jueves, 29 de noviembre de 2018

¿Quién necesita The Walking Dead?


Netflix me ha abducido. Aún recuerdo aquel momento en el que me negaba a tener Whatsapp, porque sabía que mi elevada capacidad adictiva me llevaría a usarlo sin freno –no me equivocaba-. Desde entonces la ruta hacia el abismo de la adicción, vía los sacrosantos gigas de datos que alberga mi dispositivo móvil, me han llevado hasta donde estoy ahora.

Pero bueno, no he venido a quejarme, algún día me redimiré. La cosa es que Netflix es mi aplicación preferida –por ahora- del mundo mundial, con permiso de Spotify, y aunque las pelis no son precisamente su fuerte, últimamente me he dado a ellas para no engancharme de nuevo a otra serie de doscientas veintiocho temporadas con “n” capítulos cada una, que te obligue (sí, obligue) a trasnochar cuando decides ver solo-otro-capítulo-más.

Como el invento del demonio conoce tus preferencias, te va poniendo caramelitos en la boca. Y yo pico, vaya si pico. Últimamente me ofrece más títulos de terror, aunque ese nunca ha sido mi género favorito. Inciso de mi mente: desengáñate colega, tú no tienes un género preferido, todo el puto cine es tu favorito, aunque sea la mi—da más abyecta acabas tragándotela… Fin del inciso. Hay que reconocer que algo de la afinidad de mi madre por las pelis de miedo debe haberme calado, porque de vez en cuando me doy el capricho de pasar una horita y pico de cague absoluto. No en vano la ciencia ha demostrado lo saludable de acojonarse un rato de forma controlada.

Sea como sea, voy a tener que quitarme. Resulta que algunas noches vivo mi propia historia de miedo, y no es plan de llegar ya sugestionada a la madrugada.

Peque lleva unos meses durmiendo en su nueva habitación, cercana a la nuestra. Le encanta ese pequeño espacio privado que no tiene que compartir con sus hermanos, y se va a dormir tranquilo (eso sí, no puede falta un cuento por mi parte; estoy ya de todos los clásicos hasta el moño, y eso que los tuneo que da gusto… pero empiezo a quedarme sin repertorio, lo cual no es tan raro si pienso que llevo cerca de dos mil quinientas noches como cuentacuentos privada). La noche empieza bien. Cuento, alguna risa o confesión antes de que Peque caiga rendido, y yo que me levanto sigilosamente para meterme en mis aposentos (y darme a Netflix). Veo uno o catorce capítulos de marras, exilio el móvil a la oscuridad del comedor y me entrego a los brazos de Morfeo. De pronto, noto un roce. Algo que presiona mi brazo primero con timidez y luego con insistencia. Abro los ojos despegándome de ese sueño de playas caribeñas tan molón que estaba teniendo, y a mi lado, cual Nosferatu venido a menos, una figura de ojos saltones me observa acechante para susurrar… “mamiiiii”. Ni las gemelas del Overlook me asustan más que Peque cuando se desvela por la noche y decide hacer una excursión hasta mi cama. Anteayer debía tener los chacras alborotados por haber visto Cargo porque cuando mi hijo apareció pegué un alarido nivel alma torturada del inframundo que hizo que el pobre crío saliese corriendo despavorido, más acoquinado que antes de incursionase en nuestra habitación en busca del remanso de paz que le tenía que haber ofrecido su madre.

Netflix, lo que había entre tú y yo tiene que acabar. Lo de miedo, digo. De lo demás, barra libre.