martes, 3 de diciembre de 2019

Let the trekking begin


Para ir a Pokhara teníamos dos opciones, autocar o avión. La distancia entre Katmandú y Pokhara no es muy grande, unos doscientos kilómetros, pero el estado de las carreteras no permite emular a Fittipaldi, así que se tardan más de siete horas en autocar. El avión es mucho más rápido, pero también más caro. Nos decidimos por el autocar para, como decía Shali, vivir la experiencia. 

Tardamos un buen rato el alejarnos de la ciudad, tanto por el tráfico, como por las paradas recogiendo y dejando gente (nuestro vehículo era para turistas, pero aún así también subió algún autóctono). Me gustó cambiar progresivamente el paisaje de caos urbano por el del campo, cada vez más y más verde (aunque en los márgenes de la carretera se acumulaba el polvo en la vegetación y el efecto era extrañamente apocalíptico y tardó varias horas en desaparecer). A medio camino, los campos cultivados y los pequeños y pintorescos pueblos pasaron a dominar el paisaje, y por fin, pudimos entrever la cordillera del Himalaya a lo lejos.

Compartir tu vida con alguien hace que llegues a mimetizar algunos gustos. Yo creo que Mr. X ha ampliado sus horizontes musicales gracias a mí (cuando nos conocimos escuchaba Queen y Bach en bucle), y quizás también le guste más cocinar, y sepa decirme el nombre de uno o dos directores de cine. Por mi parte, desde luego disto mucho de ser la persona atlética y deportiva que es mi maromo, pero algo de su amor por la naturaleza y las montañas ha acabado calándome (y eso que hace años, cuando lo veía pasarse horas mirando fotografías de montes me parecía de lo más extravagante –por no decir friki-). Algo se me ha contagiado, sí, porque al atisbar los primeros Annapurnas noté unas lágrimas furtivas que se me acumulaban en los ojos.

Paramos a comer a la vera de un río (no sé cuál, porque Nepal está plagado de los mismos), en una terracita al sol, y agradecí haber eludido el avión para poder empaparme del paisaje que nos rodeaba y hacer fotos a montones de mariposas. Por cierto, aquí la menda tiene un don para que esos insectos se posen en mi mano, lo descubrí en Iguazú y desde entonces siempre trato de retenerlas unos segundos para disfrutar de su belleza.

                                               


A primera hora de la tarde llegamos a Pokhara. Nos alojamos en un hotel precioso, justo al lado de la orilla del lago Phewa. Si Katmandú apenas te da un respiro con su continua actividad y el batiburrillo de gentes, animales y vehículos que la pueblan, Pokhara es una localidad para disfrutar con tranquilidad, pasear a la vera del impresionante lago que la preside, respirar hondo y deleitarse con las vistas privilegiadas de las montañas. 
                                                           
                               


Dedicamos la tarde a conocer las inmediaciones del lago, caminando sin prisa por la calle principal, mientras conversábamos con Shali. El pobre chico ha tenido una paciencia tremenda con nosotros, porque Eu y yo somos algo así como el vinagre y el bicarbonato, una combinación efervescente, y cada vez que pasamos tiempo juntas nos comportamos como las adolescentes pavas que fuimos, y cuya esencia, a la vista de los acontecimientos, no hemos dejado atrás. De hecho, dudo que nunca se nos pase la imbecilidad que arrastramos. Y que dure.




Entre otras absurdidades, nos ocurría que no nos salía el nombre de Shali. En realidad se llama Shaligram, pero acabamos acortando su nombre porque llegamos a llamarlo Siddhartha, Surinam, Shangri-La, Sagarmatha, Simba, Salvador, Samarkanda, y cuando no salía ninguno, Noi. Lo dicho, paciencia de santo.

A la mañana siguiente se unió a nuestro grupo Pardip, el porteador. Para mí era una necesidad que alguien nos ayudase con el peso de las mochilas. Parte del equipaje se quedó en el hotel de Pokhara, y por otro lado llenamos una mochila con lo que pesaba más para que la llevase Pardip (cada uno llevaba una pequeña bolsa con lo más imprescindible).

¿Qué equipamiento se necesita para un trekking? La dificultad teórica de nuestra ruta era baja (ya matizaremos eso), y la altitud máxima alcanzada, 3210 metros. No hace falta mucha cosa en realidad: pantalones de montaña, camisetas de manga corta-larga transpirables, polar o similar, calcetines cómodos, un anorak o plumas para cuando aprieta el frío, guantes, toalla, saco de dormir -no imprescindible, porque en los albergues te ofrecen mantas, pero recomendable-, buen calzado (unas zapatillas cómodas son suficiente, no hace falta botas) y sobre todas las cosas, ¡bastones! Sin ellos, no habría podido completar la ruta ni de coña. Y otra cosita que no llevé y eché de menos: unas chanclas. En muchos de los sitios donde dormimos, la ducha era comunitaria y sin lugar para dejar las cosas mientras te quitabas la roña del camino, así que entrar y salir con chanclas nos hubiese facilitado la existencia. De nada.

A las ocho de la mañana nuestro equipo de cuatro iba camino de Nayapul en el vehículo que Shali puso a nuestra disposición para trotar cual cabras locas por las accidentadas carreteras nepalíes.

Nayapul estaba de fiesta, preparándose para las celebraciones locales. Sellamos nuestra entrada a la reserva de los Annapurnas y comenzamos a caminar. Debo decir que en esas primeras horas me vine arriba porque la caminata me pareció más que asequible. Y me sorprendió muchísimo el paisaje. Había imaginado un terreno yermo, frío, rocoso, y estábamos en medio de una selva casi tropical, de vegetación exuberante y plantas y flores por doquier con temperaturas primaverales.

 


Como estábamos en período festivo, los niños no iban a la escuela y los veíamos jugar por todas partes y columpiarse en las construcciones que les fabrican para ello. También se acercaban para pedir dinero o chocolate. Por suerte íbamos cargados de caramelos y fue lo que repartimos a diestro y siniestro.

                                                       


Comimos en uno de los múltiples lugares que te encuentras por el camino y avisté las primeras de las muchas escaleras que íbamos a pisar en los días venideros.

“Pero Shali, estas no son las chungas, ¿no?”

“¡Claaaaaro que no!”

Olé ahí, dando ánimos. Para llegar a nuestro destino, subimos escaleras, y esa fue la tónica en todo el trekking, aunque en algunos hubiesen más (al día siguiente) o menos y alternadas con trozos de camino por el bosque. Así que más vale ir mentalizado.

A primera hora de la tarde llegamos a nuestra primera parada: Tikhedhunga. La teahouse que nos serviría de albergue estaba oculta en mitad del bosque, al lado de un río, y pasamos por un puente colgante para llegar hasta ella. Nuestra habitación era modesta, pero estaba tan cansada que me pareció de cinco estrellas. Salvo la ducha. En teoría teníamos agua caliente en todos los albergues, pero descubrí que no era así cuando ya estaba en pelota picada bajo el chorrito gélido que nunca se calentaba. Y no me veía con ánimos para vestirme e ir a la ducha comunitaria, así que me duché con agua fría. En el fondo es muy vigorizante (ejem).




                                                                   
Cenamos poco después del anochecer. La carta es clónica en todas las teahouses: dal bhat, variedad de arroces y pastas más o menos picantes y MO:MOs. Ni idea de por qué lo escriben así. Vienen a ser como las gyozas japonesas y me nutrí de ellos durante casi toda la ruta, me flipan. Para beber: ginger lemon honey, que me gustaba más que el masala tea porque la leche no me va.

Durante la cena nos acompañó un murciélago juerguista que iba de una viga a un poste y viceversa compulsivamente, y nos pasamos el rato haciéndole vídeos, porque el bicharraco era King Size y daba gusto verlo volar. También aprovechamos para hacer un skype y descubrí que P tenía un berrinche del quince por haber perdido su peluche adorado en una excursión del cole. Ese fue el momento en que peor llevé los casi 10.000 km que nos separaban. La próxima vez (si la hay), me lo llevo. Nepal es un país seguro, tranquilo e ideal para disfrutar en familia. Nos cruzamos con muchas familias con niños haciendo el mismo trekking que nosotros, y estoy segura de que P disfrutaría de la aventura.

Según mi mapa mental, el día siguiente era el más duro. Saliendo de Tikhedhunga hay un tramo de escaleras sin pausa ninguna de dos horas, más de tres mil escalones. Básicamente el resumen es este:

                                     
                                                   

Al principio me costó pillar el ritmo, y caí en la tentación de ir preguntando a Shali cuanto faltaba cada veinte segundos. Luego te das cuenta de que como no relativices, se te va a hacer muy largo, y casi se trata de entrar en un estado de meditación. Acompasar movimiento y respiración y fuera prisas. Cuando lo conseguí logré disfrutar hasta del esfuerzo. Eso cuando no echaba un ojo a la tipa de delante, una mujer enorme que las estaba pasando canutas y cuyo cuerpo bamboleante parecía que se me iba a caer encima entre resuello y resuello.

Aún así, tenía que parar cada quince minutos aproximadamente. Como había vaticinado Shali, Pardip siempre iba por delante de nosotros, y cuando llevaba mucha ventaja nos esperaba en algún recodo. Al alcanzarlo me ofrecía pani (agua) y así empezaron las clases de nepalí. Cuando me veía que había recuperado el aliento me decía: Jam jam? (que suena algo así como tzam tzam), o lo que es lo mismo, "¿vamos?". Y si yo decía que vale, seguía con un bistare, bistare (poco a poco). Quince minutos más, pani, recuperar el aliento y jam jam, bistare, bistare.

Dos horas más tarde llegamos a Ulleri y entré en modo subidón-subidón. Paramos a tomar algo y me sentía pletórica. Había pasado la fase más chunga.

Ja.

                                                       


El resto de ese día subimos y subimos… y subimos (1400 metros de desnivel, en total). A veces escalones, otras veces a través de maravillosos bosques de rododendros. Para mí fue físicamente duro, aunque pudiendo descansar es bastante soportable. De todos modos, no está tirado si no tienes un mínimo de fondo. Y como yo no lo tenía lo pagué con unas pedazo de agujetas que me hacían ver las estrellas ya llegando a Ghorepani. Eso sí, las vistas… qué vistas.

                       

Vinagre y Bicarbonato


Nos alojamos en unas cabañas con el nombre de montañeros ilustres (el de al lado era el de Killian Jornet), y aunque sí había agua caliente, la calefacción es un lujo no contemplado y por la noche la temperatura tuvo que rondar los diez grados, siendo generosos.

Por suerte pudimos entrar en calor en el comedor, donde había muchos grupos de excursionistas que al día siguiente harían el pico de Poon Hill, como nosotros, para ver el amanecer en el Himalaya. Comimos rodeados de un ambiente festivo. Los guías, tras ordenar y traer nuestra comida, se pusieron a beber raksi (nepalí wine, decían ellos, un brebaje tipo saque que tumbaba de lo lindo), jugar a cartas, y bailar a ritmo bollywoodiense mientras nosotros nos calentábamos en la estufa central.

A las cuatro y media de la madrugada del día siguiente teníamos que subir a Poon Hill, así que nos retiramos a nuestras habitaciones a una hora prudente (aunque yo tardé lo mío en llegar porque iba a ritmo las-muñecas-de-Famosa-se-dirigen-al-portal… qué agujetas, madre del amor hermoso). Me quedé dormida antes de tocar la almohada, y menos mal, porque me esperaba otra jornada intensita.













4 comentarios:

  1. Me estabas empezando a convencer con los paisajes, las mariposas... hasta que la liaste, duchas comunitarias, agua fría, sin calefacción... eso sin contar con las peazo escaleras.
    Nada, creo que los paisajes mejor por internete...no me compensa el esfuerzo ;-)

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    1. Mecaaaaa! Así no me van a contratar en la oficina de turismo de Nepal!!!
      Mirar por internet no tiene color, mujer, has de vivir la experiencia! XD
      Muas!

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  2. Ay, que casi se asoma una lagrimita en mi ojo también! qué emocionante y qué viajazo *-*

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    1. Aix sí, cómo me gusta poder evocarlo, fue muy chulo!!
      Besotes!

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