lunes, 7 de mayo de 2018

El vampiro escapista


Ayer vi Kubo y las dos cuerdas mágicas con Peque. No sabía yo que el final era tan lacrimógeno. Se me juntó con el día de la madre y con un explosivo cóctel hormonal obsequio de la de rojo, con lo que acabé con las cataratas del Niágara en mi jeta. Lo llego a saber y me pongo Un funeral de muerte, que el descojone está asegurado.

En mi madre pienso cada día, de forma directa o indirecta, siempre está ahí. Y en general puedo recordarla sin sufrir, con una sonrisa en los labios. Pero hay días en los que daría lo que fuera porque hace once años el final hubiera sido diferente, y la hubiese podido abrazar después de aquella operación, y reírnos juntas de nuevo, y ser más amable, y pasar más tiempo con ella, y decirle “¡mamá, estoy embarazada!”, y verla acunar a Peque.

En fin, estar triste de vez en cuando y soltar lastre llorándolo todo sienta bien. Y hoy venía a recordarla con lo que se le daba mejor del mundo mundial: sorprenderme por mi cumpleaños. Se pasaba semanas dilucidando cómo dar con el regalo o la fiesta ideal. Y aunque al final ella tenía razón y el festejo había sido un éxito, a priori lo que yo sentía era miedo, porque mi sentido del ridículo con quince años era de magnitud astronómica, y su sentido de cómo sorprenderme era… veámoslo en un ejemplo.

Cumplir dieciocho años es todo un hito. De repente puedes votar, ir a discotecas y se te considera un ser maduro física e intelectualmente. Pero a mí me temblaba todo el cuerpo porque sabía que mi madre la iba a liar parda, y no podía ni imaginar hasta qué punto.

Mis padres convocaron a su pandilla de amigos, a algunos familiares y a mis tres mejores amigas para cenar todos juntos en una sala privada de un restaurante. Comimos entre risas, y tras primer y segundo plato, me relajé. Con los postres ya llegué a la conclusión de que por esta vez no iba a ocurrir nada raro… hasta que lo vi entrar.

Tras el camarero apareció un rubiales de unos pocos años más que yo, ojos azules y disfraz de vampiro -porque yo siempre he sido fan de ese tipo de monstrencos- caminando hacia mí. Pasé de la estupefacción al horror absoluto pasando por el tierra-trágame, mamá-te-mato y el dónde-coño-está-la-salida-de-emergencia, todo en unos dos o tres milisegundos. Traté de mimetizar con el mantel, pero que la gente aplaudiese y jalease en mi dirección no ayudó para escabullirme. El rubiales se acercó, algo debió decir pero lo he olvidado por el síndrome de estrés postraumático, y trató de darme un mordisco en el cuello (hay foto de momento para mi eterna humillación). Está claro que tengo un corazón a prueba de bombas, porque no caí fulminada, pero me hubiese parecido una salida decorosa de la situación. El chaval soltó un par de bromas y desapareció. Empecé a ventilar de nuevo, y noté que mi madre lo buscaba y desaparecía tras él. Al cabo de un rato volvió algo abatida y me confesó que la sorpresa se había visto truncada. Yo no entendía nada porque ya me sentía lo suficientemente mortificada sorprendida, pero resulta que el tipo era stripper y tenía que darlo todo ante mis ojos. A dior gracias, se rajó a saber por qué extraña razón, y me salvó de uno de los momentos más estresantes de mi vida.

Aunque de todas formas la cosa no mejoró. Mis amigas me regalaron un muñeco hinchable. Sí. De esos. Con manubrio de plástico incorporado. Delante de mi familia y amigos. Dios los cría y ellos se juntan.


Gracias, mamá, por los mejores cumpleaños ever.


                                         








                         

jueves, 3 de mayo de 2018

This very morning


Esta mañana estaba yo a grito pelao emulando a Yvonne Elliman en JC Superstar, cuando de pronto me he dado cuenta de lo diferentes que son los comienzos de la jornada para Peque respecto a lo que lo eran para mí cuando era niña.

A la hora del desayuno solíamos coincidir papá, mamá y yo, pero cada uno estaba en su órbita. La tele sonaba de fondo, porque mi padre siempre necesitaba el cacharro encendido como animal de compañía -manía que heredé, pero que ya he desterrado- y el contenido era lo de menos, aunque con los años se aficionó a los informativos matinales. Ver las noticias por la mañana es el mal. Ya sé que debemos vivir informados para ser ciudadanos con criterio. Yo no tengo criterio alguno y prefiero vivir en la inopia para ver según qué. Odiaba ver las noticias. Al mismo tiempo, con el runrún del televisor importunándola, mi madre trataba de concentrarse en su lectura -muy probablemente de Stephen King-, cigarro en mano, y no se le podía dirigir la palabra hasta que la cafeína no circulase por sus venas porque no era persona. En general esto se dice en sentido figurado, pero de verdad que ella NO era persona hasta media mañana, por lo que cualquier información relevante debía ser entregada a su sistema nervioso a partir de las once. Yo desayunaba rápido a mi bola porque las mañanas en casa no estaban hechas para la cháchara y la algarabía, eso lo dejábamos para la noche. A mí me faltaba algo con lo que empezar el día con alegría, como hubiera dicho nuestra buena amiga Leti en sus años mozos antes de llegar a la decadencia del Tukutú.

Y ese algo, me he dado cuenta con los años, es la música. Como adolescente que se precie siempre estaba enganchada a mi radio, que en esa época era un radiotransistor enorme a pilas que me llevaba de la habitación al lavabo para poder ducharme con hilo musical. Ahora las hijas de Mr. X se pillan el altavoz portátil conectado al ipod y se montan una rave en el cuarto de baño con sonido envolvente que lo flipas mientras se enjabonan el pelo. En el precámbrico yo intentaba sintonizar una emisora decente que siempre se oía con interferencias y cuyo mísero volumen apenas era audible bajo el chorro de agua. Algo que mejoró cuando una Navidad el regalo familiar fue una cadena musical con reproductor de CD incluido, ¡la revolución! Pero si yo conectaba a Los Jackson Five o Supertramp a toda mecha en el comedor, el jolgorio me duraba lo justo para escuchar la cara A de mi casete, porque a medio concierto mi madre reclamaba algo de paz para poder hacer la cena. Aunque no me puedo quejar de la mucha música que se escuchaba en casa. Mamá pintaba a ritmo de Queen, Cher o Verdi, y papá amasaba galletas con Chubby Checker o Antonio Aguilar.

La música sólo me faltaba por las mañanas. Y he aquí el momento en el que te proclamas como dueña y señora de tu hogar, y por fin instauras el reinado de la música matinal. Le guste a Peque o le disguste, porque esta es mi era de mando, y por la mañana toca bailotear al son de Coldplay o desgañitarse con Yvonne. Y ya veremos qué decide él cuando tenga voz y voto, y cómo recuerda las mañanas con la loca de su madre.