martes, 22 de marzo de 2016

Mudando de piel


Perra empezó en Navidad a tener dolor. Al principió creí que era dolor cervical. Me costó darme cuenta de que era una otitis (ya dicen que en casa de herrero cuchillo de palo). Le puse tratamiento y mejoró parcialmente. Más tarde el problema recidivó con más intensidad y tuve que hacer mil pruebas antes de llegar recientemente a diagnosticar una enfermedad autoinmune que le provoca úlceras y costras en varias partes del cuerpo. Por fortuna, está respondiendo bien al tratamiento. Ayer la bañé para aliviar su malestar y para eliminar las costras secas. La tumbé encima de mí, y sin prisa le sequé el pelo, se lo cepillé, y con gasas y mucho mimo fui retirando los trocitos de piel marchita. Fue algo catártico, casi ceremonial. No sé si ese rato fue más beneficioso para ella o para mí.

Así como Perra muda la piel tras su enfermedad, yo también lo hago. Por una parte, para recibir a mi tan esperada primavera y su promesa de sol y temperaturas benignas. Por otra parte, para adaptarme a una nueva realidad. La semana pasada una persona que amamos pasó, y sigue pasando, por una situación complicada que inevitablemente nos lleva a aterrizar en un escenario diferente al que estábamos habituados. Me recuerda poderosamente a la metáfora de Emily Kingsley y su “Bienvenidos a Holanda”. Nos adentramos en terreno desconocido con miedos inevitables y naturales, pero con la férrea convicción de que con amor y paciencia lograremos superar este bache.

Pienso que la vida es eso, ir cambiando de piel cada vez que surge algo nuevo, para poder sentirla como merece, adaptándonos a la nueva intensidad de luz, de humedad, de frío o calor. Pienso que resistirse es inútil, que hay que fluir, abrazar el momento presente, llorar si hace falta y seguir transitando los días con espíritu positivo y flexible. Pienso que, al fin y al cabo, es el camino que debemos recorrer.







lunes, 14 de marzo de 2016

Terapia de choque


Tengo vértigo. No es algo muy exagerado, pero los balcones bajos me dan grima, y cuando vamos al monte a hacer el cabra con Mr. X and Co, acabo en algún rincón hiperventilando mientras ellos peregrinan al pico más alto y escarpado.

Mr. X hace años que me insinuaba que le gustaría ir el globo. Yo le decía que vale, que yo le pagaba el viaje y que se fuese él solito. Pero él contestaba que no, que quería compartir la experiencia conmigo. Cabronazo.

Además de tener vértigo, me pico con facilidad. Como aquella vez en que Mr. X me arrastró a hacer submarinismo, o cuando probamos el vuelo sin motor… A ver, que hay experiencias que dudo que cate (véase el paracaidismo, por ejemplo), pero hay otras que me tientan lo suficiente como para pincharme y llevarme a pensar “¿y me lo voy a perder?”.

Así que ese fue mi regalo de cumpleaños para Mr. X, un vuelo en globo para tres personas (Peque no se lo quería perder).

Llegamos a las siete y media de la mañana al punto de encuentro, donde otras cincuenta personas se congregaban para ver como se inflaban –con sorprendente rapidez- los cinco globos que nos iban a transportar por los cielos.

Soy más de acojonarme en los días previos, una vez en el sarao, de perdidos al río, así que me puse a hacer fotos y me dejé contagiar por la excitación que se respiraban entre los asistentes. Unos cuantos saltitos histéricos para alejar el frío y los nervios me ayudaron pasar el rato (no muchos, que luego las rodillas se quejan).

En menos que nada ya estábamos dentro de la cabina, compartimentada en cinco zonas, una para el piloto, y las otras cuatro para los pasajeros. En una esquina íbamos Peque y yo, Mr. X iba con otro chico en diagonal a nosotros. Después de un buen chorro de fuego para calentar el aire del globo, soltaron las amarras y empezamos a levitar. Un metro, cinco, diez, veinte… Y ahí bajé el culo arrastrándolo hasta la pared opuesta del compartimiento buscando una cierta sensación de seguridad y me negué a ver como crecía la distancia entre el suelo y nosotros. Quien me mandaría…

El piloto iba calentando el aire y aquello subía y subía. Cuando para mí ya estábamos en la puta estratosfera, el piloto dijo: “Mil metros, a por los dos mil”. Dos mil tres cientos metros de altitud, alcanzamos. Las vistas debían ser espectaculares, pero yo prefería ver la cara de Mr. X, que estaba disfrutando de lo lindo y que cuando se giraba y veía mi jeta de sufridora se partía de risa, el muy... (¡lo que no se haga por amor!).

En ese punto el piloto sacó unas copas de cava y un pastelito, y aquello fue mi salvación. El burbujeante líquido rosado templó mi inquietud, y tras llenar mi copa dos o tres veces, empecé a asomarme al vacío. Y oye, qué pasada de vistas. Miraba unos segundos y volvía a la pared, que estaba serena, pero no borracha.

El piloto entonces le dio unos cubitos de hielo a Peque y a la otra niña que viajaba con nosotros y los animó a tirarlos por la borda y seguirlos con la mirada. Yo grabé el experimento y casi me da un soponcio al imaginar que era mi cuerpo y no un fragmento de hielo el que caía… Menudas ideas. Que por cierto, el hielo cayó en el bosque, pero Mr. X duda que se deshiciese por el camino, y me pregunté “¿habrá caído encima de un algún pobre pájaro o un zorro que campaban alegremente?”. De lo que estoy segura es de que algún móvil se habrá precipitado tras un selfie desafortunado.

Cuando empezó el descenso Peque y yo nos alegramos. Peque porque tenía los pies helados, yo porque deseaba pisar tierra firme. Después de haber estado tan altos, cien metros me pareció una altitud relativamente cómoda y disfruté mucho de esa parte del trayecto y de los numerosos intentos de aterrizaje (porque lo de aterrizar tiene su intríngulis, que si el globo acaba en un campo cultivado se arma una buena con el propietario del terreno). Después de comernos un árbol -cosa que me pareció hasta graciosa- la cabina tocó tierra suavemente y dimos por concluido el viaje.



No sé si tengo el vértigo controlado, pero por intentarlo, que nunca quede.











viernes, 4 de marzo de 2016

Por qué me gusta el yoga


En algún momento de mi recorrido vital asumí que no me gustaba el deporte. Muy probablemente las clases de gimnasia del colegio y luego del instituto colaboraron a ello. El potro, el plinton y los trampolines me parecían instrumentos de tortura, abandonaba la course-navette al cuarto pitido con el hígado asomándome por la boca y los juegos en equipo se me daban como el culo. Conclusión: proferí un hurra sonoro cuando la gimnasia desapareció de mi vida.

Lo que pasa es que en el fondo sí me gusta el deporte y yo no lo sabía. El primero que disfruté de lo lindo fue el patinaje sobre hielo, aunque mis artríticas rodillas (y el embarazo de Peque) me alejaron de él. Mientras Peque fue un bebote no me planteé retomar ninguna actividad física, hasta que un día me di cuenta de que por la mañana tenía que reptar hasta el borde de la cama para poder salir de ella del daño que me hacían las lumbares. Supe que debía ponerme las pilas y cuidarme un poco si no quería asistir al deterioro prematuro de mi cuerpo serrano y acabar enganchada a los antiinflamatorios cual yonqui de estar por casa. Entonces empecé con la natación, hace ya cuatro años, y desde entonces acudo religiosamente dos veces por semana, a las siete y media de la mañana, a la piscina municipal de mi barrio. Que hay quien se sorprende de mi fuerza de voluntad para perseverar con esa rutina, pero es que además de nadar, puedo desayunar tranquilamente y ducharme sin Peque aporreando la mampara, lo cual es uno de los lujos sibaritas de mi existencia (sí, hay alguno más).

Para acabar de arreglar las cosas, el verano pasado Peque estampó su bici contra la mía cuando pedaleábamos por el campo. Destrocé mi ya maltrecha rodilla derecha contra el manillar de la bicicleta de Peque para evitar -en una pirueta digna de Matrix- chocar contra mi churumbel. Pensé, ilusa de mí, que con algo de reposo mejoraría, pero nada. Acudí al traumatólogo para descartar lesiones serias, y vino a decirme que había llovido sobre mojado, agravando la condromalacia rotuliana que padezco, pero sin haberse producido fracturas ni roturas de ligamentos. Me ofrecía como solución unas cuantas sesiones de recuperación o infiltraciones. Eso de que me metan una aguja en la articulación como que lo dejo para cuando ya no pueda caminar, y la fisioterapia siempre ayuda, pero mi problema es luego seguir en casa con una rutina.

Fui postergando la decisión hasta que un día comprobé que no podía bajar escaleras del puto dolor. Algo había que hacer, y la palabra yoga empezó a resonar en mi cerebro. Muchas veces he deseado iniciarme en esta disciplina, pero nunca lograba dar con un centro que cuadrase con mi horario. Al final mi amiga T me recomendó las clases de E, una colega suya, y esa misma tarde la llamé y concerté una cita iniciando ocho sesiones de yoga terapéutico en las que me ha ido enseñando varias cosas. He aquí algunas de las razones por las que me he hecho fan del yoga:

-Aprendes a escuchar a tu cuerpo. Yo soy de sentarme cruzando las piernas y entrelazando los pies. Un ocho, vamos. Y estoy aprendiendo a reeducar mis posturas y darme cuenta de que en realidad no estaba cómoda cuando practicaba el contorsionismo en silla. Soy mucho más consciente de cómo me siento, estiro y camino, y sólo corrigiendo eso, creo que le estoy haciendo un favor a mis articulaciones.

-Entiendes que frenar la diarrea mental algunos minutos al día es necesario. Me mola pensar, divagar, crear entradas mientras cocino, blablablablabla… Pero de vez en cuando hay que parar el batiburrillo mental o el muy cabrón coge carrerilla y acabas lela. Sí, hablo de meditación. Que suena muy de maestro zen, y en realidad está al alcance de todos. Una amiga dudaba si meditaba bien o no porque las veces que lo había intentado no había sentido nada. La comprendí bien porque yo también había idealizado la meditación pensando que eso era para ultrahumanos que caminan sobre el agua y levitan en postura flor de loto. Más allá de conseguir llegar a niveles mayores de consciencia, meditar mola para bajar revoluciones, escucharse y en definitiva, sentirse mejor.

-¡Haces ejercicio! Yo tenía esa idea errónea de que el yoga es una cosa tranquila, de adoptar posturas raras y musitar “ommm”. Error. He acabado más de una clase sufriendo porque mi profe me oliese el alerón después de la sudada que me había pegado. Lo bueno es que cada uno puede regular la intensidad con que lo practica.

-Es personalizable. Absolutamente. Siempre habrá alguna postura para ti, incluso si tienes artrosis hasta en las pestañas.

-Peque también se beneficia. No sólo porque me imite, sino porque el yoga me lleva a estar más presente en cada actividad que realizo y porque una mami relajada y sin tanto dolor grita menos.

-Estoy aprendiendo a perdonarme y a confiar en mi cuerpo. Cuando bajaba las escaleras y me crujía la rodilla, me cabreaba sobremanera. Por estar tan averiada sin haber llegado a los cuarenta. Por no hacer todos los ejercicios que sabía que me ayudarían. Por algo indefinido que me llevaba a la culpabilidad. Pues no señor, hay que ser más indulgente con uno mismo, lo cual no significa que uno deba resignarse, pero sí ser más flexible, adaptarse, respirar y confiar en el poder sanador de su cuerpo.

-Aceptar. Aceptar que voy a tener cierto grado de dolor toda mi vida. Nunca me lo había planteado así, y verlo me ha quitado un peso de encima. Ya no tengo que pretender el dolor cero todo el tiempo, fuera frustraciones innecesarias. A ver si logro reconciliarme con mis dolores y usarlos para conocerme mejor y cuidarme con más esmero.

No todo va a ser bueno, claro está. El yoga también me ha llevado a momentos de vergüenza supersónica. ¿Recordáis esta entrada?  Pues digamos que mi profe de yoga ha asistido en directo a una demostración de mis capacidades. Glups.

Namaste.