jueves, 6 de septiembre de 2018

Sucedió en verano


Aunque aún no ha empezado el cole, determinante oficial del comienzo del curso para las y los que somos progenitores, yo ya siento que el verano se me escurre de las manos y me apetece evocar los periplos estivales.

Comentaba en la última entrada que hace unas semanas volvimos a pasar unos días en Canarias. Tener amigos en las islas hace mucho más tentador viajar hasta allí, desde luego, pero lo nuestro es vicio, somos unos yonkis de sus paisajes, su gastronomía y sus gentes.

Todo muy bonito.

Si no fuese porque hay que ir en avión. Ya conté aquí lo mucho que me gusta subirme a una lata con alas.

Me encantaría poder decir que esa relación con la aviación moderna ha mejorado a medida que me avejento, pero me temo que no. Lo hablaba hace poco con una amiga y me decía que las personas que somos así como de tenerlo todo controlado lo pasamos peor porque en un avión de control, como que una mierda. Pues igual.

A mí me alucina soberanamente estar sentada, más tiesa que una escoba los primeros minutos, y observar que antes de haber llegado siquiera a la pista de despegue, hay gente que ya se ha dormido, y que no abre un ojo hasta minutos después de haber aterrizado. O acumulan sueño nivel madre de quintillizos, o van hasta las cejas de diazepam, sino, mi no entender. Y ese arte para quedarse sobados con la cabeza en vertical… toda mi admiración. Si por un casual consigo rozar la fase REM, se me va al carajo con los bandazos que me da la cabeza al caer vencida por el sueño (por no hablar de los ronquidos traidores que me despiertan tan pronto como me salen del gaznate).

Algo que jamás ayuda a mi sensación de seguridad es cuando los auxiliares de vuelo te explican cómo colocarte el chaleco salvavidas. Concretamente cuando lo que vas a sobrevolar es una cadena montañosa. Dudo mucho que el chaleco ese haga honor a su nombre, yo me quedaría más tranquila si me hablasen de un paracaídas salvavidas, por ejemplo. Pero bueno, viajar es lo que tiene.

De todas formas, este verano poco hemos viajado. Corrijo. Kilómetros hemos hecho, pero a Ikea. Cinco veces en un mes. Dos en modo prospección, y tres para gastarnos la paga extra en remodelar nuestra casa. Que después de más de doce años habitándola necesitaba una puesta a punto, y hemos tenido que sacrificar nuestras semanas de vacaciones para pegarnos la paliza padre vaciando, pintando, y amueblando habitaciones. Y yendo a Ikea. Cinco veces. Que no se nos olvide.

Pero también ha habido tiempo para disfrutar de la naturaleza. Como cada año, estos meses nos hemos instalado en la casa de campo de la familia de mi señor marido.

Yo me había propuesto aprovechar las tardes con Peque para ponerme en forma, hacer excursiones por el bosque, ir en bici, muscular mis maltrechas extremidades inferiores… por eso el día que Peque me dijo que me llevaba a ver un pino centenario de los alrededores en bici, me vine arriba. Muy arriba.

Peque tiene el culo pelado de recorrer el bosque en bici con su hermano y sus primos. Y su objetivo es que sea un trayecto emocionante. Con surcos, baches, pendientes. Yo lo que tengo es mucho optimismo. Porque ni me planteé que mi nivel no fuese el adecuado (cuando yo pillo la bici los años bisiestos y gracias). Después de los primeros cien metros, de subida, y con el corazón a todo meter a punto de saltar de mi boca, el tío me llevó por un camino del demonio en el que me dejé el culo incrustado en el asiento, por no hablar de otras partes más nobles de mi anatomía. Tomé la sabia decisión de bajarme de la bici y hacer la mayor parte del trayecto a pie (y cargando la bici, y a la hora de comer, y con una solana épica).

Nos hicimos una fotito al lado del pino, y emprendimos la vuelta. Aunque le hice prometer a Peque que me llevaría por un camino menos accidentado, su concepto de “ruta fácil” y el mío son harto opuestos. Esta vez no había tantos socavones, pero los márgenes del sendero estaban rellenitos de zarzas. En una curva vi la madre de todas las zarzas y me repetí en un mantra: “esquiva la zarza, esquiva la zarza, esquiva la zarza”. Pues no esquivé la zarza. Me caí de lleno. Y por fases. Tres, creo recordar, a medida que me hundía con la bici en la mata de espinas. Pegué unos alaridos agónicos que alarmaron a mi churumbel, que tuvo de que desincrustarme de ahí y quitarme varios pinchos de mi descalabrado cuerpo. Me apresuré a enviar un mensaje a la casa, por si habían escuchados los chillidos, asegurando que todo estaba en orden. Si me hubiese bebido un litro de agua, me hubiera pasado como en los dibujos animados y toda se habría escapado por los agujeritos que jalonaban mis brazos y piernas. Peque se niega a ir más conmigo en bici.

Al llegar a casa me senté en los escalones a descansar un poco y de pronto noté que algo caía en mi brazo. Una señora cagada… de largarto de pared. La primera vez en mi vida que me ocurre. Not my day.

Dado que Peque rehusaba a salir conmigo sobre ruedas, otra tarde fresquita su padre y yo nos lo llevamos a recorrer el bosque. La temperatura era muy agradable, pero se oía algún trueno. Nada grave, aparentemente. En un momento dado escuchamos algo parecido a pasos entre los árboles. Pensábamos que sería Roberto. Roberto es un jabalí que ha perdido el miedo a los humanos y te lo encuentras a todas horas. Es majete, pero siempre da respeto que venga con la family y tengamos que salir por patas, así que empezamos a aguzar el oído y de pronto Peque se puso a llorar porque un pedrusco le había caído en la cabeza. No eran pasos, sino la granizada más gloriosa de todo el puto verano. Tuvimos que correr más de dos kilómetros para llegar a casa, caladísimos, bajo una lluvia de hielo cabrón que nos dio por todos lados.

Ahora Peque también se niega salir de excursión las tardes fresquitas.

Y a pesar de todo, qué penita que se acabe el verano.