miércoles, 27 de abril de 2016

Mami


En casa, mami no era mi madre, era mi abuela. La llamaba –y la llamo- así por una costumbre francesa. Ella me crió durante mi primera infancia porque mamá trabajaba de noche y a duras penas se mantenía despierta para llevarme al colegio por la mañana.

Mami son cientos de refranes, botellitas de colonia, fanta de limón, abanicos de colores, agujas de punto y ganchillo y plis para el pelo. Y macarrones, sopa de pescado, croquetas, canalones… ¡qué bien cocinaba!

Cuando mamá y papá se fueron a vivir juntos y yo con ellos, la eché terriblemente de menos. Cada noche la llamaba para desearle las buenas noches, y muchos fines de semana me quedaba con ella. El domingo, cuando mis padres me recogían, yo no podía evitar sentir una nostalgia infinita, y a veces, tras girarme por última vez y verla despedirme desde el marco de la puerta, me ponía a llorar pensando que quizás se moría al cabo de poco y era el adiós definitivo (a melodramática no me ganaba nadie). Entonces no podía ni imaginar que iba a sobrevivir a sus dos hijas.

Mi abuela tiene ochenta y ocho años, es viuda desde los cincuenta y nueve, tiene tres hijos vivos, seis nietos y un bisnieto. Hasta el año pasado vivió en su pisito de alquiler. Una mañana se levantó y sus piernas ya no la sostuvieron más. La condena de la silla de ruedas significó tener que dejar su hogar y que mis tíos se ocupasen de sus pertenencias, que hoy en día están en un trastero urbano. Desde entonces, vive en una residencia de mi ciudad.

En los últimos años, mi contacto con ella era más bien esporádico. Por un lado porque la rutina diaria te arrastra con sus exigencias y por otro porque yo estaba más volcada en cuidar a mi padre. Al morir papá e ir mi abuela a la residencia, retomé el contacto continuo.

Visitarla en ese lugar al principio me costaba un mundo (y no solo porque esté donde cristo perdió el gorro, como diría ella). Aunque mami no es de quejarse, le supone una penitencia tener que estar allí. Es una persona mayor, pero la cabeza le rige perfectamente, y la mayoría de ancianos que la rodean están, por desgracia, muy deteriorados. De todas formas, ha encontrado un buen entretenimiento. Se me ocurrió llevarle un libro electrónico y ver cómo se apañaba y ya lleva leídos treinta ejemplares (¡y ahora está con Cincuenta sombras de Grey!).

Ya no me supone tanto esfuerzo ir allí. Noto buen ambiente, las enfermeras y celadores son agradables y la tratan con mucho cariño. A veces voy con Peque, pero entiendo que para él es un soberano coñazo. Ha visto poco a su bisabuela, y no tiene un vínculo afectivo con ella.

A mí me encanta pasar un rato a su lado, porque primero me cuenta los cotilleos más recientes de la resi y después rememora algunas anécdotas de su vida, como cuando en los años cuarenta fue de excursión a un pueblito de la costa y tardaron ocho horas en autocar, o cuando vivió los bombardeos de la guerra civil, o cuando nació mi madre… A mis casi cuarenta puedo entenderla desde una perspectiva mucho más enriquecedora. Qué lástima no tener una nómina plagada de ceros y pagarle una casa donde pueda mantener sus cosas y pasar así los años que le queden, entre sus recuerdos.

Eso sí, cada vez que me despido de ella y la veo agitar la mano desde la silla de ruedas, vuelvo a ser aquella niña de diez años que sentía una nostalgia infinita cuando, justo antes de perderla de vista, se giraba y le decía adiós con el corazón en un puño.





lunes, 25 de abril de 2016

Abril


Abril mola. Podría decirse que es mi mes favorito (sin menospreciar de ninguna manera a los meses de verano, que sólo por mantener mi cuerpo serrano a la solana ya merecen toda mi veneración).

Abril es primavera, luz, lluvia, sol y aniversarios.

Hace trece abriles que Mr. X me pidió que cenásemos juntos a la luz de una lámpara de quirófano y con una iguana recuperándose de la anestesia entre nosotros. Será por eso que las iguanas me parecen encantadoras a pesar de lo bien que saben morder, arañar y darte un latigazo con la cola que ni Indiana Jones en sus buenos tiempos.
La adolescencia fue bastante perra conmigo. Me regaló un cuerpo lleno de curvas que tardé mucho tiempo en apreciar y un carácter tirando a agrio que no me lo ponía fácil a la hora de flirtear. Y pensaba yo en mis llantinas adolescentes fruto del desamor que ojalá todo ese martirio no fuese en vano y me esperase un hombre como Dior manda al otro lado del túnel. Lástima no tener un Delorean a mano, viajar a los noventa y chivarle a esa pubescente lacrimosa cuatro cosas... ¡Valdrá la pena, muchacha, valdrá la pena!

Per molts anys més fent camí junts, Mr. X!



Abril es también el mes que me vio nacer, hace la friolera de treinta y nueve vueltas al sol. Este año no estaba yo muy animada, pero fue despertarme el 19 y empezar a sentir una rumbita por el cuerpo. No lo puedo evitar, me encanta cumplir años, aunque los próximos sean ya los ¿temidos? cuarenta, madre-del-amor-hermoso. Y cómo no sentir rumba, cumbia y chachachá si lo primero que vieron mis ojos fue una amorosa dedicatoria escrita en chocolate y un regalito estratosférico que my man me ha hecho (un cachivache de marca muy frutal que me tiene loquita).


Y por último, Sant Jordi. Una fiesta que llena la ciudad de flores, libros, dragones y damiselas cada vez más guerrilleras y dispuestas a ser ellas las que se salven y regalen rosas a sus tiernos hombres. Como la que le tuve que regalar a Peque, que él sin flor no se iba a quedar, hombreya. Los tiempos cambian, por fortuna.


Sí, abril mola.

                                     







martes, 12 de abril de 2016

Viejos tiempos


Sigo con la muda. La metafórica y la literal, porque para amenizar mi existencia, el período premenstrual ha decidido regalarme cada mes un surtido de dolorosísimos granos que pueblan mi cutis sin piedad. Y yo, que soy incapaz de ver un bultito en mi faz sin exprimirlo, acabo con unas inflamaciones que me dejan de un grotesco que lo flipas.

La muda metafórica ahí va, dando un poco por saco. No es como ponerse un guante. Hay dobleces, zonas que se irritan, lágrimas que tratan de lubricar la nueva piel. Pero como siempre, me entrego al camino sin demasiados miramientos, no sea que la pena me inunde (que una es resiliente, pero no de piedra).

En fin, críptico preámbulo aparte, me apetecía teclear un rato, y solazarme en algunas anécdotas divertidas de las que tienen a bien sucederse con relativa frecuencia gracias a las criaturas que conviven conmigo.

Una tarde cualquiera, tras la ducha de rigor a la que nos sometemos Peque y yo a diario en nuestro spa casero, estaba yo secándome cuando mi vástago se acercó furtivamente y se me enganchó al pecho como un bebé. Debe estar pasando una fase o algo, porque últimamente lo hace con asiduidad. El caso es que me preguntó:

-¿Te importe que te chupe la teta?

Y yo le contesté que no, pero que poca leche iba a salir a estas alturas de la película… a lo que me contestó, con un aire de Humphrey Bogart melancólico al piano con Sam:

-No importa mamá, es por los viejos tiempos…

Ay, los viejos tiempos. Parece que el tema es recurrente. Una noche, la hija mediana de Mr. X vino a cenar con una amiga, J. Estaban planeando con fruición lo que iban a hacer después de la cena, y de pronto la hija de Mr. X dijo:

-Ya sé, ¡veremos Dirty Dancing!

Me puse a sonreír recordando al buenorro de Patrick y su “cucum, cucum”, cuando J contestó con cara de asco:

-Uy no, a mí no me van las pelis antiguas.

Si me pinchan no sale ni un mísero eritrocito. Dirty Dancing, ¡antigua! Vale, tiene su solera, pero es que dijo antigua como si hablase de un nivel Ben-Hur, ¡por Dior! En medio de la indignación me dio por contar los años que tenía la peli… Veintiocho. Vale, igual no queda tan lejos de Ben-Hur.

Para más inri, al día siguiente el hijo de Mr. X me dijo que había visto otra peli “antigua” que seguro que me iba a gustar: Doce monos. Oído cocina, me voy a ir comprando un taca taca para salir de juerga y dar alpiste a las palomas.