martes, 22 de diciembre de 2015

Navidad again


Las Navidades se han ido acercando y las he visto venir sin demasiadas expectativas. En ningún sentido. Suelen ser fechas amargas para los que echamos en falta a los que no están, pero ellos me dejaron tan buenos recuerdos de estas celebraciones que no me sentía muy identificada con ese pesar. Ahora que las tengo encima escuece algo más, la verdad. Por eso, imagino, no me sale un post decente, porque todo tiene un poso de nostalgia demasiado grande. Y a mí lo que me apetece es un poco de cachondeo para solazar el alma, qué le vamos a hacer. Así pues, unamos las inconexas ideas que navegan por mi mente en esta extraña entrada navideña.

Ayer Peque se olvidó de mirar su calendario de Adviento. Creo que este año no he conseguido motivarlo tanto como el pasado, claro que está más ocupado tratando de averiguar cómo carajo se lo monta un tronco con ojos pintados y barretina para comer golosinas, digerirlas, y transformarlas en heces que son regalos. No le culpo.

Una de las actividades que nos ha proporcionado el calendario ha sido ir al cine. Con las pelis infantiles no suelo interesarme por el argumento, el factor sorpresa le da un puntillo emocionante al tema. No teníamos mucho donde escoger, así que Peque, yo, y las japutas de mis hormonas en pleno reglazo nos metimos a ver El viaje de Arlo con dos bolsas de palomitas. Acabé sonándome con la bufanda porque las mangas de mi camiseta no absorbían más mocos y/o lagrimones. A pesar de haber leído varias críticas negativas, a nosotros nos encantó (ni que sea sólo por el tremendo efecto terapéutico de la llantina, para mí valió la pena verla).

Por otra parte, en mi caso Papá Noel se ha adelantado y ha puesto el yoga en mi vida. De momento seremos amantes durante ocho semanas. Más adelante, la logística y la economía decidirán si lo nuestro ha sido un romance pasajero o si va en serio. Por ahora estoy en fase de enamoramiento. Aunque, debo decir, que por mucho que me meta en el papel, me sienta yogui hasta la médula, haga el gato-vaca y diga namasté, cuando mi profe (genial, por cierto) hace sonar las campanillas, tengo que luchar contra mi yo canalla para impedir que la risita floja que me nace en las entrañas no se convierta en un descojone sideral por la esterilla.

En fin, la Navidad. Si cierro los ojos puedo ver a mi padre bajándome el árbol del altillo para que lo monte, a mamá buscando su disco de villancicos franceses, a mi abuela preparando el caldo y a mis tíos haciendo el ganso. Puedo recordar el sabor del asado alemán, las kartoffelknödel y las tradicionales galletas. Puedo evocar las risas, la emoción, los abrazos y el amor.

Ahora me toca a mí forjar esos recuerdos para que Peque los atesore. De momento ha aprendido un villancico “alternativo” que me enseñó mi abuela:

“Ande, ande, ande, la Marimorena, ande, ande, ande que es la Nochebuena:
En el portal de Belén hay un viejo haciendo botas, se le escapó la cuchilla y se cortó las pelotas”.

A voz en grito, en el bus y a hora punta. La próxima vez a ver si le enseño algo que no me deje en ridículo.

Por si no vengo por aquí en unos cuantos días, que paséis unos días maravillosos en la mejor compañía posible. Comed, reíd y celebrad. Como tiene que ser.

Ah, se me olvidaba. Fueron varias las peticiones, así que espero que mi regalo os haga ilusión. Ojalá pudiese enviar un paquetito a cada uno de vosotros, pero no me da la producción para tanto, así que sortearé entre todos los que dejéis un comentario y seáis de los habituales de estos lares, un pequeño lote de mis -nuestras- galletas de Navidad. Os dejo hasta fin de año para apuntaros.


¡Feliz Navidad!




lunes, 30 de noviembre de 2015

Empezar



Ser hija de dos personas carismáticas y creativas implica haber recibido una herencia que va más allá del amor y aprendizaje vital que me dieron mientras me acompañaban.

De mi madre he heredado una colección de más de ciento setenta lienzos. Me ha llevado años revisar toda su documentación, seleccionar la primordial y fotografiar y catalogar por tamaño y técnica su obra. Algunos cuadros los han adquirido personas cercanas, pero me quedan muchísimas creaciones, y no quiero que se queden en un almacén. Barajé la opción de organizar una exposición, pero no acabó de cuajar por diferentes motivos. Ahora estoy planteándome alternativas.

A veces me ponía al lado de mamá a dibujar. Ella decía que se me daba bien, pero nunca sentí el gusanillo de seguir, aunque de vez en cuando me apetezca hacer garabatos y no estén mal del todo. Si por mis venas fluye la sangre artística pictórica de la familia, me temo que me quedaré sin explotar su potencial.

Papá, desde hace muchos años, se pasaba los dos últimos meses del año fabricando galletas y dulces para familiares y amigos. Era un clásico. Los allegados empezaban a preguntar cómo andaba la producción por estas fechas para no quedarse sin su bolsita. Yo siempre decía que lo ayudaría, pero por una razón u otra, no encontraba el momento.

Cuando papá se puso enfermo el año pasado, y ambos sabíamos que no iba a sobrevivir, sacamos algunas horas para traducir sus recetas del alemán. Él se sentaba abrigado con su bufanda, y yo a su lado tomaba notas con el ordenador. Creo que aún puedo oírlo: “No olvides añadir una pizca de sal, aunque la receta sea dulce”.

En octubre empecé a plantearme si iba a elaborar las galletas este año o no. Por un lado me vencía la pereza (es mucho, pero que mucho trabajo), dudaba de mi capacidad para hacerlas bien y sentía un puntito de dolor. Por otro, sabía que era una forma de rendirle homenaje, y que no costaba nada intentarlo.

Pasó octubre, y no abrí el libro de recetas.

Llegó noviembre, y pensé “bueno, abro el recetario y me hago una idea de los ingredientes que necesito para las más sencillitas, sólo un par de hornadas”. Esa tarde fui al supermercado con Peque y compré lo básico. El sábado, al despertar, dudé un par de minutos, y al final me dije “venga, es cuestión de empezar, Peque se lo pasará bien”.

Fue meter las manos en esa montaña blanca de harina, mantequilla, huevos y azúcar (y un par de ingredientes secretos), y algo se activó en mi interior. Me sentí de golpe en la cocina con papá, escuché de nuevo sus tacos, sus comentarios airados, sus ironías corrosivas. Amasé con más brío y recordé cada uno de sus consejos (“añade un chorrito de ron… si te pasas con el chocolate, pon una yema de huevo extra… no laves el rodillo con agua”). Aromas de vainilla y limón inundaron la cocina, y cuando por fin saqué la primera hornada, me sentí satisfecha y feliz.

Como siempre, cuando algo cuesta mucho, sólo es cuestión de dar el primer paso y romper esa inercia inicial.



Con el primer paso empieza el camino.



                               








viernes, 27 de noviembre de 2015

Like a virgin


Hace cosa de tres semanas, Mr X me envió un whats con su particular y escueto estilo: “resérvate el 25 por la noche, hay que buscar canguro para Peque, vamos a ver a Madonna”.

¿Madonna? ¿Cómo que vamos a ver a Madonna? Si el mensaje me lo hubiese enviado mi amiga E tendría introducción, nudo y desenlace, como es debido, pero no puedo esperar eso de mi telegráfico esposo y hasta la noche me quedé con las ganas de saber los detalles.
Resulta que Mr. X tiene un cliente satisfecho que le proporcionó invitaciones para el evento. Al principio me quedé un poco que ni fu ni fa. No me tengo por una fan de Madonna, aunque es imposible no haber bailado alguno de sus hits. Pero el regalo era suculento y es de bien nacido ser agradecido, así que dimos las gracias a nuestro benefactor y organizamos el dispositivo "papi y mami se van de juerga a un conciertón entre semana". Lo de Peque lo solucionamos rápido ya que su hermana mediana se ofreció de canguro. Además, cosas de la vida, el finde anterior se había cargado un cristal de la habitación y misteriosamente se olvidó de comunicarnos el percance, por lo que cuando descubrí el pastel estaba tan apesadumbrada que nos regaló el servicio canguril.

Lo jodido era que tanto Mr. X como yo currábamos hasta las 8 y el concierto empezaba a las 9. Ambos pudimos escaquearnos algo antes del trabajo y en una maratón intraurbana con todos los atascos habidos y por haber, llegamos cerca de la zona C (de concierto) media hora antes de que comenzase. Cerca, pero no al lado. Tuvimos que correr como cabrones caminar quince minutos de subida para llegar hasta el recinto. Dado que las cosas están como están, las colas aún eran considerables debido a los cacheos. Y gracias al carrerón no pasamos nada de frío durante la espera, algo bueno tenía que tener dejarme las rodillas en el trayecto. Llevando diez minutos de cola nos separaron a mujeres de hombres para la inspección. La cola de los hombres era corta porque avanzaba muy rápido, y allí que se fueron raudos y veloces cuatro tipos y una tiarrona de casi dos metros trotando en sus taconazos. Un segurata la paró para que fuese a la cola de mujeres y ella lo miró con socarronería y le soltó con un vozarrón cavernoso: “¡¡¡Que soy un tío!!! ¿Te vale?”. Ni que decir tiene que al segurata le valió.
Voy a pocos, poquísimos conciertos. El único grande que medio recuerdo fue el de Michael Jackson en el 92 (anda que no ha llovido…). Y te plantas ahí, con las luces psicodélicas y la música a toda mecha palpitando en cada célula de tu ser y es imposible que la emoción no empiece a embargarte. Compramos algo de gasolina a precio de caviar ruso y buscamos la zona de los asientos. Observar el fenómeno fan fue de lo más entretenido. Media docenita de Madonnas nos rodeaba. Mucho público gay emocionado y que repetía experiencia después de haber asistido el día anterior (eso es devoción y lo demás son tonterías).

El concierto empezó con un grupete de pseudo-guerreros enarbolando estandartes con los que acosaban a una Madonna que bajaba del techo del Palau en una jaula de oro. Digo yo que era ella porque con mi miopía no jipiaba su cara. Estoy tan acostumbrada a ver las cosas semi borrosas que nunca llevo las gafas encima (salvo para conducir, cosa que tampoco hago jamás, así que problema solucionado). De todas formas, las pantallas laterales daban absoluto detalle de lo que acontecía en el escenario. Y la pantalla central completaba el show con imágenes -a ratos psicodélicas, a ratos videocliperas- en un todo sensacional. Las cosas como son, los norteamericanos tienen un sentido del espectáculo que es cosa fina.

Las primeras canciones no las conocía, pero no fue un problema, porque me fliparon (ahora ya sé cómo se llaman: “Iconic” y “Bitch, I’m Madonna”). Pero la apoteosis personal, el éxtasis, la revelación… vino cuando empezaron las versiones –muy conseguidas, además- de los clásicos de los 80. Fue sonar Like a virgin y recordarme en el salón de casa, bailando cual energúmena adolescente –y virgen en aquellos tiernos tiempos- al son del álbum recopilatorio The Immaculate Collection. El porqué no recordé esa “época fans” madonnil cuando Mr. X me dijo lo del concierto es un misterio. Me desgañité con La isla bonita, y cuando llegó Like a prayer alcancé el nirvana (por no decir una burrada, que a punto he estado).

Dos horas adrenalínicas sazonadas con algunas actuaciones más intimistas y reposadas ukelele en mano -para dar un descanso al body- que también tenían su encanto. Por ahí he leído alguna crítica diciendo que Madonna ya no es lo que era, que faltan osadías acrobáticas de las suyas. Y digo yo que hemos ido a ver a Madonna, no el Cirque su soleil, y que ya me gustaría a mí con 57 tacos poder recorrerme el escenario como lo hace ella. De hecho, ni ahora me lo permitiría mi cuerpo serrano.

Eso sí, nada de bises. La moza hizo su trabajo y cuando llegó la hora, adiós muy buenas. Los fans deben saber que no vale la pena pedir más cuando ella se despide porque no hubo conato alguno de volver a sacarla al escenario. Así que nada, excursión hasta el coche y para casa a dormir cuatro horas antes de que el despertador sonase (horror).


Lo tengo claro, si esta mujer, tenga la edad que tenga, se anima con otra gira y está en mi mano el ir a verla, repito. Se ha ganado otra fans de sus directos.





jueves, 19 de noviembre de 2015

Por un puñado de palitos



-¡Mamiiii! ¿Me das un trozo de pan? Es que tengo que ir a la habitación del fondo…


Aunque no lo parezca, tiene su lógica. Peque tiene miedo de ir solo a ciertas partes de la casa (en concreto, la que le quede más lejos de donde se encuentre). Suele pedirme a mí que le acompañe, pero a veces no puedo (manos en la masa, apretón en el WC, esas cosas…) y yo le digo que se lleve a Perra con él. Lo que pasa es que Perra es tirando a vaga, y si no hay nada interesante de por medio, muchas veces cuando oye que la llama levanta la cabeza, valora la situación, y tranquilamente se arrellana en su mantita esperando a una ocasión más propicia para levantar su trasero del suelo.

Hace poco, Peque ha descubierto que hay un modo infalible para que Perra lo siga: ofrecerle algo de comida. Ergo, viene y me pide un cacho de pan, un palito… lo que sea. Y Perra corre feliz tras él para saborear su recompensa.

Aunque no me gusta darle extras fuera de sus horas (deformación profesional), me resulta imposible no alimentar esa camaradería que se ha creado entre Peque y Perra.

Si Peque tiene miedo, llama a Perra. Si se estira en el sofá o en el suelo a ver la tele, la acaricia o reposa la cabeza en su vientre. Si salimos de casa, el último beso es para ella.

En ocasiones, sin venir a cuento, Peque me mira y me pregunta: “¿Cómo es que Perra es tan mona?”. Y se le ve ese enamoramiento niño-perro que tantas ganas tenía de que experimentase.


Papá, sé que allí donde estés piensas que soy una tirana que ha hecho que Perra pierda diez kilos a base de matarla de hambre, pero espero que además de cierto cabreo, también sientas felicidad al ver que Perra ha dado con un buen compañero de juegos. De hecho, el mejor.






martes, 10 de noviembre de 2015

Colecho today


Hace unos meses, María, de La cajita de música, me animó a escribir de nuevo sobre el colecho, ahora que Peque ha crecido, para dar mi perspectiva sobre el tema con un niño mayor.

A ello me puse la semana pasada, justo antes de que una horda de virus tuviese a bien colonizar mi tracto respiratorio y digestivo convirtiéndome en una especie de álter ego cutre de la niña del exorcista (cutre porque yo no vomito ni con un virus gastro intestinal de potencia 7 en la escala de Richter).

Y, cosas de la vida, lo que hubiese escrito a principios de la semana pasada y lo escribiré hoy tiene diferencias sustanciales (a los hechos me remitiré).

Ya lo expliqué en los albores del blog, yo llegué al colecho por supervivencia. A priori no me gustaba la idea (y menos mal, porque para no gustarme he dormido con Peque durante más de cinco años).

Durante el primer año la gente no se metía mucho, pero cuando dices que duermes con tu hijo de dos, tres, cuatro años, muchas miradas empiezan a ser de sorpresa o directamente de reprobación (no todas, por fortuna). He tenido que oír el típico “entonces, ¿dormirá con vosotros hasta los dieciocho?”, o que incluso la directora del cole de Peque metiese cucharada en el asunto explicándome que para su desarrollo era mejor que durmiese solo. Y sí, esas palabras me han dolido, porque no soy una persona que sepa pasarse por el arco del triunfo las opiniones ajenas. Me afectan, qué le vamos a hacer.

Por suerte, con el tiempo he conseguido que los juicios foráneos me resbalasen. Peque no estaba preparado para dormir solo y punto pelota. Yo a veces le preguntaba si quería probar. Él decía que sí en alguna ocasión, pero luego practicaba el consabido “donde dije digo, digo Diego”.

El único problema real que veía últimamente es que la cuna en sidecar que tenemos acoplada a nuestra cama empieza a quedarse pequeña, y yo creo que Peque no duerme tan cómodo como antes. Por eso la semana pasada volví a preguntarle, y oh, sorpresa, decidió que sí que quería probar. Para animarle y acompañarle en su aventura me hice con una tortuguita monísima a la que le había echado el ojo hace tiempo y que proyecta un relajante mar ondulante en las paredes de la habitación.

Desde el jueves pasado, Peque duerme en su habitación. Alguna madrugada viene a nuestra cama, y no dudo que a épocas querrá estar con nosotros, pero raro sería que no ocurriese así. Él está orgulloso y feliz de haber conquistado su miedo a estar solo en la otra punta de la casa, y yo voy de la satisfacción a la pena por aceptar que crece, que es inexorable, que ahora es esto, y dentro de nada será el instituto, las juergas, los viajes con amigos... Pero prevalece la felicidad por haberlo acompañado desde el respeto en su evolución del sueño.

¿Con que hasta los dieciocho años?

Ja.




jueves, 29 de octubre de 2015

It's a kind of magic


La vida es una acción mágica. Eso decía A, mi prima, que se fue pronto de este mundo. Su historia la explicó su padre en un libro que he releído varias veces (y que os recomiendo). A y yo no tuvimos mucha relación.  Nos separaban conflictos familiares de nuestros abuelos y vivir en países distintos, pero nuestras madres, primas hermanas, se reencontraron y eso nos ofreció la oportunidad de coincidir y compartir algunos momentos muy especiales que recuerdo a menudo. Aprendí mucho de A. De la vida y de la muerte. Pero hoy no quería hablar de eso, sino de la magia (por eso he recordado a A y su frase).

Peque empieza a preguntarse (y preguntarme) si lo de los Reyes y Papá Noel no es una tomadura de pelo. En parte es por mi culpa, porque siempre trato de darle explicaciones científicas y racionales a las cosas. Sobre todo a las que le asustan (zombies, viajes en el tiempo con Deloreans, etc.). Y claro, si en un momento dado le cuento que lo que sale en las pelis es ficción, que los coches –de momento- no vuelan, que los trucos de los magos son sólo trucos… cuando al instante siguiente me pregunta si es posible que un reno vuele y cómo se lo montan los de Papá Noel, pues entro en cortocircuito. Y suelo salir del apuro preguntándole a él que opina. Parece que de momento creer en la magia de la Navidad ya le va bien.

Sé que hay padres que opinan que es mejor no mentir nunca, incluyendo la fantasía de los seres mágicos que nos hacen regalitos. Una parte de mí debe estar de acuerdo con esos padres, porque la verdad es que me siento incómoda cuando tengo que contestar las preguntas de Peque al respecto ya que si perpetúo la tradición le tengo que decir una mentira. Y como no me gusta mentirle, llega el cortocircuito. Pero al mismo tiempo he sido una niña con mucha imaginación, y el ensueño y la magia han empapado mi infancia, por lo que pienso que robarle eso a Peque es una putada. Aún me acuerdo de cuando, ya muy mayorcita, mi madre tuvo que contarme la verdad sobre el tema para que no me convirtiese en una adolescente marginada por los escarnios de mis compañeros. Menudo disgusto.

El caso es que, ya fuese por esos años de creencia fervorosa, ya sea porque en el fondo una es como es, yo sí creo en la magia.

En la magia de miradas que se encuentran.

En la magia de coincidencias asombrosas que te llevan a situaciones y lugares que nunca imaginaste.

En la magia del amor, la amistad, la bondad y la alegría.

En la magia de las mariposas en el estómago, de los sueños por cumplir, del ayudar a los que lo necesitan, de construir un mundo mejor.


Peque, algún día descubrirás que tal y como sospechabas acertadamente, tres tipos en camello no pueden surtir de juguetes en una noche a todos los niños del planeta. Pero oye, créeme, porque ya sabes que yo –casi- nunca miento, la magia está mucho más cerca de lo que crees. La magia está en tu corazón.







martes, 27 de octubre de 2015

Bajo la lluvia


Estudiar medicina (en mi caso medicina veterinaria) es apasionante. Disfruté muchísimo de mis años en la facultad, acercándome progresivamente a un mundo nuevo lleno de conceptos por conocer. Personalmente, me maravilló descubrir la existencia de las células madre, es decir, células indiferenciadas que pueden dar lugar a cualquier tipo de tejido porque son pluripotenciales.

Me gusta pensar en la “pluripotencialidad” del ser humano. Cualquiera de nosotros seríamos absolutamente distinto si los estímulos recibidos durante nuestro desarrollo hubieran sido otros. Pero más allá de eso, que no está en nuestra mano modificar, cada ser alberga en su interior un potencial para hacer algo radicalmente distinto a lo que suele hacer. Tenemos una idea fija de nuestras características y de lo que podemos o no podemos realizar, y en realidad eso es tan solo una limitación mental. Con empezar a imaginar lo que podríamos llegar a conseguir, iniciamos un camino que puede conducirnos a lugares insospechados.

Lo único malo es que una sola vida sea demasiado corta para poder explorar todos los caminos que nos gustaría recorrer.

Lo que tengo claro, es que sean cuales sean mis potenciales ocultos, necesito orden en mi vida. Puedo tolerar cierto grado de caos (impepinable para mantener la cordura cuando se convive con niños y adolescentes), pero sin darme cuenta voy colocando las cosas en su sitio, agrupando, doblando, encajando… Recientemente he logrado clasificar todas las fotos que tenía de la boda. Unas tres mil. Deseché las malas, las ordené cronológicamente, les puse nombre, seleccioné unas setecientas, las retoqué, volví a seleccionar las trescientas mejores e hice dos álbumes. En realidad, suelo hacerlo con todas mis fotos. La gente considera especialmente friki mi manía de ponerles nombre. Es herencia de mi madre, y me encanta. Por un lado es útil porque cuando quiero buscar fotos concretas, con teclear nombres o lugares salen todas. Por otro, ponerles nombre transmite lo que pienso de ellas, y me gusta que quede, porque yo disfruto viendo las fotos que guardó y nombró mi madre, me acerca a ella, y pienso que lo mismo puede ocurrirle a Peque dentro de cincuenta años cuando yo, presumiblemente, ya no esté.

Pluripotencialidad y orden, a esas cosas les daba vueltas mi cabeza esta mañana de camino al trabajo bajo la lluvia torrencial. A eso, y a la última ocurrencia de Peque (léase con tono preocupado y circunspecto):

-Mami, ¿porque hay pedos que se encallan en el culo cuando salen poco a poco?



No hay como tener un pequeño saltamontes en casa para resetear el cerebro.





miércoles, 21 de octubre de 2015

21 de Octubre de 2015


Y se hizo el futuro. Sin coches voladores, pero se hizo.

Si no me lo llega a decir el hijo de Mr. X, ni caigo en que esta semana se cumplía el plazo. ¡Por fin ha llegado la fecha a la que viajaba Marty McFly en su Delorean!

Madrecita de mi vida, que vieja me he hecho de golpe. De los ocho años que tenía cuando se estrenó Regreso al Futuro a los treinta y ocho actuales. Vertiginoso.

Yo estaba enamorada hasta las trancas de Michael J. Fox. No me perdía ni un capítulo de Enredos de familia, y eso que hacía de repelentillo republicano. Siempre he sido muy mitómana y enamoradiza, así que Michael inició el panteón de mis ídolos cinematográficos (al que seguirían Rob Lowe, Tom Cruise, River Phoenix, James Spader, Keanu Reeves, Patrick Swayze, Brad Pitt... y mi malogrado Paul Walker).

No sé cuantas veces habré visto la primera parte de la trilogía de Robert Zemeckis, pero me la sé de memoria, y los cinco primeros minutos, con la intro de los relojes y los artilugios para dar de comer al perro es perfecta. Y esa pedazo de canción: The power of love, aún consigue ponerme las pilas y activar el chip del buen humor de mi cerebro.

Mi madre prendió en servidora la mecha de la cinefilia, y las pelis de aventuras y fantasía de los ochenta la espolearon a base de bien: ET, Los Goonies, La historia interminable, La guerra de las galaxias, Indiana Jones, Cristal oscuro, Willow, Tron, Dentro del laberinto, Lady Halcón... ¿Sueno muy antigua si digo que ya no se hacen pelis como esas? Seguramente.

Este sábado teníamos invitados en casa y los hermanos de Peque me pidieron ver Regreso al Futuro II en el ordenador. Accedí encantada, porque pensé que a Peque le iba a gustar mucho. Al cabo de unos cuarenta minutos, mientras estábamos de palique con nuestros colegas, vino mi churumbel y se me subió a las rodillas en modo lapa. Por su actitud y el sudorcillo que le cubría la espalda no me hizo falta que me explicase nada para saber que estaba cagadito de miedo. Efectivamente, la idea de viajar en el tiempo y no conocer a nadie le dio pánico. Así que de momento, muy a mi pesar, no le encuentra la puñetera gracia a la peli.

En cambio, a mí de pequeña me ocurría exactamente lo contrario. Me fascinaba pensar en la opción de viajar al pasado y al futuro. Sobre todo al futuro. Hasta escribí un cuento corto en el instituto que versaba sobre la expedición de una adolescente hacia un futuro muy lejano en el que las monedas se llamaban “alfa-centauros” (es el único detalle que recuerdo; ése, y que la profe me dijo que no estaba mal, pero que le faltaba originalidad a la historia).

De momento los físicos parecen estar de acuerdo en que viajar al futuro es “posible”, pero que lo de visitar el pasado queda relegado a la ciencia ficción. Al menos mientras no salga algún genio que se cargue las teorías de Einstein.

Lo cual no deja de ser una pena. Porque hoy en día el futuro no me llama mucho la atención, prefiero construirlo día a día, pero si pudiese viajar al pasado, mi lista de destinos sería muy, pero que muy larga.


                                                          






lunes, 19 de octubre de 2015

Cuestión de caracteres


Cuando estando embarazada supe que esperaba un niño eso me sirvió para descartar muchas de las ideas que había elaborado acerca de mi eventual progenie. Todo lo que conocía de relaciones materno-filiales se basaba en la mía con mi madre. Tener a Peque rompió mis esquemas mentales, y para bien, porque nos permitió construir nuestra relación desde cero.

Ya no escribo mucho de crianza. El blog ha evolucionado conmigo, con mis necesidades, y con lo que quiero volcar en la blogosfera. Pero lo cierto es que la crianza de Peque es un reto continuo, porque nuestros caracteres son de lo más dispares. Y a medida que crece, la cosa en vez de simplificarse, se complica, porque su personalidad es fuerte y a menudo chocamos. Suelo decir que tiene un “pronto antipático”. Ante una adversidad se agobia, ofusca, y suelta sapos y culebras por la boca, ofendiéndome hasta el infinito y haciendo que me pregunte cómo podemos mejorar esa faceta de su carácter. Pero es inevitable reconocer frases y actitudes mías en las suyas, así que hay que entonar el mea culpa y recordar que yo también tengo un “pronto antipático” que he educado con la edad. A veces, de golpe, en medio de una trifulca, recuerdo encontronazos con mi madre. Y es que eran muy similares. Cabreo máximo y paz a los pocos minutos. Soy tranquila y sosegada, pero con ella me salía la mala leche (la clásica confianza que da asco). Peque no es tranquilo ni sosegado, pero la mala leche la ha heredado vía directa. Así que durante el día son varios los momentos en los que hay que contar hasta diez (y no, no siempre lo consigo, y sí, luego me arrepiento… la culpa, la maternidad, esas cosas).

Lo bueno es que ese arrojo que tiene para enviarme a freír espárragos, también lo tiene en otros momentos, y eso le ayuda, por ejemplo, a socializar de forma sorprendente en casi cualquier situación. A mí de pequeña me gustaba ir a sitios poco concurridos para no tener que interaccionar mucho con otros niños. Si vamos al parque y no hay críos, Peque se frustra. Si los hay, se va a hablar directo con ellos y a los dos minutos están jugando. Me fascina. Es más, si las madres de esos niños están por ahí y las conozco de vista del cole, raramente me animo a ir a hablar con ellas. Prefiero quedarme a mi bola leyendo y observando a Peque. Las hijas de Mr. X dicen que tendría que hacerme más amiga de “las madres del cole”, pero yo opino que Peque ya es extrovertido por los dos.

El otro día estábamos en un parque cerca de casa y estaban celebrando un cumpleaños. En la centrífuga había como quince niños y niñas de uniforme. Peque me preguntó si podía ir con ellos a jugar y yo lo animé. Al llegar, justo se estaban haciendo una foto de grupo, y lo echaron no muy cortésmente, por lo que vino llorando hasta a mí. Lo consolé, pero seguía teniendo ganas de jugar con ellos, por lo que pensé:

-Qué valiente es por ir a jugar con un montón de chavales que obviamente son amigos y que eso no le frene en absoluto.

-Qué perseverante por querer volver a ir a pesar de que lo hayan rechazado.

-Qué poco de conflictos soy yo, que me pone nerviosa tener que ir a mediar entre los quince críos con sus vigilantes madres y mi niño.

Pero cuando toca, toca, así que me levante, lo acompañé con paso fingidamente decidido hasta la caterva de infantes y les pedí que compartiesen la centrífuga con Peque. Una niña se excusó diciendo que sólo le habían pedido que se fuese para la foto (ja) y él, por fin, se sentó entre el montón de niñas con pichis.


Qué diferentes somos. Y qué similares en el fondo.



miércoles, 14 de octubre de 2015

Cosas que me dice


Acercarme a los pensamientos de Peque es una de las cosas que más me fascinan y divierten de ser su madre.

Recientemente, en algún lugar de cuyo nombre no quiero acordarme…



-Pesadillas.

A veces Peque tiene pesadillas. No muchas, creo, pero no estoy segura porque el muy bribón de las calla. Luego, una día, sin venir a cuento y mientras me prepara una sopa en su cocinita, me larga lo que le preocupa. Hay que aprovechar esos instantes buscando un equilibro entre el interés excesivo -porque le dará corte y se callará- y la indiferencia -porque pasará sobre el tema de puntillas y no habré podido recabar toda la información-.

Sus pesadillas más recurrentes se centran en el ascensor. De pronto se ve ahí solo y le entra la cagalera.

En una de estas ocasiones se me ocurrió preguntarle qué hacía para calmarse tras una pesadilla, y me explicó: “bueno, voy girando la cabeza, de un lado a otro, y entonces imagino que me empiezan a salir unos árboles… que son verdes y azules, y los azules son papá y los verdes eres tú, y así se me pasa”.

Soy un árbol verde que le sale de un lado de la cabeza a mi hijo cuando tiene miedo y eso le calma. Joder como mola.



-Antigüedades.

El concepto tiempo para un niño es alucinante. Lo mismo le da un año que un milenio. Y de ahí que el otro día me preguntase:

-Pero mamá, ¿cuándo tú naciste existían los coches?

A puntito estuve de contestarle que no, que mi madre fue trasladada en carromato al hospital para parirme, que me hice muy amiga del burro que me llevaba a cuestas de casa al cole y que por suerte Henry Ford creó el Ford T cuando me saqué el carnet de conducir. Pero me callé, que luego se lo cree todo y la hemos liao pollito.



-Anatomía.

Peque tiene un don para reinventar el nombre de las partes del cuerpo. A saber:

-Aix mamá, es que me pica la ventanita.

Yo estaba de espaldas a él y me giré para descubrir a qué diantres se refería mientras le preguntaba qué era la ventanita. Y me contestó mientras se estiraba del párpado:

-Esto mami, la ventanita del ojo.


Acabáramos.






jueves, 8 de octubre de 2015

Lapsus línguae


Mi madre tenía unas manos preciosas, de dedos largos y finos. Se reía con ganas. La vergüenza la dejaba para los demás. Había algo en ella ingenuo y genuino. Y éramos totalmente distintas. Ella delgada, yo maciza. Ella atrevida, yo tímida. Ella decidida, yo la duda personificada.

Pero pasan los años, y me fascina descubrir que cada vez me parezco más a ella. Seguimos siendo diferentes, pero voy perdiendo el rubor casi patológico, me descubro gesticulando como lo hacía ella y mis carcajadas cada vez suenan más a las suyas.

Y ahora han llegado los lapsus. Ay, los lapsus. Ni los recordaba hasta que recientemente hicieron acto de presencia. Muchísimas veces nos habíamos desternillado por alguno de los palabros que se inventaba mamá tratando de decir algo. Y por lo visto la genética no perdona, porque han llegado a mi vida, y parece que para quedarse.

A las pruebas me remito:


Evidencia número uno.

Estábamos cenando en casa Mr. X, Peque y yo. Había un poco de barullo porque los dos estaban hablando, la tele estaba encendida y eso no le sienta bien a mi maltrecho cerebro. Acerqué una bandeja a Peque y le dije:

-¿Quieres ensalada de popito?

Mr. X se atragantó al oírme y empezó el descojone a dos voces. Yo me uní a ellos en cuanto superé la perplejidad.

Popito = pepino.



Evidencia número dos.

En una tarde ociosa decidí llevar a Peque al parque. Justo antes de salir, le pregunté a mi churumbel:

-¿Te apetece coger el trinete?

Peque puso los ojos en blanco como dándome por causa perdida y a mí me entró la risa floja mientras imaginaba a mi hijo como el dios Neptuno yendo en skate. Mi mente es asín.

Trinete = patinete.



Evidencia número tres.

Mis chicos y yo nos regalamos hace unas semanas un finde en un hotel con spa. El complejo tiene una piscina enorme climatizada y, oh maravilla, los niños son bienvenidos. Un lujazo.

Estábamos de camino a la pisci cuando nos paramos delante del ascensor. Yo miré las escaleras, y por un piso me dio pereza esperar al ascensor, así que solté:

-Os espero abajo, que yo voy a bajinar por las escaleras.

Ahora que caigo hay otra cosa en la que me parezco a mi madre: me dio tal ataque de risa que se me aflojaron los esfínteres y por poco la lío parda. Kegels, venid a mí.

Bajinar = bajar.



¿Es grave lo mío, doctor?




martes, 6 de octubre de 2015

Obsesiones


Soy una persona obsesiva. Siempre lo he sido, y es un rasgo de mi carácter que me define bastante bien. Se traduce en que durante temporadas más o menos largas mi mente y mis sentidos están abocados a tratar un único tema.

Hay ideas recurrentes y otras transitorias, pero ese ramalazo ofuscador suele andar por ahí dando la vara. Lo bueno es que con la edad una aprende a conocerse, y dado que tengo bastante claro que las obsesiones no dejarán de monopolizar mi tarro, al menos intento sacarles provecho mientras duran. Porque sé que acaban desapareciendo (menos mal), y un día me levanto y ya no hay rastro de lo que llevaba carcomiéndome el pensamiento durante días o semanas. Se desvanece y a por otra cosa mariposa (excepto en el caso de las obsesiones recurrentes, esas las dejaremos para otra ocasión).

Vale, ¿y qué es lo que lleva exactamente dos semanas sorbiéndome el seso a casi todas horas?

El Everest.

Venga va, os dejo cachondearos a gusto. Desde luego no soy una tipa caracterizada por mi estupenda forma física (más bien al contrario), pero mis queridas neuras no entienden de límites de ningún género y desde luego el tema es del todo apasionante.

Todo empezó el día en que decidí homenajear al montañero de la familia (aka Mr. X) con una sesión de cine. Me pareció que la peli que estrenaban sobre la tragedia de 1996 en el Everest le interesaría, y aunque a mí me daba cierto yuyu angustiarme con el dramón, me hice con dos entradas. Ojo si la vais a ir a ver y no tenéis ni flowers de qué va, que igual os estropeo un poco la trama.

La peli logró engancharme desde el principio y mantenerme pendiente de cada minuto de proyección. Como Mr. X conocía los acontecimientos bastante bien, yo le iba preguntando sobre la marcha, rezando para que me dijese que Rob Hall iba a sobrevivir y que al final conocería a su hija. Pero si una va a ver una tragedia, ha de atenerse a las consecuencias.

Al salir del cine Mr. X me ilustró sobre algunos de los protagonistas de la hazaña y me dijo que en casa teníamos un libro que escribió uno de ellos, periodista y escalador. Me chivó el título en catalán, y hasta que no me comentó que el escritor era Jon Krakauer, no caí en la cuenta de que lo tenía en mi libro electrónico (los títulos en castellano y catalán son bastante diferentes). Abrí con ansiedad mi Kindle y allí estaba: Mal de altura. Y supe que la obsesión había comenzado.

Esto me hace reflexionar sobre cómo los libros llegan a tu vida, y sobre cómo es de importante leerlos en el momento justo para poder disfrutarlos. Hace dos años que tenía Mal de altura en mi bolso y cada vez que leía la sinopsis pasaba de largo sin que me apeteciese comenzarlo. Ahora sin embargo, lo he devorado.

Nada más empezar hay una lista de dramatis personae con todos aquellos que estuvieron en el Everest la primavera del 96. Me llamó la atención encontrar a Araceli Segarra (que formaba parte de la expedición IMAX) y descubrí a raíz de eso que recientemente había publicado un libro: Ni tan alto ni tan difícil. Las cosas como son, eso de que con una conexión wifi y un click (vale, y una tarjeta de crédito) te puedas hacer en cinco segundos con casi cualquier libro, es una tentación y de las gordas. Y caí, por supuesto.

Así que en diez días me he leído Mal de altura y Ni tan alto ni tan difícil, y he navegado durante horas por internet conociendo un poco más a Scott Fischer, Rob Hall, Jon Krakauer, Anatoli Brukréyev, Beck Weathers, Yasuko Namba… Lo sé, lo sé, una lista de nombres que quizás no os digan nada, como nada me decían a mí hace unas semanas. Pero vale la pena acercarse a la sonrisa contagiosa de Fischer, al compromiso y la tenacidad de Hall, a la increíble fortaleza física de Brukréyev, a la milagrosa historia de superación de Weathers, a la motivación de Namba, y a los muchos otros protagonistas de esta narración cuyo destino se une en el Sagarmatha. Por no hablar de los sherpas y sirdars, cuya religión condiciona de forma clara su relación con la montaña y cuya implicación y tremendo trabajo físico es determinante para que muchos puedan lograr su sueño. Tampoco conocía la realidad de las expediciones comerciales y lo que ello supone, con las toneladas de porquería generada a miles de metros de altitud entre otros dilemas éticos no menos interesantes.

La belleza y el reto seducen, imagino, a los que pretenden hacer cima. La miríada de motivaciones que lleva a cada uno a escalar una montaña como el Everest, en la que detrás de un recodo puedes cruzarte con el cadáver congelado de otro que lo intentó antes que tú, me fascina.

Ha sido un descubrimiento también el libro de Araceli Segarra, tanto por su narrativa fresca y nada pretenciosa como por su forma de aprender de las experiencias vividas y aprovecharlas para llevar la montaña a la vida y conseguir transmitir con lucidez que las cosas pueden simplificarse, disfrutarse y llevarte adonde tú quieres (emocionalmente hablando). Porque no hay nada que quede tan alto ni sea tan difícil.

Yo de momento, en mitad de mi obsesión y cuando tengo un rato de relax, cierro los ojos y trato de ponerme en la piel de todos los que estuvieron allí. Y me imagino ese aire fino, de oxígeno escurridizo, que se resiste a ser inhalado mientras tu agotado organismo pide a gritos un descanso que no puedes concederte. Y la incógnita de si el clima y la fortuna te permitirán hacer cima, y sobre todo, volver a casa sano y salvo. Y el peso de la certeza al saber que has dado un paso en falso en una zona del planeta donde errar se paga caro.


En fin, que voy a tener que darle la razón a Mr. X. La montaña engancha.




                                                              Cortesía de la Wikipedia





miércoles, 16 de septiembre de 2015

De campamentos


Verano es sinónimo, especialmente desde que nació Peque, de pasar varias semanas en la casa de campo de la familia de Mr. X. Es tradición que tanto su madre como algunos de sus hermanos y/o sobrinos se turnen para disfrutar allí del período estival, convirtiéndose en una especie de convivencias caseras.

Lo cierto es que es una casa con solera, con personalidad propia, y con una historia que no me corresponde a mí explicar, pero que posee todos los ingredientes de un buen culebrón (y le tengo cariño porque, ejem, fue nuestro picadero particular cuando Mr. X y yo empezamos el cortejo).

Cada año descubro cosas nuevas en ella, y tiene un encanto que no pasa desapercibido a los que exploran la zona, que por cierto es un área cercana a la ciudad pero a la vez boscosa y agreste, una isla verde que cuesta creer que tengamos tan próxima.

Ya he explicado que vengo de un núcleo familiar reducido. Crecí como hija única, y mis padres fueron tirando a sedentarios y reposados. No asistí a campamentos, no tenía un pueblo al que acudir cuando acababan las clases… Disfrutaba de mis salidas puntuales con amigos y el resto de tiempo leía, escribía, etc.

Pero claro, una va y se enamora de un miembro del Clan X y la cosa cambia. Para empezar porque Mr. X ya traía tres niños en la mochila, pero el resto de su familia no es moco de pavo. Tres hermanos y todos con churumbeles varios. Además, a mi suegra le gusta el bullicio y la algarabía y tanto le da cocinar para cinco (cuando somos poquísimos) como para veinticinco, y los invitados, vengan del lado que vengan, siempre son bienvenidos. Así que el follón está servido.

Ni que decir tiene que he acabado disfrutando como una camella de esas comidas veraniegas de veinte en la pérgola, de esas cenas escandaleras de treinta y tantos, de las pelis nocturnas al aire libre para los que aguanten el tipo, y de los desayunos eternos en la cocina en los que estás de cháchara con la suegra mientras empieza a preparar la comida al tiempo que madrugadores y marmotillas van apareciendo en escena para explicar sus sueños y desvelos.

No deja de sorprenderme lo bien que funcionan las cosas siendo tantos y tan distintos. Está claro que a veces hay roces y hasta alguna bronca, pero doy fe de que es la excepción y no la regla. Y se compra cada día, se cocina (ahí mi suegra siempre está al pie del cañón), se limpia, se ponen lavadoras, se tienden… Se hace todo sin necesidad de calendarios que programen las tareas. Todo fluye de un modo que me pasma y el engranaje de la convivencia aprendida a lo largo de tantos años se lubrica con amor y respeto.

Peque tiene suerte de pertenecer a este lugar. De explorar sus confines, de conocer sus rutas secretas, de convivir con tantas personas de las que aprender, de poder estar en contacto con la naturaleza, de descubrir bichos nuevos y ayudar en la cocina recolectando las plantas que crecen en el jardín.

Por poner una pega, que no todo va a ser bucólico-pastoril, ese yo que creció con tendencia al recogimiento y ensimismamiento, echa de menos de vez en cuando un ratillo para disfrutar de la casa a sus anchas y sin tropezarse con nadie. Por eso, cuando una tarde de agosto los astros se alinearon para que eso ocurriera, yo ni me lo creía. Peque se iba con una tía de excursión, Mr. X curraba, mi suegra se iba con una hija a comprar a la ciudad y el resto de la gente lost in combat. A mi suegra le daba cosa dejarme sola, y yo le decía con carita de no haber roto un plato: “no mujer, ya me entretendré con cualquier cosa, no sufras”.

Así que cuando cerré la verja tras el último coche que se largó del lugar, me repanchingué en una tumbona al sol, le di un sorbo al refresco burbujeante que me había servido, y no pude evitar acordarme del bueno de Tom.





                                         










lunes, 14 de septiembre de 2015

El delfín


Érase una vez que se era, una Mo navegante. Resulta que unos amigos nos invitaron a pasar el día con ellos en un velerito que habían alquilado para fondear en la Costa Brava. Aceptamos en cerocoma. Bañarte en calas recónditas sin tener que pasar por el martirio de la arena me parece un lujo supremo. El día era inmejorable (aunque el poco viento no permitió hacer uso y disfrute de la navegación a vela...). Partimos a las once de la mañana rumbo a las Medes e inauguramos la travesía con un piscolabis de patatillas y vermutejo. Bueno, para mí refresco de cola. Es cierto y conocido que me he quitado bastante de la Coke, pero teniendo en cuenta mi lamentable estado debido a una resaca bastante épica, la soda era casi por prescripción médica.

Me la bebí en un pispás. Y como mis riñones funcionan a las mil maravillas, ipsofactamente noté como mi vejiga se hinchaba. Primero con sutileza, después a lo japuta. Odiosa sensación. Pero estábamos alejados de la costa y el WC no funcionaba. Percatándose de mi incomodidad, el capitán me dijo:

-Oye, que no pasa nada. Paro un momento, te tiras al mar, descargas y subes. Pero pilla un cabo, que si no luego no podrás agarrarte a la escalerilla.

A pesar del microsegundo de duda por la advertencia agorera, obedecí sin darle muchas vueltas y salté por la borda (con el cabo, por supuesto). Qué fresquillo y qué placer poder mear. ¿Poder mear? ¿Dónde estaba mi orina? Ahhh, claro, que me estaban mirando todos desde babor. Y una es de uretra tímida y escurridiza. Concentrarme en no soltar el cabo, mantenerme a flote e ignorar los ocho ojos puestos sobre mí fue demasié pal body.

Me concentré y reconcentré, mandando órdenes enérgicas a mi vejiga e incluso visualizando el proceso, pero la orina se negó a abandonar su cavernoso escondite. El capitán tenía la ruta calculada y yo estaba demorando el trayecto, así que me dijo:

-Si eso, vamos a ir tirando, ¿eh? Tú mantente bien agarradita al cabo y deja que todo fluya, jejeje...

Mi amiga T apostilló con retintín:

-Venga Mo, ¡a hacer el delfín!

Y vaya si lo hice. Pandilla de cabrones (con amor). En cuanto el barco se puso en marcha noté un estirón en la muñeca y empezaron a arrastrarme sin escrúpulos mientras seguían de cháchara copichuela en mano. Menos Peque, hijo de mis entrañas, que me miraba desde arriba con una mezcla de curiosidad y extrañeza, como si observase algún tipo de animal exótico haciendo piruetas (lo cual no se alejaba mucho de la realidad).

Ahí estaba yo, con la vejiga reventona, remolcada por un barco y con dificultad doble añadida, porque si miraba hacia adelante me tragaba todas las olas de cara y me ahogaba, y si me giraba dando la espalda a la barca toda la melena me venía adelante cubriéndome el jeto y asemejándome a la niña de The ring versión Marineland.

Aguanté unos minutos más repitiéndome cual mantra: “mea, mea, mea”. Pero al final la ridiculez de verme tirada cual lata de coche de recién casados pudo con todo y pedí a grito pelao que me dejasen subir. Al fin y al cabo, si aquello no salía no podía ser tan urgente.
Eso sí, al llegar a la puta cala me lancé al agua, busqué un rincón sin testigos y mee durante cinco minutos seguidos. Ríete tú de las corrientes de agua calientes.

Ja.






jueves, 10 de septiembre de 2015

Nuestro verano


Ir en teleférico. Navegar a vela. Volar de nuevo a Canarias y con todos sus hermanos. Abrazar a un delfín. Explorar cuevas guanches. Ir en Vespa. Y en bici. Y en furgo. Aprender a nadar (¡chiquipunto para la sufrida monitora! –yo-). Ayudar a pintar una habitación (y tunear sus bambas nuevas, mecagoentodo). Bailar. Parlotear con sus tías hasta dejarles las neuronas secas. Jugar con sus primos. Hacer “arte natural” (básicamente parques de atracciones para hormigas). Dibujar mucho. Saltar. Alucinar con burbujas mutantes que vuelan, crecen, se multiplican hasta el infinito e invitan a soñar. Hacer posavasos plasticosos con abalorios que se planchan (lo reconozco, en el fondo lo compré para mí y jugué más yo). Acostarse a las mil y despertarse también (¡oh yeah!) indecentemente tarde. Ir a “Barcelona chiquitita”. Tirarse en tirolina (y no romperse la crisma). Ducharse solo. Pasear por dunas hipnóticas. Mirar fotos antiguas y familiarizarse con sus raíces. Saltar olas gigantes. Hacer muchas excursiones. Cantar (con especial énfasis: "La lechuga está pocha", nuestra canción del verano, hay que ver lo diferente que era la versión de mi época). Comer –demasiados- helados. Repasar el catálogo de parasitosis infantiles albergando en su ser piojos y lombrices (y al mismo tiempo… un festival). Ver muy poca tele (¡conseguido!). Jugar con perros, gatos y escarabajos. Hacer de hermano mayor con los bebés de mis amigas. Emular al Capitán Nemo observando peces desde el fondo del Nautilus. Llorar, reír, encabritarse, volverme loca, dejarme descansar mucho más que otros años, amarme y odiarme a partes iguales.

Así ha sido el verano para Peque. El mío ha sido parecido, pero me he ganado una rodilla lesionada pendiente de arreglo (fruto de un choque lateral de la bici de Peque contra la mía y de mi salto acrobático por encima del amasijo de ruedas) y un colorcillo moreno cubanoide que hacía años que no pillaba.


Ya tenía ganas de aporrear el teclado. ;)










lunes, 22 de junio de 2015

Estío


Domingo por la noche. Ducha reconfortante para recuperarnos después de un finde ajetreado. Mientras me seco me miro los pies, llenos de pellejos nada elegantes, pero que todos los veranos deciden hacer acto de presencia en mis pinreles. Se los enseño a Peque, que está a mi lado cantando a grito pelado. Él interrumpe su performance, me mira con ojo experto y dictamina:

-Mamá, lo que necesitas es Pedi Spin. Tienes callos, piel muerta. Y Pedi Spin es tan suave que no rompe un globo.

Me quedan claras tres cosas: que este niño ve demasiada tele, que el target ideal de los anuncios son los niños (porque yo no me quedo con ninguno, Álter da fe) y que Peque sabe cómo lograr que su madre se descojone de la risa.

Anécdotas aparte, lo de la tele me pone de mal humor. Y eso que yo he sido muy, pero que muy teleadicta. Pero con la maternidad (y la marujidad) me he transformado y siempre encuentro cosas más interesantes que hacer que ponerme delante de la caja tonta. En cambio Peque se pasaría horas viendo dibujos. Pero eso, por fortuna, se acaba en el mismo instante en el que empieza el verano.

Desde que nació Peque pasamos el período estival en la casa que tiene la familia de Mr. X en las afueras de la ciudad. Mi suegra se traslada allí, y como ella es la que cuida de mi churumbel por las mañanas, los tres nos vamos para el campo. Aunque eso implica muchas idas y venidas en coche o ferrocarril, doy gracias de que Peque pueda disfrutar de ese paraíso. Excursiones a fuentes recónditas, manualidades con flores y hojas, paseos en bici hasta la casa de los vecinos, saltos en la cama elástica, tomar el sol, buscar bichitos, pasear sin rumbo determinado, aburrirse... Eso es lo que le espera a mi hijo durante dos meses y pico. Y a la menda, ya que los astros se alinearon para que ahora trabaje media jornada.

Si en las últimas semanas no he podido acercarme ni de canto al ordenador, mucho me parece que más de lo mismo va a ocurrir próximamente. A veces he pensado, como toda bloguera con sus crisis, que quizás es hora de cerrar el blog. Pero algo en mí se resiste todavía, así que de momento, esto sólo es un hasta pronto, o hasta que la inspiración y/o la oportunidad de teclear se presenten.


¡Feliz verano!









viernes, 5 de junio de 2015

Ensayo


Cojo el lápiz y lo hago bailar entre mis dedos. El casi veraniego sol de las primeras horas de la mañana calienta lo justo para contrarrestar la brisa fresca que hace me revolotear mechones de pelo. La melena aún no se ha secado del todo después de la ducha y conserva la fragancia del champú. La aspiro con fruición. Balanceo la sandalia en el pie mientras trato de cazar alguna idea que plasmar en el cuaderno. Me dejo caer sobre el respaldo y al contactar con el frío metal de la silla me erizo por completo.

Estoy en un café de la plaza. No puedo concentrarme porque cualquier pequeña cosa de las que ocurren a mi alrededor me distraen. El padre que remolca a su hijo mientras este llora desconsolado arrastrando un peluche, el perro que estira desesperado hacia las palomas mientras su propietaria le cuenta a la vecina el último cotilleo jugoso del barrio, el ajetreo del local en obras que aún no da pistas suficientes para saber en qué se convertirá...

Miles de hojas mariposean en las copas de los árboles generando una marea de luces y sombras sobre la mesa que resulta hipnotizador.

Derramo unas gotas de té sobre la libreta al intentar dar un sorbo. Las pocas palabras escritas se convierten en borrones azules que lentamente emanan hilillos de tinta hacia la periferia. Aunque mi primera intención es secar el desaguisado, decido que para lo que tenía que decir, mejor dejarlo así. Más bonito.

Me coloco la sandalia, pago el té y emprendo un nuevo rumbo.





jueves, 4 de junio de 2015

Gimme five


Lo digo así porque "cinco" tiene mu mala rima, pero esos son los años que cumple Peque hoy (sí, lo sé, esto le resta glamour a la entrada, pero una es como es).

Inevitable hacer repaso de lo que han supuesto estos mil ochocientos veintiséis días como madre. Imposible resumirlo en palabras.

La profesora de Peque nos pidió tres fotos de los momentos más importantes de su vida. Yo le pregunté a mi churumbel qué momentos consideraba él significativos de su existencia, y el tío empezó a divagar, así que no me quedó otra que encender el ordenador y ponerme a navegar entre las miles de fotografías que tenemos. No exagero, son miles. A Mr. X y a mí nos encanta ir cámara en mano (sin hablar de la hermana mediana de Peque, que ha nacido para retratar la vida de los que la rodean). Si la profe me hubiese pedido trescientas hubiese sido más sencillo, que seleccionar tres ha supuesto toda una tortura china.

Este no ha sido un año fácil. Se fue el Opa, y pasamos por el amargo trago del mordisco. Pero me alegra constatar que Peque sigue poniéndole sonrisas a la vida y que acepta las cosas tal y como vienen. No nos queda otra, pero creo que es un aprendizaje fundamental para llegar a ser feliz.

Sus deseos materiales para el 2015 han sido (muy en su línea) un tranvía, una nave de "estarwors" y algún que otro vehículo. Le caerá casi todo, pero yo he colado en medio un juego de experimentos para chiquitajos que espero que amenice nuestras tardes de verano. Porque esa es otra novedad importante en nuestra rutina diaria: por varias circunstancias y alineamientos planetarios, a partir de este mes voy a pasar a trabajar media jornada. Así que aunque Peque ahora no se dé cuenta, el mejor regalo que le puedo hacer este año es mi tiempo.

Divertido, irreverente, tenaz, intenso, escatológico, ocurrente, hermoso, testarudo, cariñoso, perseverante, enérgico, sonriente, decidido. Así es el niño de cinco años que tuvo a bien convertirme en madre y dar a mi existencia un sentido nuevo y enriquecedor. No se puede decir que esto de la maternidad esté tirado, pero nada de lo que vale la pena lo está. Gracias amor mío, ¡y felicidades!
 
 
 

martes, 2 de junio de 2015

Volverte a ver


Me faltó un capítulo importante en la crónica del viaje a Buenos Aires e Iguazú: el retonno, que dirían Martes y Trece.

Tengo que confesar que durante nuestro periplo argentino eché de menos a Peque en su justa medida (por ejemplo cuando visitábamos sitios que a él le hubiesen gustado o cuando recibía noticias suyas por whatsapp...), pero fue bastante más soportable de lo que había imaginado. Eso sí, una vez emprendimos el camino de vuelta, el gusanillo de estrujarlo entre mis brazos se transformó en un Tiranosaurio Rex XXL que rugía en mis mundos interiores.

Una vez aterrizados en tierras catalanas, lo llamé por teléfono para anunciarle nuestra inminente llegada, y él empezó a explicarme miles de cosas. Lo que me asombró es lo rarísima que se me hizo su voz y su manera de explicarme todo. Al colgar le dije a Mr. X que no entendía como en sólo diez días podía haberme olvidado de su forma de hablar. Sentí una mezcla de sorpresa y "malamadrismo" galopantes.

Cuando llegamos a casa de mi suegra, donde nos esperaba la familia, el T-Rex ya había hecho un boquete en mis entrañas. Al abrir la puerta y ver a Peque se me nubló la vista momentáneamente por los lagrimones y me tembló la voz, pero percibirlo tan contento me ayudó a reprimir un poco mi ñoñez (no sé por qué me reprimo, pero he constatado que lo hago).

Peque nos achuchaba, hablaba, enseñaba cosas... Histriónico total. Y me quedé alucinada cuando en un momento dado me miró y me dijo: "Mami, me había olvidado de cómo hablábamos". ¿Es o no es una pedazo sincronía materno-filial?

En cualquier caso, tras tres días de romance y reencuentro, Peque empezó a volver a su ser, con sus rabietas tremebundas y su pasotismo propio de la edad, y yo también volví a mi ser, esa madre pesada y repetitiva hasta la saciedad. 

Bendita normalidad.




jueves, 21 de mayo de 2015

Otra primavera


Este año celebré mi cumpleaños metiéndome en un avión de camino a Argentina. Aunque el objetivo era maravilloso, festejar un aniversario dentro de una lata de aluminio voladora no es mi idea de diversión precisamente. Entre los preparativos y asumir la separación de Peque no hubo tiempo para nada y creo que por primera vez en mi vida no he soplado velitas ni comido pastel en "mi día" (Mr. X, toma nota y hazme un algo, anda).

Así que ahora, casi un mes después de la fecha, me da por pensar en ello. Por pensar en que es mi primer natalicio sin mis dos padres. Por pensar en que cada vez estoy más cerca de los cuarenta y de que el tiempo pasa inexorablemente. Por pensar en lo vivido y en lo que queda por delante.

Es inevitable sentir cierta nostalgia, hacer repaso de todos los cumples celebrados en buena compañía, de lo que significa para cada uno ir quemando etapas... Será que al final me he convertido en una optimista recalcitrante o será que prefiero ver el vaso medio lleno, pero lo cierto es que la nostalgia me sirve de trampolín para bucear en el mar de mis recuerdos deleitándome con cada detalle y sintiéndome afortunada por verme rodeada de tanto amor.

Vaciando la casa de papá di con varios documentos de mi madre, entre ellos, el informe que le dieron en el hospital cuando nací. Gracias a ellos sé que nací ocho días después de la fecha prevista de parto -que era el once de abril- a las 9,24 de la mañana en un parto eutócico y con presentación cefálica, que pesé 2,6 kg, y que mi madre fue anestesiada con pentotal los últimos minutos del parto. También sé, por un cuaderno que guardaba, que sonreí por primera vez el 26 de mayo de 1977 y que al mes de haber nacido pesaba tres kilitos. Simples datos. Pero para mí son un mundo.

Ahora que tengo un hijo entiendo, como nunca antes pude, lo que sintió mi madre en esos días. La alegría, las dudas, los temores. La embriagadora felicidad al contemplar el rostro de su bebé.

Curiosamente, mientras pienso en mi aniversario, me alejo un poco del "yo" que debería caracterizar a un día así y me centro con fruición en lo que sintió mamá. Cumplir años me acerca a ella. Y acabo pensando que con el tiempo se celebran muchas cosas. Los años que cumplo, por supuesto. Pero también, y con un gozo indescriptible, la madre y el padre que tuve.



También encontré un dibujo. Y con él, sin palabras, mamá me lo dice todo.





                                            Mo, en algún momento de 1981








lunes, 18 de mayo de 2015

En boca cerrada no entran moscas


Creo que podría titular cada una de mis entradas con un refrán (herencia de mi abuela), pero en esta ocasión me viene al pelo.

Mis padres nunca fueron de eufemismos. Ni de secretismos. Ergo en casa se hablaba de todo y por su nombre, costumbre que he heredado.

Un día en que Peque no paraba de provocarse eructos y yo ya estaba de la serenata hasta el gorro, no se me ocurrió otra cosa que decirle que si no dejaba de soltar gases iba a empezar yo a provocarme pedos vaginales. Hala, con un par (de ovarios). Tras poner ojos como platos Peque me preguntó si eso era un farol y le expliqué que no, que la menda tenía esa inusual capacidad (aunque me ahorré la demo). Ahí quedó la cosa.

Tres semanas más tarde vinieron unos amigos de mis cuñados a comer a la casa de veraneo de la familia de Mr. X. Después del festín los mayores nos disgregamos para hacer la siesta al sol y los niños se pusieron a jugar. Yo estaba cerca de Peque, que iba charlando con sus nuevos amigos cuando de pronto dijo:

-Pues mi mami sabe tirarse pedos con el chichi.

Tierra trágame. Pero trágame hasta el puto centro del planeta para no emerger en una década. Por suerte no habían más adultos cerca y pude interceptar a Peque para instruirle en lo que NO puede decir así como así. Pero el temor a nuevas confidencias con vete tú a saber quién ahí estaba.

Ayer Peque y yo estábamos solos porque Mr. X se había pirado al monte. Después de barajar varias opciones decidí pasar el día en uno de los museos más molones de la ciudad. Está lleno de exposiciones interesantes, actividades para niños y una plaza soleada ideal para hacer un picnic.
Por la mañana vimos la exposición temporal (que versaba sobre el futuro del planeta y que maravilló a Peque con su ascensor galáctico) y antes de comer nos fuimos al planetario. Las maravillas del sistema solar siempre triunfan.

Después de descansar un rato tras la comilona Peque me pidió que fuésemos a la actividad en la que se pueden tocar animales. A mí me daba un poco de pereza, además era una actividad que él ya conocía de haberla hecho con el cole, pero bueno, le hacía ilusión y repetimos.
Mientras que en el planetario Peque había sido más modosito, con bichos se sintió en su salsa y no paraba de colar algún comentario entre las explicaciones del sufrido monitor. Todo iba bien hasta que Peque empezó a decir cosas como:

-Pues mi mami trabajó en un zoo y durmió a una serpiente venenosa.

-Pues mi mami trajo a casa un gatito y lo curó.

-Pues mi mami...

De pronto la frase se me hizo terriblemente familiar y temí que Peque lo soltase otra vez. Me sentí exactamente igual que la madre de Shin Chan cuando su hijo le enseña el elefantito a una adorable anciana. Gotas de sudor empezaron a recorrer mi rostro.
Puse cara de póquer y traté de acercarme a Peque, que se había deslizado hasta la otra punta del grupo, para tener una mano cerca de su boca y sellársela en caso de extrema necesidad. O eso, o fingir un oportuno ataque de tos que camuflase sus palabras. Porque lo veía venir.

Cuando el monitor empezó a hablar de la caca del milpies mi acojone alcanzó cotas máximas. De la caca al pedo hay un paso que Peque sabe dar de sobras, y pensé que iba darme un jamacuco de la taquicardia que llevaba.

Gracias a los todos los dioses de todas las religiones del mundo, Peque obvió la asociación caca-pedo y la actividad acabó. Por fin pude respirar con normalidad y me llevé al niño lo más lejos que pude del resto de la humanidad allí congregada.

Pero el miedo no ha desaparecido. Sé que cualquier día, en el momento más inesperado, Peque lo soltará otra vez. Y yo aprenderé por fin a mantener la boca cerradita.





jueves, 14 de mayo de 2015

Iguazú


Antes de internarme en la segunda (y última) crónica de nuestro viaje, tengo que hacer una pequeña introducción.
Yo, niña urbanita mediterránea de corazón fantasioso, crecí escuchando las aventuras de mi padre en la selva venezolana. Para mí era lo más aproximado a Indiana Jones que he conocido in person (salvo que en vez de arqueólogo, era panadero).
Sumémosle la cinefilia voraz de mi infancia. Una de las pelis que más recuerdo es La selva esmeralda. Niño occidental es secuestrado y criado por una tribu indígena del Mato Grosso. Su fotografía se me grabó en la retina para siempre jamás.
Una cosa y otra (y muchas más, seguramente) alimentaron una fascinación incipiente por la fauna y flora selváticas. De ahí también mis ganas por ser veterinaria de animales exóticos (de sobras sabemos que al final me quedé con el exótico del veterinario).

Sea como sea, la selva me pone.

Entonces, te asomas a la ventanilla del avión apreciando sorprendida que has dejado de ver campos cultivados para otear un infinito manto jade y te das cuenta de que coño, aunque no estés en el Amazonas, eso es una espesa y jodidamente hermosa jungla subtropical.

Y cuando bajas del avión, ves como la roja tierra de la provincia de Misiones contrasta con el profundo y arrebatador verde que te rodea, el calor húmedo empapa tu ropa, el graznido de aves multicolor envuelve tu cabeza y se te caen las bragas de puritito placer. Un preludio de lo más prometedor.

Dentro de Parque de Iguazú hay dos hoteles, uno en la parte argentina y otro en la brasileña (porque Argentina y Brasil comparten esta maravilla de la naturaleza), el resto están en poblaciones cercanas. Mr. X tuvo la clarividencia de, ya puestos, escoger el hotel dentro del parque (muy, muy recomendable).

Al bajar del remís, lo primero que vimos a través de las cristaleras de la recepción del hotel era una densa efervescencia que nos anunciaba lo que estábamos a punto de descubrir. Después, reparamos en el sonido del agua al caer. Y así, cualquiera hacía caso al pobre recepcionista, al que íbamos esquivando con la mirada para fijarnos en lo que había a sus espaldas (aunque intuimos, por su sonrisa condescendiente, que estaba del todo acostumbrado).

Caminamos hacia la habitación embelesados por el espectáculo que nos rodeaba. No nos tragamos las columnas del hall de auténtico milagro.
Llegamos a eso de las cinco a nuestros aposentos. Una verdadera habitación con vistas. Allí sí pudimos gozar de la visión de las cataratas en casi todo su esplendor (casi, porque para captarlas y vivirlas, hay que arrimarse un pelín más). Nos cambiamos de ropa y nos fuimos directos a explorar los alrededores. Una nubecilla de agua estaba siempre cayéndonos encima. Gotas de agua de las cataratas que recorren por el aire los dos kilómetros de distancia que separan las cascadas de la superficie de tu piel.

Empezábamos a adentrarnos en los senderos cuando una familia de coatíes se cruzó en nuestro camino. Mr. X y yo nos sonreímos. Ese fue el primer contacto con una fauna exuberante -y salvaje, que bien te avisan que no se te ocurra dar comida a ningún bicho si tienes aprecio a tus extremidades- que nos idiotizó y obligó a hacer cerca de dos mil fotografías. Coatíes, agutíes, tucanes, colibríes, mariposas, monos capuchinos... Lamentablemente los guardabosques nos obligaron a recular a las seis de la tarde. ¿Motivo? Nada, que hay unos mininos de hábitos nocturnos (yaguaretés -jaguares- y yaguarundís -pumas-), que disfrutan merendando guiris despistados. Me pareció una razón de peso para hacerles caso.
Decidimos disfrutar de las vistas cenando en el bar del hotel y puedo prometer y prometo que estar sentada apaciblemente delante de tamaña maravilla no tiene precio.

Al día siguiente, por fin, fuimos a conocer las cataratas de cerca en la excursión por el lado argentino. La frondosidad de la selva no te permite ver bien las cataratas hasta que estás próximo a ellas. Las intuyes inminentes por el ruido casi ensordecedor del agua, y de pronto, tras unas cuantas palmeras, llegas al primer mirador y... lloras. El agua llama al agua o soy una sentimental de tres pares de cojones, pero espectáculos semejantes me emocionan hasta el infinito. Como la gente soltaba chilliditos entusiastas en vez de sorberse los mocos como yo, disimulé (las salpicaduras cataratiles lo pusieron fácil). 

                                                             


Cada pasarela nos fue acercando a los diferentes saltos. Imposible no extasiarse a cada paso, rollo síndrome de Stendhal versión agreste. Así pasamos la mañana, con cara de gilipollas de tanto "uau" que soltábamos.




Al mediodía nos propusieron una actividad acuática: paseo en barquita hasta meterte en materia (o sea, bajo un chorrazo de agua que lo flipas). Suerte que nos habían avisado de que llevásemos ropa de recambio. Te dan una bolsa de lona impermeabilizada para las cámaras y la ropa seca y una vez instalados en los asientos, te conducen hasta la cascada. Conste que no te meten debajo del todo porque sería una temeridad, pero con lo que se acercan ya puedes percatarte de la infinita potencia del agua al caer cuando se te viene encima una tromba que ni el diluvio universal. Emocionante y divertido (vale, y un tanto peligroso). 

Una vez remojados bajamos los rápidos del río Iguazú y nos reencontramos con la dicharachera guía, que nos llevó, tras un bocadillo para coger fuerzas, al plato fuerte de la tarde: la Garganta del Diablo. No me diréis que no es un nombre de lo más sugerente...
Para llegar allí hay que andar cerca de un kilómetro por unas pasarelas sobre el agua. Lo que más nos llamó la atención por el camino fueron las miles de mariposas de todos los colores que revoloteaban a nuestro alrededor. Colocando el dedo con delicadeza a su lado, la mayoría subían a bordo y te acompañaban parte la ruta (¡llevé a una en mi índice unos veinte minutos!). De este modo, medio a pie, medio andando, llegamos a la garganta. Me temo que mi prosa se queda corta por mucho que intente describir el impacto que me causó contemplar ese panorama. Mr. X dijo más tarde: emocionante, salvaje, impresionante. Es un lugar de poder. Imagino a los antiguos guaraníes rindiendo pleitesía a la madre naturaleza en la Garganta del Diablo. Creo que uno no puede sino doblegarse ante semejante muestra del ímpetu y el vigor de la tierra y el agua. De haber estado sola en vez de rodeada de cientos de turistas y sus dispositivos digitales, me habría arrodillado y permanecido absorta durante horas.

                       


Esa noche cenamos pronto porque al día siguiente tocaba ir a Brasil para la excursión desde ese lado (y ya sabemos que la burrocracia es universal y necesitas una hora para cruzar la frontera). Nos despertamos tan temprano que pudimos disfrutar de un amanecer en Iguazú. Una neblina lo cubría todo. Los únicos ruidos reinantes eran los de los animales que se desperezaban para empezar la jornada. Poco a poco los rayos de sol se filtraron a través de la bruma creando un efecto tornasolado que dotaba a la atmósfera de un aire onírico. Los tucanes hicieron presencia y empezaron a volar de la copa de un árbol a otra comiendo sus frutos. Graznidos, cantos y silbidos exóticos inundaron con sus ecos el espacio que nos acogía. Hasta que la actividad humana no se hizo presente, esa fue la única banda sonora, y me pareció rozar el paraíso terrenal.




Casualidad o no, fue cosa de entrar en Brasil y notar un ambiente festivo de lo más contagioso. Coincidimos con dos o tres grupos de visitantes que pertenecían a una coral y amenizaron la espera en la cola de entrada con un Mais que nada que invitaba a poner las caderas en movimiento.

Aunque -quizás por ser la primera visita- la excursión argentina me impactó más, vale la pena pasarse a Brasil. Ambos lados se complementan y así puedes hacerte una idea mucho más completa de la magnificencia de las cataratas. Además, desde Brasil se ven mejor los vencejos de Iguazú, icónicos del lugar, y que nidifican tras las caídas de agua. 



                                               


También me fijé en las rocas cubiertas de vegetación. En un momento dado se me asemejaron a una especie de monjes en procesión hacia su altar natural. Eso es lo que define mi sensación de Iguazú, que hasta las piedras tienen vida propia.

         


Por la tarde visitamos un parque de aves cercano. Creo que no hay viaje en que Mr. X y yo no hayamos recorrido algún parque, reserva o similar para ver bichos. Ni en vacaciones oye. El centro es precioso, muy bien cuidado y con espacios gigantescos. La flora es sensacional. Ya de por sí el país la posee, así que no han de importar gran cosa para que el resultado sea extraordinario.

Nos costó mucho despedirnos de Iguazú. Un oportuno retraso en el avión de salida nos permitió disfrutar de un último amanecer allí. Mr. X y yo nos marchamos compungidos y con el firme propósito de, algún día, volver.




miércoles, 6 de mayo de 2015

¡Qué bueno que viniste, pibe!


Cuando Mr. X me propuso acompañarlo en su viaje a Argentina, mi primera intención fue negarme. Por varios motivos. El principal, la enfermedad de mi padre. El segundo, que no me veía capaz de dejar a Peque semana y media en casa y largarme a más de diez mil kilómetros de distancia. El tercero, mi pseudo-fobia al avión (pseudo porque me pongo mala anticipando el momento de subirme al cacharro, pero una vez dentro mantengo la calma). El cuarto y último, mi profunda ignorancia, porque Argentina nunca me había llamado la atención, y a partir de ahora no podré pronunciar el nombre de este país sin que una constelación de recuerdos e imágenes maravillosas me vengan a la mente.

Una vez aceptado el reto, decidí mentalizar con tiempo a Peque para venderle lo chulo que iba a ser quedarse con sus tíos y convencerme convencerle de que en nada íbamos a estar de vuelta. Por supuesto, tuve que prometerle un regalito del viaje, que tenía que ser, en palabras del sobornado, un avión de juguete. Me despedí de mi churumbel con un nudo en el estómago, pero tratando de no mostrar toda mi angustia para que él no se quedase tan triste como yo (y parece que lo conseguí).

Next step: trece horas de avión sobrevolando el Atlántico. Mucho o no tanto según se mire (peor hubiese sido viajar a Melbourne). Para mí, una jodida eternidad en la que da tiempo de pensar que eres un ser minúsculo metido en una caja de aluminio y suspendido a diez kilómetros de distancia de la superficie de un océano muy, pero que muy profundo. Menos mal que no tienen la mala leche de programar Naúfrago durante la travesía. Mi amiga V, acostumbrada a coger vuelos largos, me recomendó que llevase a cabo durante el trayecto una rutina de belleza. Una frivolidad como otra cualquiera para no pensar (y con la ventaja de dejar la piel preparada para la deshidratante atmósfera de la aeronave). Me tragué el vídeo que me recomendó, me hice con unas cremitas asequibles en el Duty Free, y realicé la rutina de belleza, cosa que me llevó unos diez minutos. Sólo me quedaban doce horas y cincuenta minutos de vuelo. Por fortuna, para los que nos cuesta un huevo conciliar el sueño a altitudes troposféricas, existe la opción del cine. Y dado que no es común en la vida de cualquier madre de un niño pequeño disfrutar del placer de una buena peli en silencio y sin interrupciones (en este caso las azafatas no cuentan), me tragué no una sino tres cintas: Wild, Sinsajo y Perdida. Las tres son entretenidas, pero la mejor, sin duda, Perdida. Papelazo de los gordos el de Rosamund Pike.

Entre una cosa y otra, amanecimos en el Aeropuerto Internacional Ezeiza. Esos primeros momentos en los que sales al exterior y captas olores y sonidos tan distintos -y parecidos- a los que conoces, es brutal. Llegamos a Buenos Aires en taxi, y la periferia nos dejó un tanto indiferentes (quizás por el parecido a tantos otros suburbios), pero a medida que nos adentrábamos en la urbe y el taxista nos ponía al día de los principales conceptos que todo recién llegado a Argentina debe conocer, el encanto de las avenidas y calles que oteábamos empezó a calarme. Debo puntualizar que Mr. X no es muy fan de las ciudades, a él ponle ración y media de naturaleza, pero yo sí me dejo hechizar por el glamour de cualquier metrópoli.

Nuestro hotel estaba muy bien situado, y eso me permitió turistear por las zonas aledañas, aunque en realidad, al ser una ciudad tan enorme, me quedó por conocer el noventa y cinco por ciento de la superficie. Nuestros anfitriones, la familia que había invitado a Mr. X a dar unas charlas de lo suyo, fue absolutamente encantadora. Natural y espontánea desde el minuto uno, acogedora y del todo desternillante en sus rifirrafes materno-filiales (vamos, que estábamos como en casa). Dado que Mr. X tenía tres días de curro por delante, tuve que conocer la city yo solita, y me aconsejaron no circular por el barrio que quedaba a la derecha del hotel, pero sí por el de la izquierda (Recoleta). Aún así, nuestra primera tarde en tierras porteñas sí que pudimos dar un paseo juntos, y por desconocer la norma deambulamos un poco por terreno no recomendado acabando nuestra ruta en el Café Tortoni. Mr. X y yo coincidimos en que esas calles podrían haber sido las de nuestra ciudad perfectamente, el ambiente era muy familiar. El café es precioso, y me hizo gracia descubrir que sus vidrieras fueron diseñadas por un paisano, Antoni Estruch.

                                                            
Mi primer objetivo en solitario fue el cementerio de la Recoleta. Planazo, ¿eh? Vale, no suena divino, pero... ¡es divino! Qué preciosidad. Una auténtica barriada para muertos. Espectacular de bonito. Aunque llegué tan temprano (jugadas del jet lag), que al principio me acojoné un poco caminando yo sola por ahí. Recordé que en New Orleans te recomiendan que vayas a los cementerios en visitas guiadas -allí también son una atracción turística- porque la seguridad no es uno de sus fuertes, y por unos minutos anduve mirando por encima de mi hombro en cada esquina. A la que varios grupos de escolares inundaron el lugar con sus risas me relajé y pude disfrutar de la visita. No me sacaba de la cabeza la canción de Mecano "y los muertos aquí lo pasamos muy bien, entre flores, de colores, y los viernes y tal si en la fosa no hay plan, nos vestimos, y salimos".Uno de los reclamos del cementerio es la tumba de Evita. Me costó perderme tres veces antes de dar con ella, pero lo conseguí.

                                                          


Desde el cementerio fui caminando hasta un sitio que mi cuñada me había recomendado, la librería El Ateneo. Su principal característica es que está situada en lo que fue el teatro Gran Splendid, y mola mil que en el escenario haya un café y que te puedas sentar en un palco tranquilamente a leer uno de los libros que hayas seleccionado. 

                                 


En mi segundo recorrido por la ciudad, decidí visitar el teatro Colón. Lástima no haber tenido tiempo de ver una función, pero la visita guiada me pareció completísima y llena de esas anécdotas que te pierdes cuando no tienes un cicerone. Me flipó el suelo de mosaico, la luminosidad rosada de los mármoles del vestíbulo, los vitrales y una escultura llamada "El secreto" que representa a Cupido y su madre –Venus-. Será que en la distancia no dejaba de pensar en mi niño.

                                                                  


Al salir del Colón callejeé por la Avenida Corrientes, Córdoba, Santa Fe... que dicho así parecerá peccata minuta, pero cuando cada rincón te parece pintoresco y digno de ser escudriñado, y además te plantas en calles interminables en comparación con las callejuelas de los barrios que yo suelo frecuentar en mi hogar, la hazaña cobra otras dimensiones. Comí tranquilamente en un café recogido a la sombra de unos árboles y volví a mi hotel sin prisa alguna.

                               


El tercer día me solidaricé con Mr. X y lo acompañé a las charlas. En el fondo me apetecía mucho. No deja de ser una oportunidad para conocer otros colegas de profesión y aprender alguna cosa de paso. Además, uno de los asistentes tuvo la cortesía de regalarme un bolso y otras manualidades confeccionadas por indígenas wichis de la provincia de Formosa (elementos que ya han sido requisados por las hijas de Mr. X).

Aparte de ver cosas bonitas hubo oportunidades varias de catar la gastronomía argentina. Debo decir que sí, que su carne tiene la fama que merece. Y eso que soy una confesa carnívora con remordimientos. Hasta probé cosas tan raras -para nosotros- como timo (molleja) y diafragma (entraña). Y estaba rebueno, que dirían allí. Todo ello acompañado de unos vinos de lujo. Me hice fan del Malbec. Otra ronda por favor.

En el apartado de curiosidades, admito que fui incapaz de no incurrir en el consabido error de decir “coger” a todas horas en vez de “agarrar”, aunque al final me sonaba mal hasta a mí y acabé agarrándolo todo.

Y así pasó la primera fase de nuestro viaje.


Próxima parada: Iguazú.