sábado, 3 de junio de 2023

Till we meet again


Hoy es un soleado día de junio. Me he puesto el primer vestido de la temporada, aunque quizás he sentido algo más de fresco de lo que esperaba, pero el preludio del verano siempre me trae ilusión, así que valía la pena catar esas sensaciones.

Los últimos meses no he escrito nada, ni aquí, ni en mis diarios. He catalizado mis emociones a través de los paseos con Suertudo, los ratos de música y pintura, y el tiempo en familia.

Ha sido un año difícil. Emprender, pasar mucho tiempo fuera de casa, educar a un cachorro que se ha comido medio mobiliario, torear la adolescencia de P y, sobre todo, acompañar en su enfermedad a mi querida amiga T, hasta su fallecimiento hace un mes y medio.

Es un resumen tosco de todo lo que hemos vivido. El cáncer se ha llevado a muchas personas amadas, y cada vez que alguien de mi alrededor recibe un diagnóstico, revivo todos esos procesos, y me pregunto si a mí también me va a tocar pronto. Otras dos amigas de mi grupo están en sendos tratamientos de sus cánceres, aunque por fortuna, en sus casos lo que se espera es la curación.

El caso de T fue complicado desde el principio, y tener conocimientos de medicina hace que sea más complicado esquivar la realidad. A finales del año pasado ya sabíamos que el desenlace cada vez estaba más cerca, y después de Navidad entramos en la cuenta atrás, sin una esperanza de vida definida, algunos meses con suerte, pero saboreando cada único segundo que nos quedaba juntas.

Conocí a T en la facultad de veterinaria. No fue una relación idílica al principio, T tenía un carácter complicado en aquella época, y fue justo entonces cuando comenzó a hacer terapia para entender de dónde venía ese resentimiento que sentía con el propósito firme de mejorar como persona y curar heridas antiguas. Conozco pocas personas que hayan hecho un trabajo tan concienzudo a lo largo de los años, y que hayan logrado tanto como ella. Creo que las enfermedades devastadoras como el cáncer, o bien sacan lo mejor de ti, o te llenan de amargura. T evolucionó aún más, y nos dio a todos cantidades ingentes de amor y fuerza para acompañarla en su padecimiento.

Pruebas, cirugías, visitas con los especialistas con ese miedo por lo que puedan augurar, incertidumbre, angustia… y al mismo tiempo, ratos para reír, bromas, cariño a raudales, sabiduría y aprendizaje. He hablado mucho de la muerte y la enfermedad en este blog, pienso que he dedicado gran parte de mis tribulaciones a estos temas, y que no es en vano, que debemos prepararnos para el final y aprender de los que nos preceden en el camino. Por eso, a pesar de todo el dolor, agradezco haber estado todo lo cerca que he podido de T.

Es complejo encajar la muerte de una persona joven. La hija de T aún no ha cumplido los cuatro años, y recordará a su madre a través de los que la hemos sobrevivido. Sé que T no temía morir, solo dejar a la pequeña C. Cualquier madre comprende ese terrible dolor. Y aún así, T encaró los últimos días con una sonrisa para su hija y para los demás. La vi consciente por última vez un viernes. Estuvimos hablando veinte minutos, lo que buenamente pudo. Cuando me fui, ella se quedó sentada en el sofá, mirando el jardín, pletórico en la incipiente primavera, con el sol bañando su silueta. Antes de franquear la puerta, la miré una última vez y le dije: “Te quiero”. Ella se giró para mirarme, asintió con serenidad y me susurró: “Yo también te quiero”. El lunes siguiente por la tarde me despedí de ella estando ya sedada, y tres horas después falleció.

No se me va de la cabeza ese precioso momento en el salón de su casa. Fue muy bello y reconfortante. No tuve la oportunidad de despedirme así de mi madre, mi padre o mi abuela, así que lo valoro enormemente.

T, floreta, te pienso mucho. Nos dijiste que viviésemos la vida, que la disfrutásemos. Hay días jodidos, no te voy a mentir, porque tenemos la manía de perder de vista lo importante, pero lo intentamos. Vaya si lo intentamos. Ha sido un honor tenerte como amiga y maestra de vida.

Te quiero.




viernes, 10 de junio de 2022

El arte de complicarse la vida

 

Me había hecho yo el medio propósito de cerrar el blog con mi última entrada. Por aquello de clausurar un capítulo, y porque me he imprimido todo el blog en papel, en dos libritos preciosos que son unos de los pocos objetos que salvaría de mi casa si tuviese que salir pitando con lo puesto. Y es que me encanta acabar cosas, darlas por finiquitadas y olvidarme de ellas. Pero sabía, lo sabía, que me picaría el gusanillo de seguir escribiendo (de ahí que solo fuera un medio propósito).

Dicen que lo de los blogs ya es del cretácico, que nadie los lee, y blablablá. Supongo que algo de eso hay, pero cada vez que alguien comenta que le gustaba pasarse por aquí, me emociona enormemente y es un acicate para volver a las andadas.

Y bah, ahora que tengo un rato (o me lo fabrico entre enviar facturas al gestor y asistir a una formación online), pues démosle al teclado.

Llevo ya casi medio año como empresaria de mi propia clínica. Aún estoy lejos de sacarme un sueldo, pero todo el mundo me recuerda lo de que se necesitan dos años para ver la luz al final del túnel, o más bien los euros en la cuenta bancaria. Pues nada, paciencia. Me paso más tiempo gestionando que ejerciendo, pero también va en el pack del autónomo (encantador, el pack del autónomo, está lleno de sorpresitas desternillantes, pero de eso, mejor ni hablo).

Podría escribir largo y tendido sobre todas las movidas que hemos vivido en casa en los últimos años, pero siempre he preferido que el blog fuese para otra cosa, así que me voy a centrar en mi último entretenimiento: Suertudo.

Porque si no es suficiente con emprender, pedir un préstamo para sortear los famosos dos primeros años, entrar a saco en la preadolescencia de P, lidiar con historias varias que incluyen abogados, juicios y otras muchas aventuras locas y divertidas, a mí va y no se me ocurre otra cosa que adoptar un perro. Un cachorro, en concreto. De dos meses, para ser exactos.

La motivación era loable: P echaba de menos a Perra, lo estaba pasando regular en el cole y era una forma de darle vidilla y alegría, yo también tenía ganas de tener un bicho en casa otra vez (aparte de los de dos patas), … en mi cabeza todo tenía sentido.

Y entonces vi la foto de Suertudo en las redes sociales de una protectora que sigo y pensé: “es él”. He tenido muchos animales en mi vida, pero jamás he sido yo la que los buscase activamente, llegaron o los eligieron por mí. Era la primera vez que yo tomaba la decisión, y podría decirse que fue un flechazo. Contacté con la protectora, me presenté, rellené los papeles, hice las entrevistas, y consideraron que nuestra familia era ideal para Suertudo.

Lo fuimos a buscar un sábado lluvioso, y cuando sacaron esa bola de pelo adorable y nos la pusieron en los brazos, fue indescriptible. P y su hermano se derretían de amor.

Los primeros días Suertudo disimuló muy bien. Dormía mucho y el resto del tiempo estaba tranquilo y feliz poniéndose las botas. Pero al poco de llegar reveló su verdadera personalidad, y empezó a comerse la casa. Así, literal. Y a saltar, morder cables, darle el siroco en el momento más inadecuado… como cuando intentaba darme una ducha y tenía que salir corriendo porque se había meado y cagado en el pasillo y P me gritaba para que lo ayudase a que Suertudo no se rebozase en sus excrementos (pasar el mocho con la toalla mal puesta y el pelo chorreando mientras sujetas un perro de tres meses, es un ejercicio de malabares digno del Circo del Sol, solo que en plan cutre-escatológico). Hubo momentos en los que me sentí como cuando P nació y el posparto me desbordaba: i-dén-ti-co.

Decidí hacer un SOS en toda regla a una colega especialista en etología, porque Suertudo además de comer puertas, no lleva nada bien quedarse solo y me lo tengo que traer al trabajo cada día y puede decirse que desde entonces la cosa ha mejorado bastante. Aún queda mucho por pulir, pero ya no parezco una desquiciada salida del frenopático. En realidad, me estoy haciendo famosa en el barrio, porque llevo una bolsita con pienso colgando perpetuamente de mi pantalón, y voy con Suertudo arriba y abajo tratando de educarle, y dándole sermones mientras él pega un bote detrás de una paloma y yo salgo despedida desparramando bolitas de pienso como si fuera una estrella fugaz.

Como además el cabrito es una monada, de media unas treinta y cinco personas se acercan para hacerle mimos en el trayecto trabajo-casa, que yo normalmente hago en siete minutos, y que con Suertudo no baja de cuarenta. Y la conversación es siempre la misma: “¡Qué mono!, es joven, ¿verdad?, ¡y vaya patas!, ¡se hará enorme!”. ¿He dicho ya que buscaba un perro medianito? Mr. X no para de cachondearse de mi ojo clínico para elegir un perro medianito.

En fin, en realidad mi móvil rebosa de imágenes y vídeos de Suertudo. Porque me ha complicado la vida, no voy a decir que no, pero también la ha hecho más divertida. Y en general (y que él no me oiga), mejor.



 

lunes, 8 de noviembre de 2021

La madrastra de Kurt Cobain


En realidad, no tengo ni idea de si Cobain tuvo madrastra o no, pero me sirve de punto de partida para volver a pasarme por aquí. Que lo otro sería dejar el blog sin más entradas y Santas Pascuas, que decía mi abuela. Pero a mí me da un nosequé no publicar más. Tampoco escribo para retomar el hilo y volver a la blogosfera (si es que aún existe). Escribo porque lo echo de menos, porque ha pasado casi un año desde la última vez que redacté una entrada, y porque si queda algún lector, lectora, lectore, que me siguiese, me apetece dar señales de vida.

Me he pasado los últimos meses estudiando y actualizándome al máximo de lo mío porque, cosas de la vida, en dos semanas (hace un trimestre que digo “en dos semanas”), abriré mi propia clínica veterinaria. Cualquier emprendedor/empresario sabe lo que eso significa en tema de permisos, obras, y otros miles de decisiones importantes a tomar. Mr. X me ha dado alas, empuje y fe en mí misma para liarme la manta a la cabeza. Yo soy más bien de naturaleza medrosa. Y en relación a lo que leía hoy en el newsletter de Amaya Ascunce, algo del síndrome de la impostora también hay (gracias, Amaya, porque siempre que te leo aprendo y me recuerdas por qué me gusta escribir).

Me he hecho un tatuaje, o más bien me lo ha hecho la hije de Mr. X. Otra novedad de la vida: ahora tengo una hijastre y me he metido de lleno en el mundo queer (estoy aprendiendo, me cuesta interiorizar conceptos, pero lo hacemos, Mr. X y servidora, lo mejor que podemos). También tengo un hijastro rockstar, de ahí viene lo de Kurt Cobain, aunque el retoño de Mr. X solo comparte con Kurt algunas influencias musicales, en todo lo demás es otro tipo de rockstar. Mi otra hijastra ha terminado la carrera, va por su segundo master y cada vez tenemos más y más en común. Soy una madrastra afortunada.

Y por supuesto, sigo ejerciendo mi maternidad con P en medio de una adolescencia galopante, para lo bueno y para lo malo. En cualquier caso, me siento menos dueña de nuestras historias para compartirlas por estos lares. Mi visión de lo que es ser madre ha evolucionado mucho desde la primera vez que publiqué aquí una entrada. Menos naif, más real, más consciente, no solo de mi realidad, sino de la de todas las mujeres con las que comparto (o no) este camino. Quizás, es solo que cumplir años añade perspectiva a la existencia y a la forma en la que vemos y nos relacionamos con lo que nos rodea. Y también añade canas. Aunque he descubierto que me resisto a teñirlas. Yo, que cuando empezaron a aparecer las arrancaba sin piedad (ahora me quedaría medio calva). Aceptar el envejecimiento es un temazo, como decimos con mis amigas. Me gustaría afirmar que lo llevo divinamente, pero me conformaré con decir que estoy en ello.

En fin, que la vida es intensa, que trato de tener un conocimiento más franco de mí misma para mejorar mi relación con los demás, y aún y así me descubro buscando excusas para mis defectos.

No sé si el recorrido de este blog acabará aquí, o me dará por volver a publicar, pero sea como sea, ha sido un placer.




martes, 24 de noviembre de 2020

Lo que puedo, y lo que no puedo decirte


No puedo decir que fueses candidata a Perra del Siglo, porque aún guardo un nada grato recuerdo de todos los bichos que te cargaste en tu época dorada de cazadora de todoloquesemovía.
Tampoco puedo declarar que fueses la más sociable; sacarte a pasear cuando estabas sana y lozana era un deporte de riesgo, y me obligabas a buscar las horas más intempestivas para no cruzarme con ningún otro can del barrio (gracias, sordera y ceguera seniles, por facilitarnos las cosas).
Desde luego, nadie en su sano juicio puede aseverar que no fueses la más plasta del mundo a la hora de nuestras comidas, husmeando cualquier átomo de alimento que se nos cayese del plato, echándonos el aliento encima y cuando todo fallaba, rascándonos con la pata para pedir limosna.

Todo eso, Whity querida, no lo puedo decir.

Pero sí diré, ahora que ya no estás, que el silencio en casa cuando se queda vacía me parece abrumador. Que cada vez que entro y no te veo venir bamboleando las caderas para decir hola, se me escapan las lágrimas. Que no tenerte echada frente a la puerta de la cocina mientras ando entre fogones me llena de soledad (y además, he descubierto lo efectiva que eras lamiendo el suelo cuando me daba la vuelta para buscar algo, ahora me toca barrer cuando termino de guisar). Que echaré de menos tu pelo fino y dorado, aunque me tuviese frita encontrarlo hasta en los calcetines. Que has sido la mejor compañera para P, que por las mañanas nunca se iba sin sentarse a tu lado y susurrarte cosas bonitas al oído. 

Si te diré, Whity querida, que honraremos tu memoria, que fuiste buena y cariñosa, y que el amor que sentimos por ti, nos ha hecho mejores personas.

                                  









 

miércoles, 28 de octubre de 2020

Confina-dos, tres, cuatro, cinco

Cuando el doce de marzo nos dijeron que al día siguiente los niños no iban a la escuela y todo apuntaba a un confinamiento más o menos largo, mi jefa me propuso tomarme unos días de vacaciones (que finalmente fueron un mes entero) y Mr. X y yo nos planteamos como afrontar la etapa. Por fortuna, la casa familiar en las afueras de la ciudad estaba disponible, y el sábado por la mañana hicimos las maletas y nos fuimos allí. He de decir que con el coche lleno hasta la bandera despertamos las suspicacias del vecindario, y por las miradas de soslayo que nos dedicaban, más de uno debió pensar “otros que se van a su segunda residencia”. Lo cierto es que repartimos nuestro tiempo entre la casa de la ciudad y la de las afueras, que está en medio del bosque, a apenas siete quilómetros del piso. Una joya escondida entre la maleza, un regalo que pudimos disfrutar los cinco: Mr. X, P, su hermano O, su hermana A y yo misma. 

La casa está en una zona tranquila, a más de medio quilómetro de la carretera más cercana, un pequeño oasis rodeado de floresta a medio camino entre la ciudad y el pueblo más cercano. Habíamos estado el fin de semana anterior, pero aún así la casa estaba fría. Decidimos no tirar de calefacción, que funciona con gasoil y habría costado una fortuna, y parte de nuestras tareas diarias consistieron a partir de entonces en ir a buscar madera al bosque, cortarla, y disponerla para la estufa de leña. 

Las primeras noches me costaba conciliar el sueño. Por lo extraño de la situación y porque el silencio era absoluto. Pero muy absoluto. Normalmente se oye algún coche a lo lejos en la carretera. Nada. Silencio abrumador hasta que con el amanecer llegaba la sinfonía de pájaros piando con los primeros rayos de sol (parecía toda una rave de la naturaleza). Me despertaba la primera, encendía la estufa, dejaba salir a Perra a husmear el rocío de la mañana y hacer sus necesidades, y tomaba un té en silencio leyendo -o viendo Netflix, seamos sinceros y estropeemos un poco lo bucólico de la imagen- hasta que algún otro habitante amanecía, no antes de las nueve de la mañana. 

Aunque se recomendaba mantener rutinas parecidas a las habituales, nos lo pasamos bastante por el forro. P se levantaba cuando su cuerpo serrano ya no podía aguantar más en horizontal y nos acostábamos todos tarde. A decir verdad, las noches eran lo más divertido. Cenábamos viendo una serie en la cadena autonómica y después, si había quorum, jugábamos al pinacle hasta que alguno lograba fulminar al resto. Enseñé a P a elaborar refrescantes San Franciscos sin alcohol, y se convirtió en el barman oficial del lugar. 

En mi día a día suelo caminar bastante, y la segunda semana vi que los valores del podómetro de mi teléfono caían en picado, así que me propuse poner remedio a la situación. Aunque al principio podíamos salir a pasear por el bosque (después nos lo prohibieron), yo no solía hacerlo. Por un lado, Mr. X seguía trabajando y yo me quedaba sola con la juventud y sin coche. Por otro, fuera de la propiedad la cobertura es mínima, y me he acostumbrado a deambular escuchando podcasts, en concreto los tres del cuarteto calavera formado por Juan Gómez-Jurado, Arturo González-Campos, Rodrigo Cortés y Javier Cansado (es decir, Cinemascopazo, Todopoderosos y Aquí hay dragones), por lo que me tenía que quedar en el jardín para pillar algo de señal. Dadas las circunstancias, lloviese, hiciese un frío de tres pares o el sol me abrasase la piel, cada día salía dos horas a caminar alrededor de la casa. Y no es un edificio tan grande, tardaba minuto en dar una vuelta corta y dos y algo en dar una vuelta larga (según los árboles que esquivaba). Acabé conociendo cada nido en las ramas, cada arbusto escondido, y cada grieta en la pared. Y qué bien me lo pasé. Al cabo de una semana, mi recorrido quedó marcado en el suelo, aplastando la hierba y abriendo un surco en las zonas pedregosas. Un poco hámster en la rueda, pero para mí, del todo relajante. Eso, más los ratos de lectura, escritura y dibujo fueron mi terapia particular. 

Nuestro periplo del confinamiento no estuvo exento de contratiempos que amenizaron las jornadas. Se atascaron las cañerías y eso supuso levantar medio jardín (menos mal que un “vecino” manitas nos echó una mano y se encargó de las obras, cosa que alteró mi recorrido hamsteriano y me obligó a incorporar saltos y filigranas a mi andadura); cuando se activaron las clases online nos dimos cuenta de que la conexión no daba de sí y solicitamos que nos instalasen fibra óptica (algo que, milagrosamente, al final conseguimos) y Perra tuvo achaques varios que superó perfectamente (menos mal que en casa, de bichos, algo sabemos). 

Gracias al whatsapp mantenía contacto diario con mi abuela, que en la residencia dejó de poder recibir visitas, y también con el resto de amigos y familia. Hacíamos llamadas grupales semanales y eso nos permitía estar conectados con el exterior. Además, las nuevas tecnologías nos posibilitaron mantenernos en forma haciendo deporte online con el dojo de P y con mi amiga yogui Eli

Seguíamos las noticias lo justo y necesario para estar informados de la normativa vigente según se actualizaba, pero nada más (y mantenemos esa tónica). Nos perdimos la hora de los aplausos en los balcones, y la camaradería vecinal, pero somos conscientes de que nuestro confinamiento fue privilegiado. Y una oportunidad de oro para hablar muchísimo en familia de varios temas pendientes, algunos más dolorosos que otros, pero todos terapéuticos y sanadores. 

En mi caso, lo que me costó más sobrellevar fue la educación online. Quien me conoce sabe que suelo disponer de una paciencia considerable. Pues con P y los deberes queda demostrado que será ingente, pero no es infinita (vamos, que con P es una puta mierda de paciencia). Él, las tareas y yo formamos una combinación explosiva que ni la Coca-Cola y los Mentos. En fin, corramos un estúpido velo, porque lo cierto es que P acabó el curso muy dignamente y haciendo los dos un esfuerzo por no enviar a cagar al otro cada dos minutos. 

Pasado el primer mes yo retomé mi trabajo con visitas programadas y encadenamos el confinamiento con el verano, con lo que pasamos medio año entero seguido en la casa. Ver el paso de las estaciones a través de los cambios en la vegetación y en el comportamiento de las aves, insectos y demás criaturas fue una experiencia que disfrutamos sobre manera. Eso sí, una vez acabado el estado de alarma, los jóvenes pusieron pies en polvorosa. Ellos aún necesitan volar y conocer, y salir, y socializar, y explorar. Yo, en el pequeño mundo boscoso alrededor de la casa, con mi gente y mis ratos de introspección, ya soy feliz.

      










jueves, 15 de octubre de 2020

Lo que el coronavirus se llevó


Si en vez de escribir en un blog, fuese yo instagrammer o videoblogger, supongo que lo acertado sería comenzar con una inspiración profunda, soltar el aire poco a poco, y preguntarme -retóricamente- por dónde retomar el hilo. 


Lo que sí tenía claro era el lugar en el que estaría escribiendo esta entrada: un bar tranquilo de Barcelona, mientras P está en la escuela, aprovechando las horas que ahora me han quedado libres desde que hace unas pocas semanas cerrase definitivamente la consulta donde ejercía de veterinaria. El coronavirus no ha sido el causante del cierre, pero desde luego no ha ayudado. Por fortuna, puedo permitirme unos meses para redefinir mi vida profesional y retomar la escritura, algo que echaba mucho de menos.

Han sido meses extraños, y cuando me siento extraña me cuesta un mundo ponerme a redactar nada, a pesar de conocer el poder terapéutico que tiene para mí escribir. Supongo que necesito tener digerido y procesado lo que me ocupa la mente para poder empezar a ponerlo en palabras. Nos confinamos durante meses en la casa familiar en las afueras, a quince minutos en coche del trabajo de Mr. X, pero aislados en medio de la floresta. Mr. X no dejó nunca de trabajar, yo sí durante algunas semanas, y me encargué de la logística en la casita del bosque. Más tarde me reincorporé, y el verano trajo algo de libertad y el retomar el contacto social. Trajo un poco de playa, sol, baños sanadores… pero también trajo la muerte de mi abuela, y apenas un mes después, la de mi tío.

No me apetecía para nada volver aquí en las primeras fases del duelo, cuando es más fácil caer en el tono trágico y regodearse en la -justificada-tristeza. Un buen amigo me dijo que hablase de mi abuela cuando pudiese homenajearla como merece recordándola con alegría. Y por extensión, así quiero hablar de las pérdidas de estos meses, porque todo se transforma, cambia, evoluciona, y ahora me siento en un lugar privilegiado, con tiempo para hacer cosas que tenía pendientes, disfrutar de esas horas que me ha cedido el cierre de la empresa y, porque no, volver al blog.




miércoles, 22 de enero de 2020

Entretenimientos domésticos



Los años no perdonan, y bien lo sabe Perra, que ya ha cumplido catorce, y aunque no lo parezca va medicada hasta las trancas por culpa del lupus que arrastra. Fruto de su adicción a la cortisona (y de su forma de ser también, no nos llevemos a engaño), es una tragaldabas caminante que se zampa todo lo que encuentra por el suelo o en tu mano si por casualidad queda al nivel de su morro. Ergo cada dos por tres nos regala una diarrea de intestino grueso de libro (me ahorraré los detalles técnicos).

Pero no solo ella padece de alteraciones gastrointestinales en mi queli querida.

Domingo por la tarde tras pasar el día en la exposición de legos. ¿A qué quiere jugar P? A legos. ¿Quién tiene que ayudarle a fabricar un furgón blindado? La menda. Así que en un alarde de compromiso parental, me dispuse a echar una mano a mi churumbel con sus construcciones. El resto del cuadro lo conformaban Mr. X, que con unas horrorosas gafas redondas adquiridas en el Tiger para poner remedio a la presbicia, se peleaba con el PC y las cuentas del mes; la hermana mediana de P, A, que a falta de espacio en nuestro minúsculo hogar, ha adoptado la costumbre de apalancarse en el lavabo pequeño con su ordenador para escuchar música mientras diseña, dibuja o se comunica con sus congéneres vía cibernética; y por último el hermano mayor de P, O, que miraba alguna serie netflixiana en su móvil aposentado en el sofá.


Ya que tenía que ponerme creativa con los ladrillitos de colores, me entraron ganas de escuchar música, y desde que nuestra tele ha digievolucionado y podemos acceder a Youtube, la uso a modo de aparato musical. Últimamente he taladrado bastante a mi familia con La flauta mágica de Mozart, y cuando sugerí poner la ópera de nuestro colega austríaco me saltaron a la yugular (no los culpo). Mr. X propuso pasarnos a compositores alemanes y me decidí por La novena sinfonía de Beethoven. Enterita. Hubo quejas, pero me las pasé por el forro, directamente.

A nivel del segundo movimiento, Mr. X y yo empezamos a tararear y P protestó enérgicamente (siempre que uso esta expresión me acuerdo de Demi en Algunos hombres buenos). Entonces O comenzó a quejarse del volumen y de que la música le estaba alterando, y eso me resultó sospechoso, porque Dvořák o Wagner están entre sus preferidos, y los tipos, tranquilitos en sus composiciones tampoco eran, pero seguí pasándome las quejas por el arco del triunfo ya que nos acercábamos al cuarto movimiento, mi predilecto.

A estas alturas O se había incorporado y empezaba a tener un tono facial cetrino. Se mascaba la tragedia, pero yo estaba inmersa en el coro de voces que te acercan a ese final tan apoteósico que nos regaló Ludwig. A todo esto O seguía con la letanía de lamentos, que si me estoy mareando, que si Beethoven no me está sentando bien… y yo, cuando me aproximo a un clímax musical no estoy para historias, así que le recomendé que vomitase, que es lo que parecía que le pedía el cuerpo, y seguí a lo mío. En esos minutos mágicos en los que los violines te llevan a toda mecha hasta la colosal explosión del coro, O se levantó de un salto y corrió al son de la música hasta el lavabo pequeño con la intención de vaciar su convulso estómago, para descubrir al abrir la puerta que A estaba apalancada con el ordenador. Giró a toda velocidad hacia el otro lavabo –en cuya trayectoria estábamos P y yo haciendo legos-, y en el mismo instante en que el orfeón entraba con toda su potencia, O vio que no llegaba, y propulsando su cuerpo hacia adelante, un arco de vómito se dibujó en el aire cual arcoíris infecto para acabar estrellándose en el suelo del comedor, a escasos centímetros de la puerta del lavabo, y resultando damnificadas en el proceso la esterilla de la ducha y varias piezas de lego que reposaban esperando su turno para entrar en el juego. P y yo no nos quedamos a escuchar más arcadas (ni el resto de la Oda a la alegría), dado que tanto mi churumbel como yo somos muy empáticos con eso de potar, y nos hubiésemos unido a la juerga en unos segundos. Huimos despavoridos a la cocina en busca de asilo político mientras encomendábamos a Mr. X, que en ese momento estaba haciendo bombones de chocolate, que se encargase de retirar los restos de pasta con trufa blanca mal digeridos que estucaban las superficies de nuestro comedor.

Hice un intento de asomarme a echarle una mano, pero fue breve, porque el ácido clorhídrico al aroma de trufa sacudió mi pituitaria y mi estómago se contrajo, así que huí de nuevo. Pero pude ver por el rabillo del ojo que O sacaba el hígado en el váter, que Mr. X empezaba a recoger el desaguisado y que Perra… ¿adivináis? Sí, la misma que cuando le pongo el bol de pienso lo olfatea con desgana y se larga muy digna ella como diciendo que lo que le sirvo es bazofia, la mismita, se estaba pegando un atracón de vómito.

Por fortuna, aunque un trozo de fuet cazado furtivamente le de cagalera una semana, la tapita de arcadas no causó males mayores.

Y esa, en resumidas cuentas, es la forma en la que pasamos los domingos por la tarde.