminable, La guerra de las galaxias, Indiana Jones, Cristal oscuro, Willow, Tron, Dentro del laberinto, Lady Halcón... ¿Sueno muy antigua si digo que ya no se hacen pelis como esas? Seguramente.

Este sábado teníamos invitados en casa y los hermanos de Peque me pidieron ver Regreso al Futuro II en el ordenador. Accedí encantada, porque pensé que a Peque le iba a gustar mucho. Al cabo de unos cuarenta minutos, mientras estábamos de palique con nuestros colegas, vino mi churumbel y se me subió a las rodillas en modo lapa. Por su actitud y el sudorcillo que le cubría la espalda no me hizo falta que me explicase nada para saber que estaba cagadito de miedo. Efectivamente, la idea de viajar en el tiempo y no conocer a nadie le dio pánico. Así que de momento, muy a mi pesar, no le encuentra la puñetera gracia a la peli.

En cambio, a mí de pequeña me ocurría exactamente lo contrario. Me fascinaba pensar en la opción de viajar al pasado y al futuro. Sobre todo al futuro. Hasta escribí un cuento corto en el instituto que versaba sobre la expedición de una adolescente hacia un futuro muy lejano en el que las monedas se llamaban “alfa-centauros” (es el único detalle que recuerdo; ése, y que la profe me dijo que no estaba mal, pero que le faltaba originalidad a la historia).

De momento los físicos parecen estar de acuerdo en que viajar al futuro es “posible”, pero que lo de visitar el pasado queda relegado a la ciencia ficción. Al menos mientras no salga algún genio que se cargue las teorías de Einstein.

Lo cual no deja de ser una pena. Porque hoy en día el futuro no me llama mucho la atención, prefiero construirlo día a día, pero si pudiese viajar al pasado, mi lista de destinos sería muy, pero que muy larga.


                                                          






lunes, 19 de octubre de 2015

Cuestión de caracteres


Cuando estando embarazada supe que esperaba un niño eso me sirvió para descartar muchas de las ideas que había elaborado acerca de mi eventual progenie. Todo lo que conocía de relaciones materno-filiales se basaba en la mía con mi madre. Tener a Peque rompió mis esquemas mentales, y para bien, porque nos permitió construir nuestra relación desde cero.

Ya no escribo mucho de crianza. El blog ha evolucionado conmigo, con mis necesidades, y con lo que quiero volcar en la blogosfera. Pero lo cierto es que la crianza de Peque es un reto continuo, porque nuestros caracteres son de lo más dispares. Y a medida que crece, la cosa en vez de simplificarse, se complica, porque su personalidad es fuerte y a menudo chocamos. Suelo decir que tiene un “pronto antipático”. Ante una adversidad se agobia, ofusca, y suelta sapos y culebras por la boca, ofendiéndome hasta el infinito y haciendo que me pregunte cómo podemos mejorar esa faceta de su carácter. Pero es inevitable reconocer frases y actitudes mías en las suyas, así que hay que entonar el mea culpa y recordar que yo también tengo un “pronto antipático” que he educado con la edad. A veces, de golpe, en medio de una trifulca, recuerdo encontronazos con mi madre. Y es que eran muy similares. Cabreo máximo y paz a los pocos minutos. Soy tranquila y sosegada, pero con ella me salía la mala leche (la clásica confianza que da asco). Peque no es tranquilo ni sosegado, pero la mala leche la ha heredado vía directa. Así que durante el día son varios los momentos en los que hay que contar hasta diez (y no, no siempre lo consigo, y sí, luego me arrepiento… la culpa, la maternidad, esas cosas).

Lo bueno es que ese arrojo que tiene para enviarme a freír espárragos, también lo tiene en otros momentos, y eso le ayuda, por ejemplo, a socializar de forma sorprendente en casi cualquier situación. A mí de pequeña me gustaba ir a sitios poco concurridos para no tener que interaccionar mucho con otros niños. Si vamos al parque y no hay críos, Peque se frustra. Si los hay, se va a hablar directo con ellos y a los dos minutos están jugando. Me fascina. Es más, si las madres de esos niños están por ahí y las conozco de vista del cole, raramente me animo a ir a hablar con ellas. Prefiero quedarme a mi bola leyendo y observando a Peque. Las hijas de Mr. X dicen que tendría que hacerme más amiga de “las madres del cole”, pero yo opino que Peque ya es extrovertido por los dos.

El otro día estábamos en un parque cerca de casa y estaban celebrando un cumpleaños. En la centrífuga había como quince niños y niñas de uniforme. Peque me preguntó si podía ir con ellos a jugar y yo lo animé. Al llegar, justo se estaban haciendo una foto de grupo, y lo echaron no muy cortésmente, por lo que vino llorando hasta a mí. Lo consolé, pero seguía teniendo ganas de jugar con ellos, por lo que pensé:

-Qué valiente es por ir a jugar con un montón de chavales que obviamente son amigos y que eso no le frene en absoluto.

-Qué perseverante por querer volver a ir a pesar de que lo hayan rechazado.

-Qué poco de conflictos soy yo, que me pone nerviosa tener que ir a mediar entre los quince críos con sus vigilantes madres y mi niño.

Pero cuando toca, toca, así que me levante, lo acompañé con paso fingidamente decidido hasta la caterva de infantes y les pedí que compartiesen la centrífuga con Peque. Una niña se excusó diciendo que sólo le habían pedido que se fuese para la foto (ja) y él, por fin, se sentó entre el montón de niñas con pichis.


Qué diferentes somos. Y qué similares en el fondo.



miércoles, 14 de octubre de 2015

Cosas que me dice


Acercarme a los pensamientos de Peque es una de las cosas que más me fascinan y divierten de ser su madre.

Recientemente, en algún lugar de cuyo nombre no quiero acordarme…



-Pesadillas.

A veces Peque tiene pesadillas. No muchas, creo, pero no estoy segura porque el muy bribón de las calla. Luego, una día, sin venir a cuento y mientras me prepara una sopa en su cocinita, me larga lo que le preocupa. Hay que aprovechar esos instantes buscando un equilibro entre el interés excesivo -porque le dará corte y se callará- y la indiferencia -porque pasará sobre el tema de puntillas y no habré podido recabar toda la información-.

Sus pesadillas más recurrentes se centran en el ascensor. De pronto se ve ahí solo y le entra la cagalera.

En una de estas ocasiones se me ocurrió preguntarle qué hacía para calmarse tras una pesadilla, y me explicó: “bueno, voy girando la cabeza, de un lado a otro, y entonces imagino que me empiezan a salir unos árboles… que son verdes y azules, y los azules son papá y los verdes eres tú, y así se me pasa”.

Soy un árbol verde que le sale de un lado de la cabeza a mi hijo cuando tiene miedo y eso le calma. Joder como mola.



-Antigüedades.

El concepto tiempo para un niño es alucinante. Lo mismo le da un año que un milenio. Y de ahí que el otro día me preguntase:

-Pero mamá, ¿cuándo tú naciste existían los coches?

A puntito estuve de contestarle que no, que mi madre fue trasladada en carromato al hospital para parirme, que me hice muy amiga del burro que me llevaba a cuestas de casa al cole y que por suerte Henry Ford creó el Ford T cuando me saqué el carnet de conducir. Pero me callé, que luego se lo cree todo y la hemos liao pollito.



-Anatomía.

Peque tiene un don para reinventar el nombre de las partes del cuerpo. A saber:

-Aix mamá, es que me pica la ventanita.

Yo estaba de espaldas a él y me giré para descubrir a qué diantres se refería mientras le preguntaba qué era la ventanita. Y me contestó mientras se estiraba del párpado:

-Esto mami, la ventanita del ojo.


Acabáramos.






jueves, 8 de octubre de 2015

Lapsus línguae


Mi madre tenía unas manos preciosas, de dedos largos y finos. Se reía con ganas. La vergüenza la dejaba para los demás. Había algo en ella ingenuo y genuino. Y éramos totalmente distintas. Ella delgada, yo maciza. Ella atrevida, yo tímida. Ella decidida, yo la duda personificada.

Pero pasan los años, y me fascina descubrir que cada vez me parezco más a ella. Seguimos siendo diferentes, pero voy perdiendo el rubor casi patológico, me descubro gesticulando como lo hacía ella y mis carcajadas cada vez suenan más a las suyas.

Y ahora han llegado los lapsus. Ay, los lapsus. Ni los recordaba hasta que recientemente hicieron acto de presencia. Muchísimas veces nos habíamos desternillado por alguno de los palabros que se inventaba mamá tratando de decir algo. Y por lo visto la genética no perdona, porque han llegado a mi vida, y parece que para quedarse.

A las pruebas me remito:


Evidencia número uno.

Estábamos cenando en casa Mr. X, Peque y yo. Había un poco de barullo porque los dos estaban hablando, la tele estaba encendida y eso no le sienta bien a mi maltrecho cerebro. Acerqué una bandeja a Peque y le dije:

-¿Quieres ensalada de popito?

Mr. X se atragantó al oírme y empezó el descojone a dos voces. Yo me uní a ellos en cuanto superé la perplejidad.

Popito = pepino.



Evidencia número dos.

En una tarde ociosa decidí llevar a Peque al parque. Justo antes de salir, le pregunté a mi churumbel:

-¿Te apetece coger el trinete?

Peque puso los ojos en blanco como dándome por causa perdida y a mí me entró la risa floja mientras imaginaba a mi hijo como el dios Neptuno yendo en skate. Mi mente es asín.

Trinete = patinete.



Evidencia número tres.

Mis chicos y yo nos regalamos hace unas semanas un finde en un hotel con spa. El complejo tiene una piscina enorme climatizada y, oh maravilla, los niños son bienvenidos. Un lujazo.

Estábamos de camino a la pisci cuando nos paramos delante del ascensor. Yo miré las escaleras, y por un piso me dio pereza esperar al ascensor, así que solté:

-Os espero abajo, que yo voy a bajinar por las escaleras.

Ahora que caigo hay otra cosa en la que me parezco a mi madre: me dio tal ataque de risa que se me aflojaron los esfínteres y por poco la lío parda. Kegels, venid a mí.

Bajinar = bajar.



¿Es grave lo mío, doctor?




martes, 6 de octubre de 2015

Obsesiones


Soy una persona obsesiva. Siempre lo he sido, y es un rasgo de mi carácter que me define bastante bien. Se traduce en que durante temporadas más o menos largas mi mente y mis sentidos están abocados a tratar un único tema.

Hay ideas recurrentes y otras transitorias, pero ese ramalazo ofuscador suele andar por ahí dando la vara. Lo bueno es que con la edad una aprende a conocerse, y dado que tengo bastante claro que las obsesiones no dejarán de monopolizar mi tarro, al menos intento sacarles provecho mientras duran. Porque sé que acaban desapareciendo (menos mal), y un día me levanto y ya no hay rastro de lo que llevaba carcomiéndome el pensamiento durante días o semanas. Se desvanece y a por otra cosa mariposa (excepto en el caso de las obsesiones recurrentes, esas las dejaremos para otra ocasión).

Vale, ¿y qué es lo que lleva exactamente dos semanas sorbiéndome el seso a casi todas horas?

El Everest.

Venga va, os dejo cachondearos a gusto. Desde luego no soy una tipa caracterizada por mi estupenda forma física (más bien al contrario), pero mis queridas neuras no entienden de límites de ningún género y desde luego el tema es del todo apasionante.

Todo empezó el día en que decidí homenajear al montañero de la familia (aka Mr. X) con una sesión de cine. Me pareció que la peli que estrenaban sobre la tragedia de 1996 en el Everest le interesaría, y aunque a mí me daba cierto yuyu angustiarme con el dramón, me hice con dos entradas. Ojo si la vais a ir a ver y no tenéis ni flowers de qué va, que igual os estropeo un poco la trama.

La peli logró engancharme desde el principio y mantenerme pendiente de cada minuto de proyección. Como Mr. X conocía los acontecimientos bastante bien, yo le iba preguntando sobre la marcha, rezando para que me dijese que Rob Hall iba a sobrevivir y que al final conocería a su hija. Pero si una va a ver una tragedia, ha de atenerse a las consecuencias.

Al salir del cine Mr. X me ilustró sobre algunos de los protagonistas de la hazaña y me dijo que en casa teníamos un libro que escribió uno de ellos, periodista y escalador. Me chivó el título en catalán, y hasta que no me comentó que el escritor era Jon Krakauer, no caí en la cuenta de que lo tenía en mi libro electrónico (los títulos en castellano y catalán son bastante diferentes). Abrí con ansiedad mi Kindle y allí estaba: Mal de altura. Y supe que la obsesión había comenzado.

Esto me hace reflexionar sobre cómo los libros llegan a tu vida, y sobre cómo es de importante leerlos en el momento justo para poder disfrutarlos. Hace dos años que tenía Mal de altura en mi bolso y cada vez que leía la sinopsis pasaba de largo sin que me apeteciese comenzarlo. Ahora sin embargo, lo he devorado.

Nada más empezar hay una lista de dramatis personae con todos aquellos que estuvieron en el Everest la primavera del 96. Me llamó la atención encontrar a Araceli Segarra (que formaba parte de la expedición IMAX) y descubrí a raíz de eso que recientemente había publicado un libro: Ni tan alto ni tan difícil. Las cosas como son, eso de que con una conexión wifi y un click (vale, y una tarjeta de crédito) te puedas hacer en cinco segundos con casi cualquier libro, es una tentación y de las gordas. Y caí, por supuesto.

Así que en diez días me he leído Mal de altura y Ni tan alto ni tan difícil, y he navegado durante horas por internet conociendo un poco más a Scott Fischer, Rob Hall, Jon Krakauer, Anatoli Brukréyev, Beck Weathers, Yasuko Namba… Lo sé, lo sé, una lista de nombres que quizás no os digan nada, como nada me decían a mí hace unas semanas. Pero vale la pena acercarse a la sonrisa contagiosa de Fischer, al compromiso y la tenacidad de Hall, a la increíble fortaleza física de Brukréyev, a la milagrosa historia de superación de Weathers, a la motivación de Namba, y a los muchos otros protagonistas de esta narración cuyo destino se une en el Sagarmatha. Por no hablar de los sherpas y sirdars, cuya religión condiciona de forma clara su relación con la montaña y cuya implicación y tremendo trabajo físico es determinante para que muchos puedan lograr su sueño. Tampoco conocía la realidad de las expediciones comerciales y lo que ello supone, con las toneladas de porquería generada a miles de metros de altitud entre otros dilemas éticos no menos interesantes.

La belleza y el reto seducen, imagino, a los que pretenden hacer cima. La miríada de motivaciones que lleva a cada uno a escalar una montaña como el Everest, en la que detrás de un recodo puedes cruzarte con el cadáver congelado de otro que lo intentó antes que tú, me fascina.

Ha sido un descubrimiento también el libro de Araceli Segarra, tanto por su narrativa fresca y nada pretenciosa como por su forma de aprender de las experiencias vividas y aprovecharlas para llevar la montaña a la vida y conseguir transmitir con lucidez que las cosas pueden simplificarse, disfrutarse y llevarte adonde tú quieres (emocionalmente hablando). Porque no hay nada que quede tan alto ni sea tan difícil.

Yo de momento, en mitad de mi obsesión y cuando tengo un rato de relax, cierro los ojos y trato de ponerme en la piel de todos los que estuvieron allí. Y me imagino ese aire fino, de oxígeno escurridizo, que se resiste a ser inhalado mientras tu agotado organismo pide a gritos un descanso que no puedes concederte. Y la incógnita de si el clima y la fortuna te permitirán hacer cima, y sobre todo, volver a casa sano y salvo. Y el peso de la certeza al saber que has dado un paso en falso en una zona del planeta donde errar se paga caro.


En fin, que voy a tener que darle la razón a Mr. X. La montaña engancha.




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