miércoles, 16 de septiembre de 2015

De campamentos


Verano es sinónimo, especialmente desde que nació Peque, de pasar varias semanas en la casa de campo de la familia de Mr. X. Es tradición que tanto su madre como algunos de sus hermanos y/o sobrinos se turnen para disfrutar allí del período estival, convirtiéndose en una especie de convivencias caseras.

Lo cierto es que es una casa con solera, con personalidad propia, y con una historia que no me corresponde a mí explicar, pero que posee todos los ingredientes de un buen culebrón (y le tengo cariño porque, ejem, fue nuestro picadero particular cuando Mr. X y yo empezamos el cortejo).

Cada año descubro cosas nuevas en ella, y tiene un encanto que no pasa desapercibido a los que exploran la zona, que por cierto es un área cercana a la ciudad pero a la vez boscosa y agreste, una isla verde que cuesta creer que tengamos tan próxima.

Ya he explicado que vengo de un núcleo familiar reducido. Crecí como hija única, y mis padres fueron tirando a sedentarios y reposados. No asistí a campamentos, no tenía un pueblo al que acudir cuando acababan las clases… Disfrutaba de mis salidas puntuales con amigos y el resto de tiempo leía, escribía, etc.

Pero claro, una va y se enamora de un miembro del Clan X y la cosa cambia. Para empezar porque Mr. X ya traía tres niños en la mochila, pero el resto de su familia no es moco de pavo. Tres hermanos y todos con churumbeles varios. Además, a mi suegra le gusta el bullicio y la algarabía y tanto le da cocinar para cinco (cuando somos poquísimos) como para veinticinco, y los invitados, vengan del lado que vengan, siempre son bienvenidos. Así que el follón está servido.

Ni que decir tiene que he acabado disfrutando como una camella de esas comidas veraniegas de veinte en la pérgola, de esas cenas escandaleras de treinta y tantos, de las pelis nocturnas al aire libre para los que aguanten el tipo, y de los desayunos eternos en la cocina en los que estás de cháchara con la suegra mientras empieza a preparar la comida al tiempo que madrugadores y marmotillas van apareciendo en escena para explicar sus sueños y desvelos.

No deja de sorprenderme lo bien que funcionan las cosas siendo tantos y tan distintos. Está claro que a veces hay roces y hasta alguna bronca, pero doy fe de que es la excepción y no la regla. Y se compra cada día, se cocina (ahí mi suegra siempre está al pie del cañón), se limpia, se ponen lavadoras, se tienden… Se hace todo sin necesidad de calendarios que programen las tareas. Todo fluye de un modo que me pasma y el engranaje de la convivencia aprendida a lo largo de tantos años se lubrica con amor y respeto.

Peque tiene suerte de pertenecer a este lugar. De explorar sus confines, de conocer sus rutas secretas, de convivir con tantas personas de las que aprender, de poder estar en contacto con la naturaleza, de descubrir bichos nuevos y ayudar en la cocina recolectando las plantas que crecen en el jardín.

Por poner una pega, que no todo va a ser bucólico-pastoril, ese yo que creció con tendencia al recogimiento y ensimismamiento, echa de menos de vez en cuando un ratillo para disfrutar de la casa a sus anchas y sin tropezarse con nadie. Por eso, cuando una tarde de agosto los astros se alinearon para que eso ocurriera, yo ni me lo creía. Peque se iba con una tía de excursión, Mr. X curraba, mi suegra se iba con una hija a comprar a la ciudad y el resto de la gente lost in combat. A mi suegra le daba cosa dejarme sola, y yo le decía con carita de no haber roto un plato: “no mujer, ya me entretendré con cualquier cosa, no sufras”.

Así que cuando cerré la verja tras el último coche que se largó del lugar, me repanchingué en una tumbona al sol, le di un sorbo al refresco burbujeante que me había servido, y no pude evitar acordarme del bueno de Tom.





                                         










lunes, 14 de septiembre de 2015

El delfín


Érase una vez que se era, una Mo navegante. Resulta que unos amigos nos invitaron a pasar el día con ellos en un velerito que habían alquilado para fondear en la Costa Brava. Aceptamos en cerocoma. Bañarte en calas recónditas sin tener que pasar por el martirio de la arena me parece un lujo supremo. El día era inmejorable (aunque el poco viento no permitió hacer uso y disfrute de la navegación a vela...). Partimos a las once de la mañana rumbo a las Medes e inauguramos la travesía con un piscolabis de patatillas y vermutejo. Bueno, para mí refresco de cola. Es cierto y conocido que me he quitado bastante de la Coke, pero teniendo en cuenta mi lamentable estado debido a una resaca bastante épica, la soda era casi por prescripción médica.

Me la bebí en un pispás. Y como mis riñones funcionan a las mil maravillas, ipsofactamente noté como mi vejiga se hinchaba. Primero con sutileza, después a lo japuta. Odiosa sensación. Pero estábamos alejados de la costa y el WC no funcionaba. Percatándose de mi incomodidad, el capitán me dijo:

-Oye, que no pasa nada. Paro un momento, te tiras al mar, descargas y subes. Pero pilla un cabo, que si no luego no podrás agarrarte a la escalerilla.

A pesar del microsegundo de duda por la advertencia agorera, obedecí sin darle muchas vueltas y salté por la borda (con el cabo, por supuesto). Qué fresquillo y qué placer poder mear. ¿Poder mear? ¿Dónde estaba mi orina? Ahhh, claro, que me estaban mirando todos desde babor. Y una es de uretra tímida y escurridiza. Concentrarme en no soltar el cabo, mantenerme a flote e ignorar los ocho ojos puestos sobre mí fue demasié pal body.

Me concentré y reconcentré, mandando órdenes enérgicas a mi vejiga e incluso visualizando el proceso, pero la orina se negó a abandonar su cavernoso escondite. El capitán tenía la ruta calculada y yo estaba demorando el trayecto, así que me dijo:

-Si eso, vamos a ir tirando, ¿eh? Tú mantente bien agarradita al cabo y deja que todo fluya, jejeje...

Mi amiga T apostilló con retintín:

-Venga Mo, ¡a hacer el delfín!

Y vaya si lo hice. Pandilla de cabrones (con amor). En cuanto el barco se puso en marcha noté un estirón en la muñeca y empezaron a arrastrarme sin escrúpulos mientras seguían de cháchara copichuela en mano. Menos Peque, hijo de mis entrañas, que me miraba desde arriba con una mezcla de curiosidad y extrañeza, como si observase algún tipo de animal exótico haciendo piruetas (lo cual no se alejaba mucho de la realidad).

Ahí estaba yo, con la vejiga reventona, remolcada por un barco y con dificultad doble añadida, porque si miraba hacia adelante me tragaba todas las olas de cara y me ahogaba, y si me giraba dando la espalda a la barca toda la melena me venía adelante cubriéndome el jeto y asemejándome a la niña de The ring versión Marineland.

Aguanté unos minutos más repitiéndome cual mantra: “mea, mea, mea”. Pero al final la ridiculez de verme tirada cual lata de coche de recién casados pudo con todo y pedí a grito pelao que me dejasen subir. Al fin y al cabo, si aquello no salía no podía ser tan urgente.
Eso sí, al llegar a la puta cala me lancé al agua, busqué un rincón sin testigos y mee durante cinco minutos seguidos. Ríete tú de las corrientes de agua calientes.

Ja.






jueves, 10 de septiembre de 2015

Nuestro verano


Ir en teleférico. Navegar a vela. Volar de nuevo a Canarias y con todos sus hermanos. Abrazar a un delfín. Explorar cuevas guanches. Ir en Vespa. Y en bici. Y en furgo. Aprender a nadar (¡chiquipunto para la sufrida monitora! –yo-). Ayudar a pintar una habitación (y tunear sus bambas nuevas, mecagoentodo). Bailar. Parlotear con sus tías hasta dejarles las neuronas secas. Jugar con sus primos. Hacer “arte natural” (básicamente parques de atracciones para hormigas). Dibujar mucho. Saltar. Alucinar con burbujas mutantes que vuelan, crecen, se multiplican hasta el infinito e invitan a soñar. Hacer posavasos plasticosos con abalorios que se planchan (lo reconozco, en el fondo lo compré para mí y jugué más yo). Acostarse a las mil y despertarse también (¡oh yeah!) indecentemente tarde. Ir a “Barcelona chiquitita”. Tirarse en tirolina (y no romperse la crisma). Ducharse solo. Pasear por dunas hipnóticas. Mirar fotos antiguas y familiarizarse con sus raíces. Saltar olas gigantes. Hacer muchas excursiones. Cantar (con especial énfasis: "La lechuga está pocha", nuestra canción del verano, hay que ver lo diferente que era la versión de mi época). Comer –demasiados- helados. Repasar el catálogo de parasitosis infantiles albergando en su ser piojos y lombrices (y al mismo tiempo… un festival). Ver muy poca tele (¡conseguido!). Jugar con perros, gatos y escarabajos. Hacer de hermano mayor con los bebés de mis amigas. Emular al Capitán Nemo observando peces desde el fondo del Nautilus. Llorar, reír, encabritarse, volverme loca, dejarme descansar mucho más que otros años, amarme y odiarme a partes iguales.

Así ha sido el verano para Peque. El mío ha sido parecido, pero me he ganado una rodilla lesionada pendiente de arreglo (fruto de un choque lateral de la bici de Peque contra la mía y de mi salto acrobático por encima del amasijo de ruedas) y un colorcillo moreno cubanoide que hacía años que no pillaba.


Ya tenía ganas de aporrear el teclado. ;)